—Ha sido maravilloso —dijo la señora Quarney, la esposa del tendero—. Todo el pueblo la ha vitoreado. Lo que se dice una auténtica cualidad mífica.
Estaban en la sala trasera de la taberna. Yaya Ceravieja yacía sobre un banco con una toalla mojada cubriéndole la cara.
—Sí lo fue, ¿verdad? —dijo Magrat.
—Todo el mundo dice que esa chica se quedó sin una pierna que la sostuviera.
—Sí —dijo Magrat.
—Tuvo que largarse con la nariz en cabestrillo, como se suele decir.
—Sí —dijo Magrat.
—¿El pequeño se encuentra bien?
Todos miraron a Pewsey, que estaba sentado en un rincón dentro de un sospechoso charco en el suelo con una bolsita de caramelos y un círculo pegajoso alrededor de la boca.
—No le ha pasado nada —dijo Tata Ogg—. Solo tiene un poquito de insolación. Chilla como un demonio por cualquier cosa, bendito sea —dijo orgullosamente, como si aquello fuera alguna clase de raro talento.
—¿Gytha? —llamó Yaya desde debajo de la toalla.
—¿Sí?
—Ya sabes que no suelo tocar los licores fuertes, pero en alguna ocasión te he oído mencionar el uso del coñac con fines medicinales.
—Marchando.
Yaya levantó la toalla y clavó un ojo en Magrat.
—Buenas tardes, pre-majestad —dijo—. ¿Has venido a ser majestuosa conmigo?
—Has estado muy bien —dijo Magrat fríamente—. ¿Podría hablar un momento contigo, Ta… con usted, señora Ogg? ¿Fuera?
—Por supuesto, reina mía —dijo Tata.
Una vez en el callejón, Magrat se volvió hacia ella con la boca abierta.
—Tú…
Tata levantó la mano.
—Ya sé lo que vas a decir. Pero el pequeñín no corría ningún peligro.
—Pero tú…
—¿Yo? —dijo Tata—. Yo apenas hice nada. Ellas no sabían que Pewsey iba a entrar corriendo en el círculo, ¿verdad? Las dos reaccionaron tal como lo hubiesen hecho normalmente, ¿verdad? Se ha hecho justicia.
—Bueno, en cierta manera sí, pero…
—Nadie hizo trampa —dijo Tata.
Magrat se sumió en un silencio pensativo. Tata le dio una palmadita en el hombro.
—Entonces no le dirás a nadie que viste cómo le enseñaba la bolsita de caramelos al pequeñín, ¿verdad? —preguntó a continuación.
—No, Tata.
—Esta es mi futura reina.
—¿Tata?
—¿Sí, querida?
Magrat respiró hondo.
—¿Cómo supo Verence cuándo íbamos a volver?
Magrat tuvo la impresión de que Tata se lo pensaba unos segundos de más antes de responder.
—No sabría decírtelo —respondió al cabo—. Cuidado, que los reyes siempre han sido un poquito mágicos. Pueden curar la caspa y ese tipo de cosas. Probablemente despertó una mañana y sintió un cosquilleo en su prerrogativa real.
El problema con Tata Ogg era que siempre parecía estar mintiendo. Tata Ogg mantenía una actitud muy pragmática hacia la verdad: la decía si era conveniente decirla y no podía perder el tiempo inventándose algo más interesante.
—Supongo que estarás muy ocupada ahí arriba, ¿verdad? —dijo.
—A una le está yendo estupendamente, gracias —dijo Magrat, con lo que esperaba fuese majestuosa altivez.
—¿A cuál? —preguntó Tata.
—¿A cuál qué?
—¿Cuál es esa una a la que le está yendo estupendamente?
—¡Yo!
—Pues entonces tendrías que haberlo dicho —dijo Tata, poniendo cara de póquer—. Lo importante es mantenerse ocupada, créeme.
—Verence sabía que íbamos a regresar —dijo Magrat con firmeza—. Incluso había enviado las invitaciones. Oh, por cierto, hay una para ti…
—Lo sé, una la recibió esta mañana —dijo Tata—. Tiene el borde todo recortadito, dorados y no sé cuántas cosas más. ¿Quién es Repofé?
Magrat ya estaba acostumbrada a la peculiar visión del mundo que tenía Tata Ogg.
—RPF —dijo—. Significa Responda Por Favor, y quiere decir que deberías comunicarles si vas a asistir.
—Oh, desde luego que una asistirá, porque una no se lo perdería por nada del mundo. ¿Le ha enviado ya el Jason de una su invitación a una? No, claro. Nuestro Jason no es muy hábil con la pluma.
—¿Invitación a qué? —dijo Magrat, que empezaba a hartarse de tantas unas.
—¿Verence no te lo ha contado? —dijo Tata—. Es una obra especial que ha sido escrita especialmente para ti.
—Oh, sí —dijo Magrat—. El Entretenimiento.
—Exacto —dijo Tata—. Van a representarla la noche del solsticio de verano.
—Tratándose de esa noche, tiene que ser algo muy especial dijo Jason Ogg.
La puerta de la herrería había sido cerrada con llave. Dentro se hallaban los ocho miembros de la Cuadrilla de Danza Tradicional de Lancre, seis veces ganadores del Campeonato de Cuadrillas de Danza Tradicional de las Quince Montañas, los cuales estaban enfrentándose a una forma de arte totalmente nueva para ellos.[9]
—Me parece que vamos a hacer el ridículo —dijo Bestialismo Carretero, el único panadero de Lancre—. ¡Un vestido! ¡Espero que mi esposa no me vea!
—Aquí dice —dijo Jason Ogg con su enorme índice trazando un titubeante sendero a lo largo de la página— que es una herm-o-sa historia del amor que la Reina de las Hadas… esa eres tú, Bestialismo…
—Muchísimas gracias…
—… siente por un mortal. Más un inter-lu-dio hum-oríst-ico con Artesanos Cómicos…
—¿Qué es un artesano? —preguntó Tejedor, que se ganaba la vida techando cabañas.
—No sé. Algún tipo de pozo, supongo. —Jason se rascó la cabeza—. Sí. En las llanuras tienen unos cuantos. Hace tiempo reparé una bomba para uno. Pozos artesanos, eso.
—¿Qué tienen de cómico?
—¿No será que la gente se cae dentro de ellos de una manera graciosa?
—¿Por qué no podemos hacer un número de cuadrilla normal? —preguntó Obidiah Carpintero el sastre.[10]
—El baile de cuadrillas es para un día cualquiera —dijo Jason—. Tenemos que hacer algo cultural. Esto ha venido de Ankh-Morpork.
—Podríamos hacer la Danza del Palo y el Cubo —sugirió Carretero el panadero.
—Nadie volverá a ejecutar nunca más la Danza del Palo y el Cubo —dijo Jason—. El viejo señor Thrum todavía cojea, y eso que ya han pasado tres meses.
Tejedor el techador contempló su copia del libreto entornando los ojos.
—¿Y se puede saber quién cuernos es el mamón de Exeunt Oranes? —preguntó.
—Yo no estoy nada contento con mi parte —dijo Carpintero—. Es demasiado pequeña.
—Pues en ese caso compadezco a tu pobre esposa —repuso Tejedor automáticamente.
—¿Por qué? —preguntó Jason.[11]
—¿Y por qué tiene que haber un león? —quiso saber Panadero el tejedor.
—¡Porque es una obra! —dijo Jason—. ¡Si hubiera un… un asno, entonces nadie querría verla! No me imagino a la gente viniendo a ver una obra solo porque en ella sale un asno. ¡Esta obra ha sido escrita por un auténtico dramaturguero! Ja, me parece que ya lo estoy viendo: ¡un auténtico dramaturguero poniendo asnos en una obra! ¡Dice que está impaciente por saber cómo vamos saliendo adelante! ¡Y ahora callaos todos!
—Pues yo no me veo haciendo de la Reina de las Hadas gimió Bestialismo Carretero.[12]
—Ya le irás cogiendo el tranquillo —dijo Tejedor.
—Hombre, espero que no.
—Y tenéis que ensayar —dijo Jason.
—No hay espacio —dijo Techador el carretero.
—Bueno, pues no pienso hacerlo allí donde alguien pueda verme —dijo Bestialismo—. Seguro que la gente me verá aunque vayamos al rincón más perdido del bosque. ¡Yo llevando un vestido!
—Con tu maquillaje no te reconocerán —dijo Tejedor.
—¿Maquillaje?
—Sí, y tu peluca —dijo Sastre, el otro tejedor.
—De todas maneras tiene razón —dijo Tejedor—. Si vamos a hacer el ridículo de esa manera, no quiero que nadie me vea hasta que sepamos hacer el ridículo como es debido.
—En algún sitio que esté lejos de los caminos más frecuentados —dijo Techador el carretero.
—En el campo —dijo Calderero el calderero.
—Allí donde nadie va nunca —dijo Carretero.
Jason se rascó el rallador de queso que tenía por barbilla. Tenía que ocurrírsele algún sitio.
—¿Y quién hará de Exeunt Omnes? —preguntó Tejedor—. No tiene mucho que decir, ¿verdad?
La diligencia se bamboleaba sobre las monótonas llanuras. Las tierras que se extendían entre Ankh-Morpork y las Montañas del Carnero eran fértiles, bien cultivadas y aburridas, aburridas, aburridas. El viaje ensancha la mente. Aquel paisaje te la ensanchaba porque hacía que tu mente se te saliera por las orejas como si se hubiera convertido en un plato de gachas. Era la clase de paisaje en el que, si veías una figura lejana cortando nabos, te dedicabas a mirarla hasta que se perdía de vista por la sencilla razón de que el ojo no tenía nada más que hacer.
—Veo, veo… —dijo el tesorero— algo que empieza por… H.
—Oook.
—No.
—Horizonte —dijo Ponder.
—¡Lo ha adivinado!
—Por supuesto que lo he adivinado. Se supone que he de adivinarlo. Hemos tenido C por Cielo, N por Nabo, O por… por Oook, y no hay absolutamente nada más.
—Oiga, si lo va a adivinar todo entonces no pienso seguir jugando. —El tesorero se caló el sombrero hasta las orejas e intentó hacerse un ovillo encima del duro asiento.
—En Lancre habrá montones de cosas que ver —dijo el archicanciller—. El único trozo de terreno llano que tienen está en un museo.
Ponder no dijo nada.
—Yo solía pasar veranos enteros allí arriba —dijo Ridcully, y suspiró—. Saben… el caso es que las cosas podrían haber sido muy distintas.
Ridcully miró en derredor. Si te dispones a relatar un pasaje muy íntimo de tu historia personal, quieres estar seguro de que va a ser oído.
El Bibliotecario contemplaba el paisaje que oscilaba a su alrededor. No se encontraba de muy buen humor, algo que tenía mucho que ver con el nuevo collar azul claro para perros que le rodeaba el cuello y en el que se leía la palabra «PONGO». Alguien iba a sufrir por ello.
El tesorero estaba tratando de utilizar su sombrero de la misma manera en que una lapa utiliza su concha.
—Había una chica.
Ponder Stibbons, elegido por un destino cruel para ser el único que estaba escuchando, se sorprendió un poco. Era consciente de que, técnicamente hablando, incluso el archicanciller había sido joven alguna vez. Después de todo, era una mera cuestión de tiempo. El sentido común sugería que los magos no surgían de la nada teniendo setenta años y pesando más de cien kilos. Pero el sentido común necesitaba que se lo recordaran de vez en cuando.
Ponder se creyó obligado a decir algo.
—Seguro que era muy hermosa, señor —dijo.
—No. No, la verdad es que no puedo decir que fuera hermosa. Impresionante. Esa es la palabra. Alta. El cabello tan rubio que era casi blanco. Y unos ojos como dos taladros, vaya que sí.
Ponder trató de entender lo que acababa de oír. —No se estará refiriendo a ese enano que tiene la charcutería en—… —comenzó.
—Lo que quiero decir es que siempre tenías la impresión de que podía ver a través de ti —dijo Ridcully, en un tono ligeramente más seco de lo que pretendía—. Y podía correr… —Volvió a sumirse en el silencio y se dedicó a contemplar los noticiarios de la memoria—. Me habría casado con ella, sabe —dijo al cabo.
Ponder no respondió. Cuando eres un corcho que flota en el río de la conciencia de otro, lo único que puedes hacer es dejarte llevar por la corriente y temblar en los remolinos.
—Menudo verano fue aquel —murmuró Ridcully—. Muy parecido a este, realmente. Los círculos de la cosecha cubrían el suelo como gotas de lluvia. Y… bueno, yo estaba teniendo mis dudas, ya sabe. La magia no parecía suficiente. Me sentía un poco… perdido. Habría renunciado a todo por ella. Hasta el último condenado octograma y hechizo mágico. Sin pensármelo dos veces. ¿Nunca ha oído decir eso de que «tenía una risa como un arroyo de montaña»?
—No puedo afirmar que esté familiarizado personalmente con ello —dijo Ponder—, pero he leído poesía que…
—Un montón de chorradas, la poesía —dijo Ridcully—. Yo he oído muchos arroyos de montaña y lo único que hacen es glu-glu-glú. Y además siempre están llenos de bichos, ya sabe a qué me refiero, esa especie de insectos de patitas delgadas y que… En fin, da igual. Lo que quiero decir es que el ruido que hacen no se parece en nada a la risa. Los poetas siempre lo entienden todo al revés. O cuando dicen que una muchacha tenía los labios como cerezas, por ejemplo. ¿Pequeños, redondos y con un huesecito en el centro? ¡Ja!
Cerró los ojos.
—¿Y qué pasó, señor? —preguntó Ponder tras una pausa.
—¿Qué pasó con qué?
—Con la chica de la que me estaba hablando.
—¿Qué chica?
—Esa chica.
—Oh, esa chica. Oh, pues pasó que me dio calabazas. Dijo que había muchas cosas que quería hacer. Dijo que ya habría tiempo de sobras para eso más adelante.
Hubo otra pausa.
—¿Y qué ocurrió luego? —quiso saber Ponder.
—¿Ocurrir? ¿Qué cree usted que ocurrió? Me fui y estudié. Empezó el curso. Le escribí un montón de cartas, pero nunca me respondió. Probablemente nunca las recibió, probablemente allí arriba se comen el correo. Al año siguiente pasé el verano entero estudiando y no tuve ocasión de volver allí. Nunca volví allí. Los exámenes y todo lo demás. Supongo que ahora estará muerta, o será una abuelita gorda con una docena de hijos. Me habría casado con ella sin pensármelo dos veces. De hecho, no me lo habría pensado ni una vez. —Ridcully se rascó la cabeza—. Ja… Me gustaría acordarme de cómo se llamaba…