Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

—No —dijo Yaya—. Ella llegará con retraso.

—¿Cómo lo sabes?

—¿De qué te sirve hacer una entrada espectacular si no están todos presentes para verte llegar? Es pura cabezología, ya sabes.

De hecho el conventículo de muchachas llegó veinte minutos después de las doce, y se apostó en los escalones del pentángulo del mercado al otro extremo de la plaza.

—Míralas —dijo Yaya Ceravieja—. Todas de negro, otra vez.

—Bueno, nosotras también vamos de negro —dijo Tata Ogg la razonable.

—Solo porque es respetable y práctico —dijo Yaya—. No porque sea romántico. Ja. Es como si los Lores y las Damas ya estuvieran aquí.

Tras un rato de contacto ocular, Tata Ogg cruzó la plaza y se encontró con Perdita en el centro de esta. La joven aspirante a bruja parecía bastante preocupada debajo de su maquillaje, y sus manos estrujaban nerviosamente un pañuelo de encaje negro.

—Buenos días, señora Ogg —dijo.

—Buenas tardes, Agnes.

—Hum. ¿Y ahora qué?

—No lo sé. Depende de vosotras, supongo.

—Diamanda ha preguntado que por qué tiene que ser aquí y ahora.

—Para que todo el mundo pueda verlo —respondió Tata Ogg—. De eso se trata, ¿no? Nada de secretos y disimulos. Todo el mundo tiene que saber quién es la mejor haciendo brujería. El pueblo entero. Todo el mundo verá cómo la ganadora gana y la perdedora pierde. Así luego no habrá discusiones, ¿eh?

Perdita volvió la mirada hacia la taberna. Yaya Ceravieja se había quedado dormida.

—Como puedes ver, está muy segura de sí misma —dijo Tata Ogg, cruzando los dedos a la espalda.

—Hum, ¿y qué le ocurre a la perdedora?

—Oh, en realidad nada —dijo Tata Ogg—. Generalmente se va a otro sitio. No puedes ser bruja si la gente ha visto cómo te vencen.

—Diamanda dice que no quiere hacerle demasiado daño a la vieja señora —dijo Perdita—. Solo quiere darle una lección.

—Qué bien. Esme aprende muy deprisa.

—Hum. Preferiría que esto no estuviera ocurriendo, señora Ogg.

—Eres muy amable.

—Diamanda dice que la señora Ceravieja tiene una mirada muy impresionante, señora Ogg.

—Diamanda es muy amable.

—Por eso la prueba se reducirá… a mirar, señora Ogg.

Tata se encajó la pipa en la boca.

—¿Te refieres al viejo desafío de a ver quién parpadea o desvía la mirada primero?

—Hum, sí.

—Claro. —Tata pensó en ello y acabó encogiéndose de hombros—. Claro. Pero será mejor que antes hagamos un círculo mágico. No queremos que nadie sufra daño, ¿verdad?

—¿Qué tiene intención de usar, las Runas Skorhianas o el octograma de la Triple Invocación? —preguntó Perdita.

Tata Ogg ladeó la cabeza y la miró.

—Nunca he oído hablar de esas cosas, querida —dijo—. Yo siempre hago los círculos mágicos así…

Andando de lado como un cangrejo, se apartó de la chica gorda al tiempo que deslizaba la puntera de una bota sobre el polvo. Luego fue describiendo un círculo de unos cuatro metros de diámetro, sin levantar el pie del suelo, hasta que acabó chocando con Perdita.

—Perdona. Ya está. Listo.

—¿Eso es un círculo mágico?

—Pues sí. Si no hubiera un círculo mágico, la gente podría salir malparada. Cuando dos brujas pelean, la magia sale disparada en todas direcciones.

—Pero no ha hecho cánticos ni nada.

—¿No?

—Tiene que haber cánticos, ¿verdad?

—No sé. Yo nunca he hecho ninguno.

—Oh.

—Si quieres, podría cantarte una cancioncilla jocosa —dijo Tata, siempre deseosa de ayudar.

—Hum, no. Hum. —Perdita nunca había oído cantar a Tata, pero las noticias vuelan.

—Me gusta tu pañuelo de encaje negro —dijo Tata sin inmutarse—. Así no se ven tanto los moquitos, ¿eh?

Perdita estaba mirando el círculo como hipnotizada.

—Hum. Bueno, ¿empezamos?

—Sí.

Tata Ogg se apresuró a volver al banco y hundió el codo en las costillas de Yaya.

—¡Despierta!

Yaya abrió un ojo.

—No estaba dormida. Solo descansaba la vista.

—¡Lo único que tienes que hacer es mirarla fijamente hasta que ella baje los ojos!

—Eso quiere decir que al menos conoce la importancia de la mirada. ¡Ja! ¿Quién se cree que es? ¡Me he pasado la vida mirando fijamente a la gente!

—Sí, y eso es lo que me preocupa… ¡Aaaaah! ¿Quién es el niñito favorito de Tatita?

El resto del clan Ogg había llegado.

Yaya Ceravieja sentía un intenso desagrado hacia el pequeño Pewsey. Era lo que sentía hacia todos los niños pequeños, siendo esa la razón de que se llevara tan bien con ellos. En el caso de Pewsey, Yaya opinaba que no se debería permitir que nadie anduviese por ahí con una camiseta como único atuendo aunque tuviese cuatro años de edad. Además, y dado que Pewsey siempre tenía la nariz llena de mocos, hubiesen tenido que proveerlo de un pañuelo o, a falta de eso, un corcho.

Tata Ogg, por su parte, era masilla instantánea en manos de un nieto, incluso cuando el nieto en cuestión era tan pegajoso como Pewsey.

—Quiero caramelo —gruñó Pewsey, con esa voz profunda que tienen algunos niñitos.

—Dentro de un momento, patito mío, que ahora estoy hablando con la señora —canturreó Tata Ogg.

—Quiero caramelo ahora.

—Lárgate a dar una vuelta por ahí, precioso mío. ¿No ves que Tatita está muy ocupada?

—¡Ahora caramelo ahora!

Yaya Ceravieja se inclinó hasta que su impresionante nariz quedó a la altura del chorreante apéndice nasal de Pewsey.

—Si no te vas —dijo tajante—, te arrancaré la cabeza y te la llenaré de serpientes.

—¡Huy, qué bien! —dijo Tata Ogg—. ¿Ya sabes que en Klatch hay montones de niños pobres que llorarían de gratitud si les echaran semejante maldición?

Tras unos segundos de incertidumbre, la carita de Pewsey fue atravesada por una sonrisa de calabaza.

—Qué señora tan rara —dijo.

—Te diré lo que vamos a hacer —murmuró Tata, dándole una palmadita en la cabeza a Pewsey y limpiándose la mano en el vestido—. ¿Ves a esas señoras tan guapas al otro lado de la plaza? Pues ellas tienen montones de caramelos.

Pewsey puso rumbo hacia ellas con sus andares de pato.

—Eso es guerra bacteriológica —dijo Yaya Ceravieja.

—Oh, vamos —repuso Tata—. Nuestro Jason ha colocado un par de sillas dentro del círculo. ¿Estás segura de que te encuentras bien?

—Sobreviviré.

Perdita Nitt volvió a cruzar el camino.

—Eh… ¿Señora Ogg?

—¿Sí, querida?

—Diamanda dice que no me ha entendido, que no tratarán de obligar a la otra a bajar la mirada…

Magrat se aburría. Cuando era bruja nunca se había sentido aburrida. Perpleja y agobiada por el trabajo sí, pero no aburrida.

No paraba de repetirse que probablemente todo iría mejor cuando fuese reina de verdad, aunque no acababa de ver cómo. Mientras tanto, vagaba sin rumbo por las muchas salas del castillo con el susurro de su vestido casi ahogado por el incesante rugir de fondo de las turbinas del tedio:

meaburromeaburromeaburro…

Había pasado toda la mañana intentando aprender a hacer tapices, porque Millie le había asegurado que eso era lo que hacían las reinas, y en aquel mismo instante la muestra con su mensaje «Los Dioses bendigan a esta Cusa» languidecía abandonada encima de su asiento.

En la Larga Galería había enormes tapices de antiguas batallas, hechos por anteriores inquilinas reales aburridas, que planteaban el sorprendente enigma de cómo habían conseguido convencer a los combatientes de que se estuvieran quietos el tiempo suficiente. Y Magrat había contemplado los muchos, muchos retratos de las anteriores reinas, todas guapas, todas bien vestidas según la moda de su época, y todas con sus diminutos y bien formados cráneos a punto de reventar de puro aburrimiento.

Finalmente volvió al solanar, la gran sala situada en lo alto de la torre principal. En teoría, estaba allí para capturar el sol. Lo hacía. También capturaba el viento y la lluvia. Era una especie de red de arrastre desplegada para recibir cualquier cosa que el cielo quisiera lanzarle.

Magrat tiró de la campanilla suspendida de una cinta que en teoría hacía acudir a un sirviente. No ocurrió nada. Después de darle un par de tirones más, y alegrándose en secreto del ejercicio, Magrat bajó a la cocina. Le hubiese gustado pasar más tiempo allí. La cocina siempre estaba caliente, y generalmente había alguien con quien hablar. Pero por aquello de la nobleza obligatoria, las reinas tenían que vivir Arriba de la Escalera.

Abajo de la Escalera solo estaba Shawn Ogg, limpiando el horno de la enorme caldera de hierro mientras se repetía que aquello no era trabajo para un militar.

—¿Dónde ha ido todo el mundo?

Shawn se levantó de un salto y su cabeza chocó contra la caldera.

—¡Ay! ¡Disculpe, señorita! ¡Ejem! Están todos… están todos en la plaza, señorita. Yo me he quedado porque la señora Ascórbica dijo que me arrancaría la piel a tiras si no quitaba toda esta mugre.

—¿En la plaza? ¿Y qué ocurre en la plaza?

—Dicen que un par de brujas van a verse las caras, señorita.

—¿Qué? ¡No serán tu madre y Yaya Ceravieja!

—Oh, no, señorita. Es alguna bruja nueva.

—¿En Lancre? ¿Una bruja nueva!

—Me parece que eso dijo mamá.

—Voy a echar un vistazo.

—Oh, no creo que sea una buena idea, señorita —dijo Shawn.

Magrat se irguió majestuosamente.

—Da la casualidad de que una es reina —dijo—. Prácticamente. ¡Así que no le digas a una que una no puede hacer cosas, o una te hará limpiar las letrinas!

—Pero es que ya limpio las letrinas —dijo Shawn —. Incluso limpio el guardarropa…

—Y para empezar, esa cosa va a desaparecer —dijo Magrat, estremeciéndose—. Una ya la ha visto.

—No me molesta hacerlo, señorita, porque así tendré libre la tarde de los miércoles, pero lo que quería decir era que tendrá que esperar a que yo haya vuelto de la armería con mi clarín para la fanfarria.

—Una no necesitará una fanfarria, muchísimas gracias.

—Pero he de tocar una fanfarria, señorita.

—Una es perfectamente capaz de soplar su propia trompeta, gracias.

—Sí, señorita.

—¿Señorita qué?

—Señorita reina.

—Y que no se te olvide.

Magrat llegó tan rápidamente como le fue posible llevando el traje de reina, que hubiese debido estar provisto de ruedecillas.

Se encontró con un círculo formado por centenares de personas y, cerca del límite de este, con una Tata Ogg muy pensativa.

—¿Qué ocurre, Tata?

Tata se volvió.

—Ooops, lo siento. No he oído ninguna fanfarria —dijo—. Te haría una reverencia, pero ya sabes que tengo las piernas fatal.

Magrat miró más allá de ella y vio a las dos figuras sentadas dentro del círculo.

—¿Qué están haciendo?

—Es una competición de miradas.

—Pero están mirando el cielo.

—¡Por culpa de esa condenada Diamanda! Se las ha ingeniado para conseguir que Esme intente hacerle bajar la mirada al sol —explicó Tata Ogg—. Nada de volver la cabeza, nada de parpadear…

—¿Cuánto rato llevan así?

—Cosa de una hora —contestó Tata con voz lúgubre.

—¡Eso es terrible!

—Es condenadamente estúpido, eso es lo que es —dijo Tata—. No entiendo qué mosca le ha picado a Esme. ¡Como si la brujería se redujera al poder! Ella ya lo sabe. La brujería no consiste en tener poder, sino en cómo lo encauzas.

Una tenue neblina dorada creada por las emanaciones mágicas flotaba sobre el círculo.

—Tendrán que parar cuando se ponga el sol —dijo Magrat.

—Esme no aguantará hasta que se ponga el sol —repuso Tata—. Mírala. Está toda encorvada.

—Y supongo que tú no podrías usar un poco de magia para… —comenzó Magrat.

—No digas tonterías —replicó Tata—. Si Esme llegara a enterarse, me perseguiría por todo el reino para darme de patadas. Y de todas maneras, las demás se darían cuenta.

—Quizá podríamos crear una nubecilla o algo por el estilo —dijo Magrat.

—¡No! ¡Eso es hacer trampa!

—Bueno, tú siempre haces trampa.

—Hago trampa para mí. No puedes hacer trampa por otras personas.

Yaya Ceravieja volvió a encogerse.

—Yo podría detenerlo —dijo Magrat.

—Y te habrías ganado una enemiga para toda la vida.

—Pensaba que Yaya era mi enemiga de por vida.

—Si piensas eso, muchacha, es que no has entendido nada —dijo Tata—. Un día descubrirás que Yaya Ceravieja es la mejor amiga que has tenido jamás.

—¡Pero tenemos que hacer algo! ¿No se te ocurre nada?

Tata Ogg contempló el círculo con expresión pensativa. Un hilillo de humo brotaba ocasionalmente de su pipa.

Mucho tiempo después, el libro de Silbato para Pájaros Leyendas y Antigüedades de las Montañas del Carnero describiría el duelo mágico de la siguiente manera:

Estando el duelo avanzado de noventa minutos, de pronto un niñito cruzó corriendo la plaza y entró en el círculo mágico, y nada más entrar cayó al suelo con un terrible grito y un destello asimismo. La bruja vieja volvió la cabeza, se levantó de su silla, cogió en brazos al niño y se lo llevó a su abuela, y luego volvió a su asiento, en tanto que la bruja joven nunca apartó los ojos del sol. Pero las otras brujas jóvenes detuvieron el duelo afirmando: Mirad, Diamanda ha ganado, la razón de ello siendo que Ceravieja había desviado la mirada. Después de lo cual la abuela del niño dijo, en voz muy alta: ¿Ah, sí? Venga, Tocadme Las Narices. Lo que se está dirimiendo aquí no es quién tiene más poder, jovencitas estúpidas, sino quién sabe más de brujería, ¿y alguna de vosotras tiene la más ligera idea de lo que significa ser una bruja? ¿Es una bruja alguien que vuelve la cabeza cuando oye gritar a un niño? Y todos los lugareños dijeron: ¡Sí!

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