Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Se estiró hacia adelante hasta apoyar los pies en el tesorero.

—Qué raro —dijo—. Ni siquiera me acuerdo de su nombre. ¡Ja! Cuando empezaba a correr, podía dejar atrás a un caballo…

—¡Arrodillaos y entregadlo todo!

La diligencia se detuvo con una última sacudida.

Ridcully abrió un ojo.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó.

Ponder despertó bruscamente de un sueño de labios como arroyos de montaña y miró por la ventanilla.

—Creo que es un salteador de caminos muy pequeñito.

El cochero bajó los ojos hacia la figura que había en el camino. Entre lo ancha que era el ala de su sombrero y lo diminuto de su cuerpo, la verdad era que no se podía ver gran cosa desde aquel ángulo. Era como contemplar una seta muy bien vestida en la que hubiera una pluma.

—Os pido disculpas por esto —dijo el salteador de caminos muy pequeñito—, pero el caso es que ando un poco corto.

El cochero suspiró y dejó las riendas en el pescante. Los atracos apropiadamente ejecutados por el Gremio de Bandidos eran una cosa, pero no estaba dispuesto a dejarse amenazar por un forajido que le llegaba a la cintura y ni siquiera tenía una ballesta.

—Bastardo insignificante —dijo—. Te voy a hacer puré.

Entrecerró los ojos, tratando de ver mejor.

—¿Qué es eso que llevas en la espalda? ¿Una joroba?

—Ah, te has fijado en la escalerilla —dijo el salteador de caminos muy pequeñito—. Permite que te haga una demostración…

—¿Qué está pasando? —preguntó Ridcully desde la diligencia.

—Hum, un enano acaba de subirse a una escalerilla y ha derribado al cochero de una patada —dijo Ponder.

—Eso es algo que no se ve todos los días —dijo Ridcully, que parecía haberse puesto muy contento—. Hasta ahora el viaje ha resultado bastante aburrido.

—Ahora viene hacia nosotros.

—Oh, estupendo.

El salteador pasó por encima del cuerpo gimiente del cochero y fue hacia la puerta de la diligencia, arrastrando su escalerilla.

Abrió la puerta.

—Vuestro dinero o, lamento decirlo, vuestra…

Un chorro de fuego octarino le arrancó el sombrero de la cabeza. La expresión del enano no cambió.

—Me pregunto si se me permitiría expresar de otra manera mis exigencias.

Ridcully se encaró con aquel desconocido elegantemente vestido y lo miró de arriba abajo o, mejor dicho, de abajo a más abajo.

—No pareces un enano —dijo—. Aparte de por la altura, claro.

—¿Aparte de por la altura no parezco un enano?

—Entre otras deficiencias, echo a faltar el casco y las botas de hierro —dijo Ridcully.

El enano se inclinó y extrajo un pequeño rectángulo de papel acartonado de una manga no muy limpia pero envuelta en encajes.

—Mi tarjeta —dijo.

Decía:

Ponder miró por encima del hombro de Ridcully.

—¿De verdad eres un mentiroso profesional?

—No.

—¿Y entonces por qué intentas asaltar diligencias?

—Me temo que caí en una emboscada tendida por unos bandidos.

—Pero aquí pone que eres un soberbio espadachín —dijo Ridcully.

—Me superaban en número.

—¿Cuántos eran?

—Tres millones.

—Sube —dijo Ridcully.

Casavieja metió su escalerilla en la diligencia y luego escrutó la penumbra.

—¿Eso que hay ahí dentro es un simio dormido?

—Sí.

El Bibliotecario abrió un ojo.

—¿Y qué pasa con el olor?

—Oh, a él no le importará.

—¿No crees que deberías pedirle disculpas al cochero? —preguntó Ponder.

—No, pero si él quiere podría patearlo más fuerte.

—Y ese es el tesorero —dijo Ridcully, señalando la prueba B, que estaba durmiendo el sueño de quienes acaban de atizarse una sobredosis cuasiterminal de píldoras de extracto de rana—. Eh, ¿tesorero? ¿Tesoreroooooo? Está fuera de combate. Mételo debajo del asiento. ¿Sabes jugar a Mutilar al Señor Cebolla?

—No muy bien.

—¡Magnífico!

Media hora después, Ridcully debía ocho mil dólares de Ankh-Morpork al enano.

—Pero si lo hice poner en mi tarjeta de visita —señaló Casa-vieja—. Mentiroso profesional. Ahí está.

—¡Sí, pero pensé que estabas mintiendo!

Ridcully suspiró y, para asombro de Ponder, extrajo una bolsa llena de monedas de algún recoveco interior. Las monedas eran grandes y tenían un aspecto sospechosamente dorado y realista.

Casavieja quizá fuera un soldado de fortuna libidinoso por profesión, pero también era un enano por genética, y hay ciertas cosas que los enanos simplemente saben.

—Hmmm —dijo—. Oye, ¿en tu tarjeta de visita no pondrá «mentiroso profesional» por casualidad?

—¡No! —dijo Ridcully con vehemencia.

—Verás, es que puedo reconocer el dinero de chocolate en cuanto lo veo.

—Saben —dijo Ponder mientras la diligencia se bamboleaba a lo largo de un desfiladero—, esto me recuerda el famoso acertijo lógico.

—¿Qué acertijo lógico? —preguntó el archicanciller.

—Bueno —dijo Ponder, sintiéndose gratificado por la atención—, al parecer había un hombre que tenía que escoger entre dos puertas, al parecer, y el guardia de una puerta siempre decía la verdad y el de la otra puerta siempre decía una mentira, y el problema era que detrás de una de las puertas había una muerte segura, y detrás de la otra había la libertad, y el hombre no sabía qué guardia era cuál, y solo podía hacerles una pregunta, así que: ¿qué les preguntó?

La diligencia salvó un bache. El Bibliotecario se dio la vuelta en sueños.

—A mí me suena al tipo de cosa que se podría esperar de Hargon, Gran Señor Psicótico de Quirm —dijo Ridcully tras unos momentos.

—Exacto —dijo Casavieja—. Le encantaba gastar esa clase de bromas pesadas. Cuántos estudiantes puedes meter dentro de una Doncella de Hierro, ese tipo de cosas.

—Así que todo eso ocurrió en su palacio, ¿eh? —dijo Ridcully.

—¿Qué? No lo sé —dijo Ponder.

—¿Y por qué no lo sabe? Parece enterado de todo lo demás.

—No creo que ocurriera en ningún sitio. Es un acertijo.

—Un momento, un momento —dijo Casavieja—. Me parece que ya lo he resuelto. Una pregunta, ¿no?

—Sí —dijo Ponder, aliviado.

—¿Y el hombre puede preguntar a cualquiera de los guardias?

—Sí.

—Bueno, pues en ese caso va hacia el guardia más bajito y dice: «Dime cuál es la puerta que lleva a la libertad si no quieres ver el color de tus riñones, y, por cierto, entraré por ella yendo detrás de ti, así que si intentas ganar el Premio al Señor Listo, acuérdate de quién va a entrar primero».

—¡No, no, no!

—Pues a mí me suena muy lógico —dijo Ridcully—. Eso sí que es saber pensar.

—¡Pero es que no tienes ninguna arma!

—Sí que la tengo. Se la quité al guardia mientras estaba pensando cómo iba a responder a la pregunta —dijo Casavieja.

—Muy astuto —dijo Ridcully—. Y eso sí es pensar con lógica, señor Stibbons. Podría aprender mucho de este hombre…

—… enano…

—… lo siento, enano. Él no pierde el tiempo hablando de universos parásitos.

—¡Paralelos! —replicó con sequedad Ponder, quien había desarrollado la intensa sospecha de que Ridcully lo estaba entendiendo mal deliberadamente.

—¿Y entonces cuáles son los parásitos?

—¡No hay ningún parásito! Le aseguro que no hay parásitos, archicanciller.[13] Universos paralelos, he dicho. Universos en los que cosas que no ocurrieron, como por ejemplo… —Titubeó—. Bueno, como esa chica.

—¿Qué chica?

—La chica con la que usted quería casarse.

—¿Cómo se ha enterado de eso?

—Estuvo hablándonos de ella después de almorzar.

—¿De veras? No hubiese tenido que hacerlo. Bien, ¿y qué pasa con ella?

—Bueno… En cierta manera sí se casó con ella —dijo Ponder.

Ridcully meneó la cabeza.

—Nanay. Estoy seguro de que no lo hice. Uno se acuerda de esa clase de cosas.

—Ah, pero no en este universo…

El Bibliotecario abrió un ojo.

—¿Está sugiriendo que me fugué a otro universo para casarme? —preguntó Ridcully.

—¡No! Lo que quiero decir es que en ese universo usted se casó y que en este no se casó —dijo Ponder.

—¿Me casé? ¿En serio? ¿Con una ceremonia como es debido y todo lo demás?

—¡Sí!

—Hmmm. —Ridcully se acarició la barba—. ¿Está seguro?

—Segurísimo, archicanciller.

—¡Caramba! Pues no me había enterado.

Ponder tenía la sensación de que por fin estaba llegando a alguna parte.

—Así que…

—¿Sí?

—¿Por qué no me acuerdo?

Ponder ya estaba preparado.

—Porque el usted del otro universo es distinto al usted de aquí —dijo—. El que se casó era un usted distinto, y probablemente ahora ya ha echado raíces en algún sitio. A estas alturas seguramente ya es bisabuelo.

—Nunca escribe, eso sí lo sé —dijo Ridcully—. Y el muy bastardo nunca me invitó a la boda.

—¿Quién?

—Él.

—¡Pero si él es usted!

—¿De veras? ¡Ja! Pues siendo yo tendría que acordarse de mí, ¿no le parece? ¡Menudo bastardo está hecho!

No se trataba de que Ridcully fuera estúpido. Los magos estúpidos de verdad tienen la esperanza de vida de un martillo de cristal. Ridcully tenía un intelecto poderoso, pero su clase de potencia era la misma que la de una locomotora y además su intelecto corría sobre raíles, por lo que resultaba casi imposible desviarlo de su rumbo.

Y por supuesto que existen los universos paralelos, aunque en este caso «paralelo» difícilmente sea la palabra apropiada: los universos revolotean unos alrededor de otros, describiendo círculos y espirales como si fueran una máquina de coser enloquecida o un escuadrón de yossarianos con un problema en el oído medio.

Y se ramifican. Pero, y esto es importante, no todo el tiempo. Al universo le importa un pimiento que pises una mariposa. Hay montones de mariposas más. Los dioses quizá noten la caída de un gorrión, pero no hacen ningún esfuerzo por cogerlo antes de que se estrelle contra el suelo.

¿Pegarle un tiro al dictador y evitar la guerra? Pero el dictador no es más que la punta de toda esa llaga infectada llena de pus social de la cual emergen los dictadores, y si le pegas un tiro a uno enseguida tendrás otro. ¿Pegarle un tiro también? ¿Y por qué no pegarle un tiro a todo el mundo e invadir Polonia? Dentro de cincuenta, treinta, diez años el mundo ya casi habrá regresado a su antiguo curso. La historia siempre carga con un gran peso de inercia.

Casi siempre…

En el tiempo del círculo, cuando los muros que separan esto de aquello se van volviendo cada vez más delgados, cuando tienen lugar toda clase de extrañas filtraciones… Ah, entonces se escoge entre una y otra opción, entonces el universo puede ser impulsado hacia otra pernera de los sobradamente conocidos Pantalones del Tiempo.

Pero también existen lagunas de aguas estancadas, universos que han quedado aislados del pasado y del futuro. Esos universos tienen que robar pasados y futuros de otros universos, porque su única esperanza es cebarse en los universos dinámicos mientras estos atraviesan por el período frágil, de la misma manera en que el pez rémora se agarra a un tiburón que pasaba por ahí. Esos son los universos parásitos y, cuando los círculos de la cosecha cubren el suelo como gotas de lluvia, entonces tienen su oportunidad…

El castillo de Lancre era mucho más grande de lo que hubiera sido necesario. Después de todo, tampoco se trataba de que Lancre hubiese necesitado ser más grande en algún momento del pasado: montañas inhóspitas lo rodeaban por tres lados, y un precipicio más o menos cortado a pico ocupaba el lugar donde habría estado el cuarto lado si en él no hubiera habido un precipicio. Que los lancrianos supieran, las montañas no pertenecían a nadie. No eran más que montañas.

El castillo estaba por todas partes. Nadie sabía hasta dónde llegaban los sótanos.

Actualmente todo el mundo vivía en las torretas y los salones más cercanos a la puerta.

—Quiero decir que, bueno, fíjate en los almenajes —dijo Magrat.

—¿Los qué, señora?

—Esa parte de las murallas toda recortada por arriba. Desde ahí podrías mantener a raya a todo un ejército.

—Los castillos sirven para eso, ¿no, señora?

Magrat suspiró.

—Lo que quiero decir es que ahí arriba no hay nadie con quien luchar. Ni siquiera los trolls podrían venir por las montañas, y quien venga por el camino está pidiendo una roca en la cabeza. Además, basta con que cortes el puente de Lancre.

—No sé qué decirle, señora. Supongo que los reyes han de tener castillos.

—¿Es que nunca te preguntas por qué se han hecho las cosas, muchacha estúpida?

—¿De qué sirve hacerlo, señora?

La he llamado muchacha estúpida, pensó Magrat. Esto de la realeza se me está empezando a pegar un poco.

—Oh, bueno —dijo—. ¿Por dónde íbamos?

—Vamos a necesitar dos mil metros del chintz azul con las florecitas blancas —dijo Millie.

—Y todavía no hemos medido ni la mitad de las ventanas —dijo Magrat, enrollando la cinta métrica.

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