Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—¿Sí? ¿Sí? —preguntó Magrat, inclinándose más.

—¡Mandoble! ¡Puñalada!

Magrat se golpeó la cabeza contra la pared de la cabaña.

—No puede haber más de una reina en una colmena —dijo el señor Brooks con calma.

Magrat volvió la mirada hacia las colmenas. Siempre le habían gustado, hasta ahora.

—Ya he perdido la cuenta de las veces que me he encontrado una reina muerta delante de la colmena después de que hubiera llovido —dijo jovialmente el señor Brooks—. No pueden soportar que haya otra reina cerca, sabes. Y es una auténtica batalla con todas las de la ley. La vieja reina es más astuta. Pero la nueva reina, esa sí tiene todo por lo que luchar.

—¿A qué se refiere?

—A si quiere que se apareen con ella.

—Oh.

—Pero cuando la cosa se pone de verdad interesante es en otoño —dijo el señor Brooks—. Verás, si hay algo que la colmena no necesita en invierno es un peso muerto, y ahora tenemos a todos esos zánganos haraganeando por ahí sin hacer nada, así que entonces las obreras llevan a todos los zánganos a la entrada de la colmena y les muerden el…

—¡Pare! ¡Esto es horrible! —dijo Magrat—. Creía que la apicultura era, bueno, delicada.

—Claro que esa es la época del año en que las abejas se matan a trabajar —dijo el señor Brooks—. Fíjate, lo que sucede es que la abeja media trabaja y trabaja hasta que ya no puede trabajar más, y entonces verás a un montón de viejas obreras arrastrándose de un lado a otro enfrente de la colmena porque…

—¡Basta! Esto es demasiado. Soy reina, sabe. Casi.

—Lo siento, señorita —dijo el señor Brooks—. Creí que querías saber algunas cosas sobre la apicultura.

—¡Sí, pero no estas!

Magrat se alejó hecha una furia.

—Oh, no sé —dijo el señor Brooks—. Estar en contacto con la naturaleza siempre sienta bien.

Meneó la cabeza alegremente mientras Magrat desaparecía entre los setos.

—No puede haber más de una reina en una colmena —dijo—. ¡Mandoble! ¡Puñalada! ¡Jejejé!

El alarido de Hodgesaargh resonó en la lejanía cuando la naturaleza entró en contacto con él.

Los círculos de la cosecha se estaban abriendo por todas partes.

Los universos se alinearon. Interrumpieron su danza de espaguetis hirviendo y, decididos a pasar por aquel atolladero de la historia, galoparon desesperadamente cuello con cuello en su loca carrera a través de la lámina de goma del Tiempo incontinente.

En un momento semejante, como había percibido vagamente Ponder Stibbons, los universos producían cierto efecto unos sobre otros. Los haces de realidad avanzaron y retrocedieron entre intensos chisporroteos conforme los universos competían entre sí tratando de asegurarse una posición.

Si habías educado tu mente hasta convertirla en el más sutil de los receptores, y en aquel momento la tenías conectada con un nivel de recepción tan alto que habías roto el dial al girarlo, podías captar algunas señales muy extrañas…

El reloj hacía tictac.

Yaya Ceravieja estaba sentada delante de la caja abierta, leyendo. De vez en cuando dejaba de leer, cerraba los ojos y se pellizcaba la nariz.

No conocer el futuro ya era bastante malo, pero al menos Yaya entendía por qué. Ahora estaba teniendo destellos de deja vu. Llevaba así toda la semana. Pero no eran sus deja vus. Yaya los estaba experimentando por primera vez, por así decirlo, y en realidad tenía destellos de una memoria que no podía haber existido. Era imposible que hubiera existido. Ella era Esme Ceravieja y estaba más cuerda que un ladrillo, siempre lo había estado, ella nunca había…

Alguien llamó a la puerta.

Yaya parpadeó, alegrándose de poder librarse de aquellos pensamientos. Necesitó unos segundos para concentrarse en el presente. Después dobló el papel, lo metió en su sobre, volvió a meter el sobre en su fajo, guardó el fajo en la caja, cerró la caja con una llavecita que colgaba encima de la chimenea, y fue hacia la puerta. Hizo una comprobación de último momento para asegurarse de que no se había quitado distraídamente toda la ropa, o algún otro despiste por el estilo, y abrió la puerta.

—Buenas tardes —dijo Tata Ogg, ofreciéndole un cuenco tapado con un paño—. Te he traído un poco de…

Yaya Ceravieja miró más allá de ella.

—¿Quiénes son? —preguntó.

Las tres jovencitas parecían bastante avergonzadas.

—Verás, se presentaron en mi casa y… —comenzó Tata Ogg.

—No me lo digas. Deja que lo adivine —dijo Yaya. Salió de la cabaña e inspeccionó al trío—. Vaya, vaya, vaya. Caramba, caramba. Tres chicas que quieren ser brujas, ¿he acertado? —Su voz pasó al falsete—. Oh, por favor, señora Ogg, nos hemos dado cuenta de que estábamos equivocadas y queremos aprender brujería como es debido. ¿Sí?

—Sí. Algo por el estilo —dijo Tata—. Pero…

—Estamos hablando de brujería —repuso Yaya Ceravieja—. Esto no es… no es un campeonato de canicas, caramba. Oh, pobrecita de mí.

Anduvo a lo largo de la corta fila de temblorosas muchachas.

—¿Cómo te llamas, jovencita?

—Magenta Frottidge, señora.

—Apuesto a que tu mamá no te llama así, ¿verdad?

Magenta se miró los pies.

—Ella me llama Violeta, señora.

—Bueno, el violeta es mejor color que el magenta —dijo Yaya—. Quieres ser un poquito misteriosa, ¿eh? ¿Quieres que la gente piense que tienes buena mano para lo oculto? ¿Puedes hacer magia? Tu amiga te ha enseñado unas cuantas cosillas, ¿verdad? Haz que se me caiga el sombrero.

—¿Qué, señora?

Yaya Ceravieja retrocedió y se dio la vuelta.

—Haz que se me caiga el sombrero. No estoy tratando de impedírtelo. Adelante.

Magenta-bordeando-el-Violeta pasó rápidamente al rosa.

—Bien… la verdad es que nunca he conseguido cogerle el tranquillo a eso de la psico-cosa…

—Oh, vaya. Bueno, veamos qué son capaces de hacer las demás… ¿Y tú quién eres, muchacha?

—Amanita, señora.

—Pero qué nombre tan bonito. Veamos qué eres capaz de hacer.

Amanita miró nerviosamente en derredor.

—Yo, eh, no creo que pueda mientras usted me esté mirando… —comenzó.

—Qué pena. ¿Y tú, la del extremo?

—Agnes Nitt —dijo Agnes, que captaba las ideas más deprisa que las otras dos y ya se había dado cuenta de que insistir en Perdita no serviría de nada.

—Bien, adelante. Inténtalo.

Agnes se concentró.

—Oh, pobrecita de mí —dijo Yaya—. Y sigo teniendo el sombrero en la cabeza. Enséñales cómo se hace, Gytha.

Tata Ogg suspiró, cogió un trozo de rama caída y lo lanzó contra el sombrero de Yaya. Yaya cogió la rama al vuelo.

—Pero, pero… Usted dijo que teníamos que usar magia… —comenzó Amanita.

—No, no lo dije —replicó Yaya.

—Pero eso podría haberlo hecho cualquiera —dijo Magenta.

—Sí, pero no se trata de eso —dijo Yaya—. Lo que importa es que no lo hicisteis. —Sonrió, lo que era poco habitual en ella—. Mirad, no quiero ser mala con vosotras. Sois jóvenes. El mundo está lleno de cosas que podríais estar haciendo. No queréis ser brujas. No si sabéis lo que eso significa. Y ahora marchaos. Volved a casa. No probéis con lo paranormal hasta que no sepáis qué es normal. Venga. Largo de aquí.

—¡Pero eso no es más que un truco! ¡Es lo que dijo Diamanda! Lo único que hace es usar las palabras y los trucos… —protestó Magenta.

Yaya levantó una mano.

En los árboles, los pájaros dejaron de cantar.

—¿Gytha?

Tata Ogg se llevó las manos al ala del sombrero en un gesto defensivo.

—Esme, oye, este sombrero me ha costado dos dólares…

El retumbar pudo oírse en todo el bosque.

Trocitos de forro de sombrero cayeron lentamente del cielo.

Yaya dirigió el dedo hacia las chicas, que trataron de apartarse de él.

—Y ahora —dijo—, ¿por qué no vais a ver a vuestra amiga? Se quedó hecha polvo. Probablemente no se siente muy feliz. No es momento de dejar abandonada a la gente.

Las chicas seguían mirándola. Su dedo parecía fascinarlas.

—Acabo de pediros que os vayáis a casa. Empleando un tono de voz de lo más razonable. ¿Queréis que grite?

Se volvieron y echaron a correr.

Tata Ogg pasó la mano por el agujero que había en el ala de su sombrero y lo contempló con expresión abatida.

—Tardé siglos en preparar esa cura para el cerdo —masculló—. Necesitas ocho clases distintas de hojas. Hojas de álamo, hojas de hierba lombriguera, hojas de Pantalones del Abuelo… Pasé un día entero recogiéndolas. Después de todo, las hojas no crecen en los árboles y…

Yaya Ceravieja estaba contemplando a las chicas mientras estas desaparecían en la lejanía.

Tata Ogg se calló. Luego dijo:

—Como en los viejos tiempos, ¿eh? Me acuerdo de cuando tenía quince años y me planté delante de la vieja Sedis Pectiva y entonces ella, con esa voz que tenía, me dijo: «¿Que quieres ser una qué», y yo me asusté tanto que casi me…

—Yo nunca me planté delante de nadie —dijo Yaya Ceravieja como si hablara desde muy lejos—. Acampé en el jardín de la vieja Tata Tumulto hasta que prometió contarme todo lo que sabía. Ja. Necesitó una semana y yo tenía las tardes libres.

—¿Quieres decir que no fuiste Elegida?

—¿Yo? No. Yo elegí —dijo Yaya. La cara que volvió hacia Tata Ogg tardaría mucho tiempo en ser olvidada por esta—. Yo elegí, Gytha Ogg. Y quiero que sepas una cosa: nunca he lamentado nada. Nunca he lamentado ni una sola de las cosas que he hecho. ¿Comprendido?

—Si tú lo dices, Esme.

¿Qué es la magia?

Está la explicación de los magos, la cual adopta dos formas, dependiendo de los años que tenga el mago. Los magos de mayor edad hablan de velas, círculos, planetas, estrellas, plátanos, cánticos, runas y la importancia de comer en abundancia un mínimo de cuatro veces al día. Los magos más jóvenes, en particular los que están muy pálidos y pasan la mayor parte del tiempo en el edificio de Magia de Altas Energías,[16] te sueltan interminables discursos sobre las fluctuaciones en la naturaleza mórfica del universo, la cualidad esencialmente transitoria de incluso el marco espacio-temporal más rígido, la implausibilidad de la realidad, y etcétera etcétera. Lo que quieren decir con eso es que han dado con algo muy interesante y se van inventando la física a medida que progresan…

Ya casi era medianoche. Diamanda corría colina arriba hacia los Danzarines, con los espinos y el brezo desgarrándole el vestido.

La humillación rebotaba locamente dentro de su cráneo. ¡Estúpidas viejas taimadas! ¡Y la gente también era estúpida! Diamanda había ganado. ¡De acuerdo con las reglas, había ganado! Pero todos se habían reído de ella.

Eso escocía. El recuerdo de aquellos rostros estúpidos, todos sonriendo. Y todos se habían puesto de parte de aquellas horribles viejas, que no tenían ni idea del significado de la brujería y de lo que esta podía llegar a ser.

Bueno, ya les enseñaría.

Delante de ella, los Danzarines alzaban sus oscuras moles contra las nubes bañadas por la luna.

Tata Ogg miró debajo de su cama por si acaso había un hombre allí. Siempre puedes tener un golpe de suerte inesperado, ¿no?

Se acostaría temprano. Había sido un día muy ajetreado. Junto a su cama había un recipiente de caramelos hervidos y un botellón del fluido transparente que salía del complicado alambique que Tata había instalado detrás del cobertizo de la leña. No era exactamente whisky, y tampoco exactamente ginebra, pero tenía exactamente 90°, y consolaba muchísimo durante aquellos momentos de zozobra que en ocasiones se presentaban alrededor de las tres de la madrugada, cuando despertabas de pronto y habías olvidado quién eras. Después de un vaso de aquel líquido transparente seguías sin acordarte de quién eras, pero eso ya no te preocupaba porque habías pasado a ser otra persona.

Ahuecó las cuatro almohadas, mandó a un rincón sus zapatillas peludas de una patada y se subió las mantas por encima de la cabeza, creando una pequeña, cálida y ligeramente rancia cueva. Chupó un caramelo hervido; Tata solo conservaba un diente y este llevaba muchos años aguantando todo lo que su propietaria le lanzaba, así que una golosina a la hora de acostarse no iba a desgastarlo demasiado.

Segundos después una sensación de presión encima de sus pies indicó que el gato Greebo había ocupado su lugar acostumbrado al extremo del lecho. Greebo siempre dormía en la cama de Tata, y por la mañana, la manera en que trataba de sacarte afectuosamente los globos oculares resultaba tan eficaz como un despertador. Pero Tata siempre dejaba una ventana abierta por si Greebo, pobrecito mío, quería salir a destripar algo.

Bueno, bueno. Elfos. (En todo caso, no podían oírte decir la palabra dentro de tu cabeza. Al menos mientras no estuvieran muy cerca.) Tata había creído que ya nunca volverían a verlos. ¿Cuánto tiempo hacía? A las brujas no les gustaba hablar de ello, porque habían cometido un gran error con los elfos. Al final se dieron cuenta de lo que eran realmente, por supuesto, pero por los pelos. Y en aquel entonces había un montón de brujas. Consiguieron detenerlos una y otra vez, haciendo que la vida en este mundo se volviera demasiado caliente para ellos. Los combatieron con el hierro. Nada élfico podía resistir el hierro. Los cegaba, o algo por el estilo. No solo los ojos, sino por entero.

Autore(a)s: