Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Ahora ya no había muchas brujas. No brujas como era debido. El verdadero problema, no obstante, era que la gente parecía incapaz de recordar cómo eran las cosas cuando los elfos andaban sueltos por el mundo. No cabía duda de que la vida había sido más interesante en aquel entonces, pero porque era más corta. Y tenía mucho más colorido, siempre que te gustara el color de la sangre. Las cosas llegaron a ponerse tan feas que la gente ni siquiera se atrevía a hablar abiertamente de los muy bastardos.

Decías: Los Resplandecientes. Decías: El Pueblo Rubio. Y escupías y tocabas hierro. Pero generaciones después ya te habías olvidado de escupir y del hierro, y también habías olvidado por qué empleabas esos nombres para referirte a ellos, y solo te acordabas de que eran hermosos.

Sí, por aquel entonces había un montón de brujas. Demasiadas mujeres se encontraban con una cuna vacía, o con un esposo que no volvía tras ir de caza. Había sido la caza.

¡Elfos! Los muy bastardos… y con todo… y con todo… de algún modo, sí, le hacían cosas a la memoria.

Tata Ogg se revolvió en la cama y Greebo soltó un gruñido de protesta.

Tomemos los enanos y los trolls, por ejemplo. La gente decía: Oh, no puedes confiar en ellos, así que más vale que nunca le des la espalda a un troll, aunque algunos de ellos son bastante decentes a su manera, pero en el fondo son cobardes y estúpidos, y en cuanto a los enanos, bueno, son unos auténticos diablillos codiciosos y taimados, desde luego, aunque a veces te tropiezas con uno que no está del todo mal para ser un condenado enano, pero en conjunto no son mejores que los trolls, y de hecho…

… son como nosotros.

Pero no son agradables a la vista y carecen de estilo. Y los humanos somos estúpidos, y la memoria hace de las suyas, y lo que recordamos de los elfos es su hermosura y la manera en que se mueven, y olvidamos lo que eran. Somos como ratones diciendo: «Tú dirás lo que quieras, pero los gatos tienen auténtico estilo».

La gente nunca se hacía un tembloroso ovillo en su cama por miedo a los enanos. Nunca se escondía debajo de la escalera para protegerse de los trolls. Puede que tuvieran que ahuyentarlos del gallinero, pero los enanos y los trolls nunca habían sido más que una jodida molestia. Nunca habían sido un terror en la noche.

Solo nos acordamos de que los elfos cantaban. Olvidamos acerca de qué cosas cantaban.

Tata Ogg volvió a darse la vuelta. Hubo un sonido de deslizamiento a los pies de la cama, y un maullido ahogado cuando Greebo cayó al suelo.

Tata se incorporó.

—Ponte las patas de caminar, muchachito. Vamos a salir.

Cuando pasó por la cocina sumida en la medianoche, se detuvo a coger una de las grandes sartenes de hierro que había colgadas encima del fuego y la ató a un trozo de cuerda para tender.

Tata Ogg llevaba toda la vida andando de noche por Lancre sin que se le ocurriese coger ninguna clase de arma. Claro que durante la mayor parte de ese tiempo había sido reconocible como una bruja, y cualquier merodeador que hubiera tratado de importunarla habría terminado llevándose sus partes más esenciales metidas en una bolsa de papel, pero aun así generalmente podía decirse lo mismo de cualquier mujer en Lancre. Y, ya puestos, incluso de los hombres.

Ahora Tata podía percibir su propio miedo.

Los elfos estaban regresando, y ya proyectaban sus sombras por delante de ellos.

Diamanda llegó a lo alto de la colina.

Se detuvo. La maldita Ceravieja era muy capaz de haberla seguido. Diamanda estaba segura de que algo la había seguido a través del bosque.

No había nadie más.

Se volvió.

—Buenas noches, señorita.

—¿Tú? ¡Me has seguido!

Yaya se levantó saliendo de la sombra del Flautista, donde había estado sentada entre la negrura.

—Eso es algo que aprendí de mi papá —dijo—. Cuando íbamos a cazar, ¿sabes? Mi papá solía decir que un mal cazador persigue, y que un buen cazador espera.

—¿Oh? ¿Así que ahora me estás cazando?

—No. Solo estaba esperando. Sabía que vendrías aquí arriba. No tienes otro sitio al que ir. Has venido a llamarla, ¿verdad? Déjame ver tus manos.

No era una petición, era una orden. Diamanda descubrió que sus manos se movían como si tuvieran voluntad propia. Antes de que pudiera apartarlas, la anciana ya las había agarrado y las sostenía firmemente. Al tacto su piel parecía arpillera.

—No has trabajado duro ni un solo día de tu vida, ¿verdad? —dijo Yaya afablemente—. Nunca has recogido nabos llenos de hielo, o cavado una tumba, o vestido un cadáver u ordeñado una vaca.

—¡No tienes que hacer todo eso para ser una bruja! —replicó Diamanda.

—¿Acaso he dicho que tuvieras que hacerlo? Y deja que te diga una cosa. Acerca de mujeres muy hermosas vestidas de rojo con estrellas en su cabellera. Y probablemente lunas, también. Y de las voces que hablaban dentro de tu cabeza cuando dormías. Y del poder cuando subías hasta aquí. Ella te ofreció montones de poder, supongo. Todo lo que tú querías. Gratis.

Diamanda no dijo nada.

—Porque ha ocurrido antes. Siempre hay alguien que escuchará. —Los ojos de Yaya Ceravieja parecieron desenfocarse—. Cuando estás sola, y quienes te rodean parecen indeciblemente estúpidos, y el mundo está lleno de secretos que nadie te quiere contar…

—¿Me estás leyendo la mente?

—¿La tuya? —Yaya volvió a centrar su atención en ella, y su voz perdió aquella cualidad distante—. ¡Ja! Flores y ese tipo de cosas. Bailar bajo las estrellas con el trasero al aire. Jugar con cartas y trocitos de cordel. Y funcionó, supongo. Ella te dio poder, por un tiempo. Oh, cuánto debió de reírse. Y luego cada vez hay menos poder y más precio. Y de pronto no hay ningún poder, y te encuentras pagando cada día. Siempre toman más de lo que dan. Y lo que dan no tiene ningún valor. Y acaban llevándoselo todo. Lo que les gusta obtener de nosotros es nuestro miedo. Lo que quieren por encima de todo es que creamos en ellos. Si los llamas, vendrán. Les proporcionarás un canal si los llamas aquí, en el tiempo del círculo, cuando el mundo es lo bastante delgado para que tu llamada pueda ser escuchada. Tal como están las cosas, ahora el poder que hay en los Danzarines ya es lo bastante débil. Y no voy a tolerar que los… los Lores y las Damas vuelvan a nuestro mundo.

Diamanda abrió la boca.

—Todavía no he terminado. Eres lista. Hay montones de cosas que podrías estar haciendo. Pero no quieres ser una bruja. No es una vida fácil.

—¡No has entendido nada, vieja loca! Los elfos no son…

—No digas la palabra. No digas la palabra. Vienen cuando se los llama.

—¡Estupendo! ¡Elfo, elfo, elfo! Elfo…

Yaya le abofeteó la cara con fuerza.

—Hasta tú sabes que eso es una estupidez y una niñería —dijo—. Ahora escúchame. Si decides quedarte aquí, esto no se volverá a repetir nunca más. O puedes ir a otro sitio y encontrar un futuro y ser una gran dama, porque tienes la clase de mente que se necesita para ello. Y dentro de diez años quizá regresarás cargada de joyas y todo eso, y podrás mirar por encima del hombro a todos los que no nos hemos movido de casa, y eso será estupendo. Pero si te quedas aquí y sigues tratando de llamar a los… Lores y las Damas, entonces tendrás que volver a enfrentarte conmigo. No para perder el tiempo con jueguecitos estúpidos a plena luz del día, sino para saber lo que es la verdadera brujería. Nada de lunas y círculos, sino lo que realmente hay, lo que sale de la sangre y del hueso y de la cabeza. Y tú no sabes nada acerca de eso. ¿Verdad?

Diamanda levantó la vista. Su cara estaba roja allí donde había recibido la bofetada.

—¿Irme? —dijo.

Yaya reaccionó un segundo demasiado tarde.

Diamanda salió disparada entre las piedras.

—¡Niña estúpida! ¡Por ahí no!

La figura ya se estaba empequeñeciendo, a pesar de que parecía estar a solo un par de metros de distancia.

—¡Oh, cuernos!

Yaya se lanzó tras ella, y oyó desgarrarse su falda cuando el bolsillo fue bruscamente arrancado. El atizador que había traído consigo voló por los aires y rebotó en uno de los Danzarines.

Después hubo una serie de crujidos y tañidos cuando los clavos fueron arrancados de las suelas de sus botas y volaron hacia las piedras.

Nada que estuviese hecho de hierro podía pasar entre las piedras, absolutamente nada.

Yaya ya estaba corriendo por la hierba cuando se dio cuenta de lo que eso significaba. Pero no importaba. Había elegido.

Hubo una sensación de dislocación cuando las direcciones bailaron y se enroscaron sobre sí mismas. Y luego nieve bajo sus pies. Era blanca. Tenía que serlo, porque era nieve. Pero extrañas pautas de color se deslizaban a través de ella, reflejando la danza enloquecida de la aurora permanente que había en el cielo.

Diamanda trataba de seguir adelante. Su calzado apenas era adecuado para un verano en la ciudad, y ciertamente no para un palmo de nieve. Mientras que las botas de Yaya Ceravieja, incluso sin los clavos de las suelas, habrían podido sobrevivir a una carrera por la lava.

Aun así, los músculos que las propulsaban llevaban demasiado tiempo haciéndolo. Diamanda la estaba dejando atrás.

Más nieve estaba cayendo de un cielo nocturno. Un círculo de jinetes aguardaba no muy lejos de las piedras, con la reina ligeramente adelantada. Todas las brujas conocían a la reina, o su silueta.

Diamanda tropezó y cayó, y luego consiguió incorporarse hasta quedar arrodillada en el suelo. Yaya se detuvo. El caballo de la reina relinchó.

—Tú, arrodíllate ante tu reina —dijo su jinete. Vestía de rojo, con una corona de cobre en su cabeza.

—No quiero. No lo haré —dijo Yaya.

—Estás en mi reino, mujer —le recordó la reina—. No andarás por él sin mi permiso. ¡Te arrodillarás!

—Voy y vengo sin permiso de nadie —replicó Yaya Ceravieja—. Nunca lo he hecho antes, y no voy a empezar ahora.

Puso la mano en el hombro de Diamanda.

—Estos son tus elfos —dijo—. Hermosos, ¿verdad?

Los guerreros medían más de dos metros de alto. Más que ropa llevaban cosas unidas unas a otras: trozos de piel, placas de bronce, ristras de plumas de vivos colores. Tatuajes verdes y azules cubrían la mayor parte de la piel que se veía. Unos cuantos empuñaban arcos listos para disparar flechas cuyas puntas seguían cada uno de los movimientos de Yaya.

Sus cabellos se acumulaban alrededor de sus cabezas como un halo, impregnados de grasa. Y aunque sus rostros eran los más hermosos que Diamanda hubiera visto jamás, empezó a percatarse de que había algo sutilmente equivocado, la sombra de una expresión que no encajaba del todo.

—La única razón por la que todavía estamos vivas es que somos más divertidas vivas que muertas —dijo la voz de Yaya detrás de ella.

—Ya sabes que no deberías escuchar a la vieja amargada —dijo la reina—. ¿Qué puede ofrecerte?

—Algo más que nieve en pleno verano —dijo Yaya—. Mira sus ojos. Fíjate en ellos.

La reina desmontó.

—Coge mi mano, niña —dijo.

Diamanda extendió una mano con cautela.

Había algo en los ojos. No era la forma o el color. No había ningún destello malévolo. Pero había…

… una mirada. Era el tipo de mirada con que hubiera podido encontrarse un microbio si fuese capaz de atisbar por el extremo inferior del microscopio. Decía: No eres nada. Decía: Eres imperfecto, no tienes ningún valor. Decía: Eres animal. Decía: Quizá seas una mascota o quizá una presa. Decía: Y la elección no es tuya.

Diamanda trató de apartar la mano.

—Sal de su mente, vieja bruja. El sudor corría por el rostro de Yaya.

—No estoy dentro de su mente, elfa. Te estoy manteniendo fuera de ella.

La reina esbozó la sonrisa más hermosa que Diamanda hubiera visto nunca.

—Y además tienes un poco de poder. Asombroso. Siempre creí que no eras nada, Esmerelda Ceravieja. Pero aquí eso no te servirá. Matadlas a las dos. Pero no al mismo tiempo. Que la otra lo vea.

Montando de nuevo, volvió grupas y se alejó al galope.

Dos de los elfos desmontaron y desenvainaron las delgadas dagas de bronce que colgaban de sus cinturones.

—Bueno —dijo Yaya Ceravieja mientras los guerreros iban hacia ellas—. Cuando llegue el momento —añadió bajando la voz—, corre.

—¿Qué momento?

—Ya lo sabrás.

Yaya cayó de rodillas ante los elfos.

—Oh, pobre de mí, perdonadme la vida, no soy más que una pobre vieja y además estoy muy flaca —suplicó—. Oh, perdonadme la vida, joven señor. Oh cielos oh cielos.

Haciéndose un ovillo, empezó a sollozar. Diamanda la miró con asombro, entre otras cosas porque no entendía cómo alguien podía esperar que aquello diese resultado.

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