Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Los elfos llevaban mucho tiempo alejados de los humanos. El primer guerrero se inclinó sobre ella para levantarla por el hombro, y al hacerlo fue obsequiado con una contundente doble ración de nudillos huesudos centrada en un área cuya existencia Tata Ogg hubiese jurado era totalmente desconocida para Yaya.

Diamanda ya estaba corriendo. El codo de Yaya se hundió en el pecho del otro elfo mientras echaba a correr detrás de ella.

A su espalda, oyó la alegre risa de los elfos.

Diamanda había quedado sorprendida por el numerito de anciana de Yaya. Y se sorprendió mucho más cuando vio cómo la alcanzaba. Pero Yaya tenía más cosas de las que huir.

—¡Tienen caballos!

Yaya asintió. Y es cierto que los caballos corren más que las personas, pero no es obvio para todo el mundo que eso solo es cierto en distancias medias. En distancias cortas un humano realmente decidido puede dejar atrás a un caballo, porque solo tiene la mitad de extremidades inferiores que ordenar.

Yaya extendió la mano y cogió del brazo a Diamanda.

—¡Corre hacia el hueco que hay entre el Flautista y el Tamborilero!

—¿Cuáles son?

—¿Ni siquiera sabes eso?

Los humanos pueden correr más que un caballo, desde luego. Pero Yaya Ceravieja recordó que nadie puede correr más que una flecha.

Algo pasó zumbando junto a su oreja.

El círculo de piedras parecía tan lejos como siempre.

No serviría de nada. No sería posible. Yaya solo lo había intentado cuando estaba acostada, o al menos cuando tenía algo en que apoyarse.

Ahora lo intentó…

Había cuatro elfos persiguiéndolas. A Yaya ni siquiera se le ocurrió intentar mirar dentro de sus mentes. Pero los caballos… ah, los caballos…

Eran carnívoros, mentes como la punta de una flecha.

Las reglas del Préstamo eran: no hacías daño, te limitabas a cabalgar dentro de esas mentes, no involucrabas al sujeto de ninguna manera…

Bueno, en realidad no era tanto una regla como una pauta general.

Una flecha con punta de piedra ensartó su sombrero.

Ni siquiera se la podía considerar una pauta, en realidad. De hecho, ni siquiera…

Oh, cuernos.

Sumergiéndose en la mente del caballo, Yaya fue descendiendo a través de las capas de locura apenas controlada que es todo lo que hay dentro del cerebro de incluso un caballo normal. Por un momento se contempló a sí misma desde los ojos inyectados en sangre del caballo, tambaleándose a través de la nieve. Por un momento se encontró tratando de controlar seis extremidades inferiores a la vez, dos de ellas situadas en otro cuerpo.

En términos de dificultad, tocar una melodía en un instrumento musical y al mismo tiempo cantar otra totalmente distinta[17] era un picnic en comparación.

Yaya sabía que no podría hacerlo durante más de unos segundos antes de que la confusión más absoluta la embargara. Pero un segundo era todo lo que necesitaba. Dejó que la confusión fuera apareciendo, la soltó en su totalidad dentro de la mente del caballo y luego se retiró bruscamente de ella, volviendo a tomar el control de su propio cuerpo en el mismo instante en que este empezaba a caer.

Dentro de la cabeza del caballo hubo un momento horrible.

No estaba seguro de qué era, o de cómo había llegado hasta allí. Y aún más importante, no sabía cuántas patas tenía. Podía elegir entre dos o cuatro, o incluso seis. Optó por un compromiso de tres.

Yaya lo oyó relinchar y derrumbarse estrepitosamente, a juzgar por el sonido de la caída arrastrando consigo a dos caballos más.

—¡Ja!

Corrió el riesgo de lanzar una mirada de soslayo a Diamanda.

Que no estaba allí.

Estaba en la nieve unos metros más atrás, intentando levantarse con dificultad. El rostro que volvió hacia Yaya estaba tan pálido como la nieve.

Una flecha sobresalía de su hombro.

Yaya volvió corriendo, agarró a la muchacha y la levantó de un tirón.

—¡Vamos! ¡Ya casi hemos llegado!

—No… pue… do… cor…

Diamanda se desplomó de bruces. Yaya la sostuvo al vuelo antes de que chocara con la nieve y, con un gruñido de esfuerzo, se la echó al hombro.

Unos cuantos pasos más, y lo único que tendría que hacer sería desplomarse hacia adel…

Una mano terminada en garra tiró de su vestido…

Y tres figuras cayeron al suelo para rodar sobre el brezo del verano.

El elfo fue el primero en levantarse para mirar alrededor con una expresión entre aturdida y triunfal. Ya tenía un largo cuchillo de cobre en la mano.

Su mirada se centró en Yaya, que había aterrizado sobre la espalda. Yaya percibió el hedor a rancio que emanaba de la criatura cuando esta alzó el cuchillo, y buscó desesperadamente una manera de entrar en su cabeza…

Algo atravesó su campo visual como una exhalación.

Un trozo de cuerda acababa de enroscarse alrededor del cuello del elfo, y se tensó mientras algo surcaba el aire. La criatura contempló con horror cómo una plancha para la ropa zumbaba a medio metro de su cara para luego perderse de vista detrás de su oreja, describiendo una rotación tras otra con creciente velocidad pero decreciente radio orbital hasta impactar violentamente contra la nuca del elfo para hacerlo caer pesadamente sobre la hierba.

Tata Ogg apareció en el campo visual de Yaya.

—Hay que ver lo que apesta, ¿verdad? Puedes oler a los elfos a una milla de distancia.

Yaya se levantó.

No había nada más que hierba dentro del círculo. La nieve y los elfos habían desaparecido.

Se volvió hacia Diamanda. Tata la imitó. La muchacha yacía inconsciente.

—Una flecha élfica —dijo Yaya.

—Oh, mierda.

—Todavía tiene la punta dentro.

Tata se rascó la cabeza.

—Podré extraerla, eso no es problema —dijo—, pero no sé qué hacer con el veneno… Podríamos ponerle un torniquete alrededor de la parte afectada.

—¡Ja! En ese caso el favorito sería su cuello.

Yaya se sentó y apoyó el mentón en las rodillas. Le dolían los hombros.

—Tengo que recuperar el aliento —dijo.

Un torbellino de imágenes flotaba en el primer plano de su mente. Ya volvían a empezar. Yaya sabía que existía algo llamado futuros alternativos, porque después de todo eso era precisamente lo que significaba el futuro. Pero nunca había oído hablar de pasados alternativos. Si se concentraba, podía recordar haber pasado entre las piedras. Pero también podía recordar otras cosas. Por ejemplo, haber estado acostada en su cama en su propia casa, pero era eso, una casa, no una cabaña, pero ella era ella, aquellos eran sus propios recuerdos, y de pronto empezó a tener la vaga sensación de que estaba dormida, en aquel mismo instante…

Medio aturdida, trató de concentrarse en Tata Ogg. Había algo reconfortantemente sólido en Tata Ogg.

Tata acababa de sacar un cortaplumas de su bolsillo.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Voy a hacer que deje de sufrir, Esme.

—A mí no me parece que esté sufriendo mucho.

Un brillo especulativo destelló en los ojos de Tata Ogg.

—Eso tiene fácil remedio, Esme.

—No se te ocurra torturarlo solo porque está caído en el suelo, Gytha.

—Te aseguro que no pienso esperar a que vuelva a tenerse en pie, Esme.

Gytha.

—Bueno, solían llevarse a los bebés. No consentiré que vuelvan a hacerlo. Solo de pensar en que alguien pudiera llevarse a nuestro Pewsey…

—Ni siquiera los elfos son tan idiotas. Nunca he visto a un niño más pringoso.

Yaya tiró suavemente del párpado de Diamanda.

—Fuera de combate —dijo—. Está jugando con las hadas.

Levantó a la muchacha.

—Vamos. Yo cargo con ella y tú te ocupas del señor Campanilla.

—Fuiste muy valiente al echártela al hombro —dijo Tata—. Y con todos esos elfos disparando flechas, además.

—Y llevarla a cuestas significaba que había menos probabilidades de que sus flechas me acertaran —dijo Yaya.

Tata Ogg quedó anonadada.

—¿Qué? Estoy segura de que ni se te ocurrió pensar en eso, ¿verdad?

—Bueno, ya le habían dado. Si también me hubieran dado a mí, entonces ninguna de las dos habría conseguido salir de allí —se limitó a replicar Yaya.

—Pero eso es… es no tener corazón, Esme.

—Puede que sí, pero ciertamente es tener cabeza. Nunca he presumido de encantadora, solo de sensata. No pongas esa cara. Y ahora, ¿vas a venir o piensas quedarte el día entero plantada ahí con la boca abierta?

Tata cerró la boca, pero volvió a abrirla para decir:

—¿Qué vas a hacer?

—Bueno, ¿sabes cómo curarla?

—¿Yo? ¡No!

—¡Correcto! Yo tampoco. Pero conozco a alguien que podría saberlo —dijo—. Y en cuanto a este, de momento podemos meterlo en una mazmorra. Ahí abajo hay montones de barrotes de hierro. Eso debería mantenerlo calladito.

—¿Cómo logró pasar?

—Se estaba agarrando a mí. No sé cómo funciona. Puede que la… fuerza de la piedra se abra para dejar pasar a los humanos, o algo por el estilo. Mientras sus amigos sigan dentro del círculo, no necesito saber más.

Tata se echó al hombro el elfo inconsciente sin necesidad de esforzarse demasiado.[18]

—Huele peor que el fondo de la cama de una cabra —dijo— En cuanto llegue a casa me daré un baño.

—Oh, cielos —dijo Yaya—. Esas cosas se están poniendo feas, ¿verdad?

¿Qué es la magia?

Luego está la explicación de las brujas, la cual adopta dos formas, dependiendo de los años que tenga la bruja. Las brujan de mayor edad apenas hablan de ello, pero en el fondo de sus corazones quizá sospechen que en realidad el universo no tiene idea de qué demonios está pasando y consiste en un cachillón de trillones de billones de posibilidades, y podría llegar a ser cualquiera de ellas si una mente adiestrada y endurecida por la certeza cuantica fuera introducida en la grieta y se la hiciera girar; es decir, que si realmente tenías que hacer estallar el sombrero de alguien, lo único que debías hacer era meterte en ese universo donde un gran número de moléculas de sombrero deciden salir disparadas al mismo tiempo en distintas direcciones.

Las brujas más jóvenes, por otra parte, siempre están hablando de ello y creen que tiene que ver con los cristales, las fuerzas místicas y el bailar bajo las estrellas con el trasero al aire.

Puede que todas tengan razón al mismo tiempo. Eso es lo realmente curioso que tienen los cuantos.

Hacía poco que había amanecido. Shawn Ogg estaba de guardia en las almenas del castillo de Lancre, con su persona siendo todo lo que se interponía entre sus habitantes y cualquier poderosa horda bárbara que rondase por la zona.

Le gustaba la vida militar. A veces deseaba que una pequeña horda atacara, solo para que él pudiera Salvar el Día. Soñaba despierto con entrar en combate al frente de un ejército, y le habría encantado que el rey se proveyera de uno.

Un corto alarido indicó que Hodgesaargh estaba dando su dedo de la mañana a sus pupilos alados.

Shawn no hizo caso del grito. Era parte del zumbido de fondo del castillo. Estaba pasando el rato probando cuánto tiempo podía contener la respiración.

Disponía de muchas maneras de pasar el rato, dado que hacer guardia en Lancre suponía disponer de el en grandes cantidades. Estaba Dejarse Las Fosas Nasales Realmente Limpias, que era uno de los mejores. O Ventosear Melodías. O Sostenerse Con Una Pierna. Contener El Aliento y Contar era algo a lo que recurría cuando no se le ocurría otra cosa v sus comidas no habían sido demasiado ricas en hidratos de carbono.

El llamador de la puerta produjo un par de ruidosos chirridos muy por debajo de él. Estaba tan lleno de óxido que la única manera de persuadirlo de que produjera algún sonido era levantarlo, lo cual hacía que chirriara, y luego obligarlo a bajar empujándolo con todas tus fuerzas, lo cual causaba otro chirrido y, si el visitante tenía suerte, un golpecito ahogado.

Shawn respiró hondo y se inclinó por encima de la almena.

—¡Alto! ¿Quién Va? —gritó.

Una voz cantarina le respondió desde abajo.

—Soy yo, Shawn. Tu mamá.

—Oh, hola, mamá. Hola, señora Ceravieja.

—Sé buen chico y déjanos entrar.

—¿Amiga o Enemiga?

—¿Qué?

—Es lo que tengo que decir, mamá. Es oficial. Y entonces tú tienes que decir Amiga.

—Soy tu mamá.

—Tienes que hacerlo como es debido, mamá —dijo Shawn, con el tono angustiado de quien sabe que ocurra lo que ocurra él saldrá perdiendo—. Las cosas o se hacen bien o no se hacen.

—Dentro de un momento va a ser Enemiga, muchacho.

—¡Veeeeeenga, mamá!

—De acuerdo. Amiga, entonces.

—Sí, pero a lo mejor lo dices únicamente porque…

Déjanos entrar ahora mismo, Shawn Ogg.

Shawn saludó, dejándose ligeramente aturdido con la contera de su lanza.

—Enseguida, señora Ceravieja.

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