Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Miró Larga Galería abajo. Lo más destacable de ella, lo que hacía que llamara tanto la atención y lo primero en que se fijaba todo el mundo apenas la veía, era el hecho de que era realmente muy larga. Compartía ciertos rasgos característicos con la Gran Sala y las Mazmorras Profundas. Su nombre la describía a la perfección. Y sería, como hubiese dicho Tata Ogg, condenadamente jodida de enmoquetar.

—¿Por qué? ¿Por qué un castillo en Lancre? —dijo Magrat, más para sí misma que otra cosa, porque hablar con Millie era como hablar con uno mismo—. Nunca nos hemos peleado con nadie. Aparte de delante de la taberna los sábados por la noche.

—No sé qué decirle, señora, se lo aseguro —dijo Millie.

Magrat suspiró.

—¿Dónde está el rey hoy?

—Inaugurando el Parlamento, señora.

—¡Ja! ¡El Parlamento!

El cual había sido otra de las ideas de Verence. Había tratado de introducir la democracia efebiana en Lancre, otorgando el voto a todo el mundo, o por lo menos a todas las personas «que tegnan buena fama y mejor reputación y sean varones y hayan cumplido cuarenta años y posean una cusa
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que valga más de tres cabras y media al año»,
porque tampoco hay que dejarse arrastrar por el entusiasmo y no tendría ningún sentido dar el voto a personas que fueran pobres o criminales o dementes o hembras, ya que lo único que sabrían hacer con él sería usarlo irresponsablemente. Funcionaba, más o menos, aunque los Miembros del Parlamento solo comparecían cuando les apetecía hacerlo y en cualquier caso nadie tomaba nota de nada y, además, nadie discrepaba de lo que se le ocurriera decir a Verence porque Verence era el rey. ¿Para qué quieres tener un rey, pensaban, si tienes que gobernarte a ti mismo? Un rey debería hacer su trabajo, aunque no supiera escribir correctamente. ¿O acaso alguien le pedía al rey que ordeñara vacas o techara cabañas?

—Me aburro, Millie. Me aburro, me aburro, me aburro. Voy a dar un paseo por los jardines.

—¿Traigo a Shawn con la trompeta?

—No si quieres seguir viviendo.

No todos los jardines habían sucumbido a los experimentos agrícolas. Estaba el herbario, por ejemplo. A los ojos de experta de Magrat se trataba de un herbario bastante pobre, ya que solo contenía plantas que dieran sabor a la comida. Y en lo concerniente a eso, el repertorio de la señora Ascórbica se terminaba en la menta y la salvia. No había ni un solo tallo de verbena, milenrama o Pantalones del Abuelo en ningún rincón del herbario.

Y luego estaba el famoso laberinto o, al menos, lo que sería un laberinto muy famoso. Verence lo había plantado porque había oído decir que un castillo digno de tal nombre tenía que contar con un laberinto, y todo el mundo estaba de acuerdo en que, una vez los arbustos estuvieran un poco más altos que su palmo actual, sería un laberinto de lo más famoso y la gente podría perderse en él sin tener que cerrar los ojos y andar agachada.

Magrat vagó con desconsuelo por el sendero de gravilla, con su enorme vestido blanco dejando una lisa estela detrás de ella.

De pronto se oyó un alarido al otro lado del seto, pero Magrat reconoció la voz. En el castillo de Lancre había ciertas tradiciones que ya había aprendido.

—Buenos días, Hodgesaargh —dijo.

El halconero del castillo dobló la esquina, limpiándose la cara con un pañuelo. En su otro brazo, las garras aferrándose a él como un instrumento de tortura, había un ave de presa. Unos malévolos ojos rojizos miraron fijamente a Magrat por encima de un pico afilado como una navaja de afeitar.

—Tengo un nuevo halcón —anunció Hodgesaargh con orgullo—. Es un halcón coronado de Lancre. Nunca habían sido domesticados. Lo estoy domesticando. De momento ya he conseguido que deje de picotearme laaaaaaaaaaauuuuu…

Estrelló frenéticamente al halcón unas cuantas veces contra la pared hasta que este le soltó la nariz.

En realidad, Hodgesaargh no era su verdadero nombre. Por otra parte, y si partimos de la base de que el verdadero nombre de alguien es el que utiliza para presentarse a los demás, entonces sin duda se llamaba Hodgesaargh.

Eso era debido a que todos los halcones y gavilanes de las jaulas del castillo eran pájaros de Lancre, y por consiguiente poseían cierta independencia mental de la variedad «que te den por culo». Después de mucho tiempo de paciente crianza y adiestramiento, Hodgesaargh había conseguido que se soltaran de la muñeca de alguien, y ahora trataba de convencerlos de que dejaran de atacar ferozmente a la persona que los sostenía, es decir, invariablemente, a Hodgesaargh. A pesar de todo, el cetrero era un hombre jovial y optimista que vivía para el día en que sus halcones serían los más espléndidos del mundo. Los halcones vivían para el día en que por fin podrían comérsele la otra oreja.

—Ya veo que estás obteniendo excelentes resultados —dijo Magrat—. Aunque me pregunto si no responderían mejor a la crueldad, pongamos por caso.

—Oh, no, señorita —dijo Hodgesaargh—. Tienes que ser bueno con ellos. Verá, tienes que establecer un vínculo. Si no confían en ti, podríaaaagh…

—En ese caso, te dejo para que puedas seguir con lo tuyo, ¿eh? —dijo Magrat mientras el aire se llenaba de plumas.

Magrat no se había sorprendido demasiado cuando se enteró de que dentro de la cetrería existía una distinción de clases y sexos muy precisa: Verence, siendo rey, tenía derecho a usar un gerifalte, fuera lo que fuera esa cosa; cualquier conde de los alrededores podía lanzar al cielo un halcón peregrino, y los sacerdotes podían cazar con gavilanes. A los plebeyos solo les estaba permitido tirar un palo.[15] Magrat se encontró preguntándose qué se le permitiría utilizar a Tata Ogg: una gallinita atada a un cordel, probablemente.

No había ningún halcón específico para una bruja, pero, en tanto que reina, las reglas de cetrería de Lancre permitían que Magrat empleara al bufalcón o Barbudo Timorato. Este era pequeño y miope, y prefería ir a los sitios andando antes que volando. Se desmayaba en cuanto veía un poco de sangre. Y veinte bufalcones trabajando en equipo podían cazar una paloma, con tal que esta se encontrara gravemente enferma. Magrat había pasado una hora con uno en la muñeca. El bufalcón le había dirigido unos cuantos jadeos entrecortados, después de lo cual acabó quedándose dormido con la cabeza apuntando hacia abajo.

Pero Hodgesaargh al menos tenía un trabajo que hacer. El castillo estaba lleno de gente que hacía cosas. Todo el mundo tenía algo útil que hacer excepto Magrat. Ella solo tenía que existir. Por supuesto que todo el mundo le hablaba, con tal que ella les hablara primero. Pero Magrat siempre estaba interrumpiendo algo importante. Aparte de asegurar la sucesión real, una cuestión sobre la que Verence había pedido que le mandaran un libro que hablaba de ella, Magrat…

—No te muevas de donde estás, muchacha. Te aseguro que no quieres acercarte más —dijo una voz.

Magrat se encrespó.

—¿Muchacha? ¡Da la casualidad de que una se encuentra muy próxima a tener sangre real en virtud del matrimonio!

—Puede, pero eso las abejas no lo saben —dijo la voz.

Magrat se detuvo.

Había ido más allá de lo que eran los jardines desde el punto de vista de la familia real para entrar en lo que eran los jardines desde el punto de vista de todos los demás, más allá del mundo de los setos, topiarios y herbarios para adentrarse en el mundo de los viejos cobertizos, montones de macetas, abono y, solo allí, colmenas.

Una de las colmenas tenía la tapa quitada. Junto a ella, en el centro de una nube marrón y fumando su pipa especial para las abejas, se encontraba el señor Brooks.

—Oh —dijo Magrat—. Es usted, señor Brooks.

Técnicamente, el señor Brooks era el Apicultor Real. Pero la relación era un tanto cautelosa. Para empezar y aunque la mayor parte del personal era llamado por su apellido a secas, el señor Brooks compartía con la cocinera y el mayordomo el privilegio de gozar de un tratamiento honorífico. Eso se debía a que el señor Brooks poseía poderes secretos. El fluir de la miel y el apareamiento de las reinas no tenían secretos para él. Entendía de enjambres, y sabía cómo destruir nidos de avispas. Eso le granjeaba la clase de respeto generalizado de que son objeto aquellos, como las brujas y los herreros, cuyas responsabilidades no pertenecen por entero al mundo de lo prosaico y cotidiano; aquellas personas que, de hecho, saben cosas que los demás no saben acerca de cosas de las que nadie tiene ni idea. Y generalmente te lo encontrabas haciendo algo complicado con las colmenas, recorriendo el reino en pos de un enjambre, o fumando su pipa en su cobertizo secreto que olía a miel vieja y veneno para avispas. Nadie ofendía al señor Brooks, a menos que quisiera encontrarse con enjambres en su retrete mientras el señor Brooks reía con su risita cascada en el cobertizo.

El Apicultor Real volvió a tapar la colmena con cuidado y se apartó de ella. Unas cuantas abejas escaparon de los agujeros que había en su velo.

—Buenas tardes, excelencia —se dignó a decir finalmente.

—Hola, señor Brooks. ¿Qué estaba haciendo?

El señor Brooks abrió la puerta de su cobertizo secreto y hurgó dentro de él.

—Están tardando en enjambrar —dijo—. Les estaba echando un vistazo, nada más. ¿Te apetece una taza de té, muchacha?

No se podía ser ceremonioso con el señor Brooks. Trataba a todo el mundo como un igual o, más a menudo, como a alguien ligeramente inferior; lo que quizá derivase de reinar sobre millares de seres cada día. Pero al menos Magrat podía hablar con él. El señor Brooks siempre le había parecido lo más aproximado a una bruja que se podía llegar a ser conservando la masculinidad.

El cobertizo estaba repleto de trocitos de colmena, misteriosos instrumentos de tortura para extraer miel, recipientes viejos, y un hornillo encima del que una tetera bastante mugrienta humeaba al lado de una enorme sartén.

El señor Brooks interpretó el silencio de Magrat como una aceptación, y llenó dos tazones.

—¿Es de hierbas? —preguntó Magrat con voz temblorosa.

—Que me aspen si lo sé. Lo he hecho con unas hojas marrones que he sacado de una lata.

Magrat contempló dubitativamente el interior de un tazón que el tanino puro estaba manchando de marrón. Pero no desfalleció. Sabía que una de las cosas que debía hacer una reina era conseguir que Los Plebeyos Se Sintieran Como En Su Casa. Trató de pensar en alguna pregunta para entablar conversación.

—Tiene que ser muy interesante, eso de cuidar abejas —dijo.

—Sí. Lo es.

—Una suele preguntarse…

—¿Qué?

—¿Cómo hace para ordeñarlas?

El unicornio merodeaba por el bosque. Se sentía ciego y fuera de lugar. Allí nada era como hubiese debido ser. En vez de arder con todos los colores de la aurora, el cielo era azul. Y el tiempo estaba transcurriendo. Para una criatura que no había nacido sujeta al tiempo, era una sensación parecida a la de estar cayendo.

Y además, podía sentir a su señora dentro de su cabeza. Lo cual era todavía peor que el paso del tiempo.

En resumen, que estaba loco.

Magrat se había quedado boquiabierta.

—Creía que las reinas nacían —dijo.

—Oh, no —dijo el señor Brooks—. No hay huevos de reina. Las abejas simplemente deciden alimentar a una de ellas como a una reina, y entonces le dan de comer jalea real.

—¿Y qué pasa si no se la dan?

—Entonces se convierte en una obrera corriente, excelencia —dijo Brooks, con una sonrisa sospechosamente republicana.

Por fortuna para ella, pensó Magrat.

—Así que ya tienen a una nueva reina. Bueno, ¿y entonces qué le ocurre a la vieja?

—Normalmente la vieja reina enjambra —dijo Brooks—. Alza el vuelo y se lleva a una parte de la colonia con ella. Debo de haber visto mil enjambres. Eso sí, nunca he visto un enjambre real.

—¿Qué es un enjambre real?

—No estoy seguro. Sale en algunos de los viejos libros sobre abejas. Un enjambre de enjambres. Dicen que es algo digno de verse —murmuró con melancolía—. Claro que —añadió enderezándose— la verdadera diversión empieza si hace mal tiempo y la vieja reina no puede enjambrar, ¿comprendes? —Su mano describió un sigiloso movimiento circular—. Lo que ocurre entonces es que las dos reinas, la vieja y la nueva, ya sabes, que las dos reinas empiezan a acecharse la una a la otra entre los panales, con la lluvia tamborileando sobre la colmena, y toda la actividad habitual de la colmena teniendo lugar alrededor de ellas… —movió las manos gráficamente y Magrat se inclinó hacia adelante— entre los panales, con todos los zánganos zumbando, y cada reina es consciente en todo momento de la presencia de la otra, porque puede sentirla, sabes, y de pronto se divisan la una a la otra y entonces…

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