Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

La puerta se cerró de golpe.

—Simple psicoquinesis —dijo Diamanda.

—Oh, bueno. Entonces podemos estar tranquilas —repuso Yaya Ceravieja, desapareciendo en la noche—. Eso lo explica todo, ¿verdad?

Antes de que inventaran los universos paralelos, las direcciones no podían ser más simples: Arriba y Abajo, Izquierda y Derecha, Adelante y Atrás, Pasado y Futuro…

Pero las direcciones normales no funcionan en el multiverso, que tiene demasiadas dimensiones para que alguien pueda encontrar su camino. Por eso hubo que inventar nuevas direcciones para que fuese posible encontrar el camino.

Como: Al Este del Sol, al Oeste de la Luna.

O: Detrás del Viento del Norte.

O: Al Fondo del Más Allá.

O: De una Ida y una Vuelta.

O: Más Allá de los Campos que Conocemos.

Y en ocasiones hay un atajo. Un umbral o una puerta. Unos cuantos megalitos, un árbol partido por el rayo, un archivador.

Quizá solo un lugar perdido en algún páramo…

Un sitio en el que el allí se encuentra prácticamente aquí.

Prácticamente, pero no del todo. Aun así, se filtra lo suficiente para que los péndulos se balanceen y las personas que tienen poderes psíquicos sufran terribles jaquecas, para que una casa adquiera reputación de encantada, para que algún que otro puchero salga despedido al otro extremo de la habitación. Se filtra lo suficiente para que los zánganos se pongan en guardia.

Oh, sí. Los zánganos.

Hay algo llamado reuniones de zánganos. A veces, en un soleado día de verano, los zánganos de todas las colmenas en varios kilómetros a la redonda se congregan en algún punto, y describen círculos en el aire, zumbando como diminutos sistemas detectores de alerta previa, que es exactamente lo que son.

Las abejas son sensatas. Eso es una palabra humana. Pero las abejas son criaturas del orden, y llevan el odio al caos programado en los genes.

Si ciertas personas llegaran a saber dónde se hallaba situado uno de esos puntos, si experimentaran lo que sucede cuando el aquí y el allí se confunden, entonces podrían —si supieran cómo hay que hacerlo— marcar dicho punto mediante ciertas piedras.

Con la esperanza de que así suficientes memos lo interpretarían como una advertencia, y se mantendrían alejados de él.

—Bueno, ¿qué te parece? —dijo Yaya, mientras las brujas se apresuraban a volver a casa.

—La gordita que no abrió la boca tiene un poco de talento natural —dijo Tata Ogg—. Pude sentirlo. Las demás, en mi opinión, van allí porque lo encuentran emocionante. Juegan a ser brujas. Ya sabes, tableros de Uy-jajá y cartas y llevar guantes de encaje negro sin dedos y tontear con lo oculto.

—No apruebo eso de tontear con lo oculto —dijo Yaya con firmeza—. En cuanto empiezas a tontear con lo oculto empiezas a creer en espíritus, y cuando empiezas a creer en espíritus empiezas a creer en demonios, y antes de que te des cuenta ya estás creyendo en dioses. Y entonces sí te has metido en un buen lío.

—Pero todas esas cosas existen —repuso Tata Ogg.

—Lo cual no es razón para que creas en ellas. Con eso solo consigues darles ánimos.

Yaya Ceravieja aflojó el paso.

—¿Y ella qué? —preguntó.

—¿A qué parte del qué de ella te refieres exactamente?

—¿Sentiste el poder que había allí?

—Oh, sí. Me puso los pelos de punta.

—Alguien se lo dio, y sé quién fue. Una mocosa con la cabeza llena de paparruchas sacadas de los libros, y de pronto tiene el poder y no sabe cómo manejarlo. ¡Cartas! ¡Velas! Eso no es brujería, solo son juegos de sociedad. Tontear con lo oculto. ¿Te fijaste en que lleva las uñas negras?

—Bueno, las mías no están demasiado limpias…

—Me refería a que se las pinta de negro.

—Cuando era joven solía pintarme de rojo las uñas de los pies —dijo Tata con una pizca de melancolía.

—Las uñas de los pies es distinto. Igual que el rojo. Y en todo caso —dijo Yaya—, lo hacías solo para parecer más atractiva.

—Y funcionaba.

—¡Ja!

Siguieron andando en silencio durante un rato.

—Sentí mucho poder allí —dijo Tata Ogg al cabo.

—Sí, lo sé.

—Muchísimo.

—Sí.

—No estoy diciendo que no puedas vencerla —se apresuró a aclarar Tata—. No estoy diciendo eso. Pero creo que yo no podría vencerla, y me ha parecido que incluso tú sudarías un poquito. Tendrías que hacerle un poco de daño para vencerla.

—Estoy perdiendo el juicio, ¿verdad?

—Oh, yo…

—Me sacó de mis casillas, Gytha. No pude contenerme. Ahora tendré que batirme en duelo con una chica de diecisiete años, y si gano seré una vieja bruja malvada y abusona, y si pierdo…

Dio una patada a un montón de hojas secas.

—Mi gran problema es que nunca puedo contenerme.

Tata Ogg no respondió.

—Y pierdo los estribos por cualquier insignificancia…

—Sí, pero…

—¡Todavía no he acabado de hablar!

—Perdona, Esme.

Un murciélago pasó aleteando junto a ellas. Yaya lo saludó con una inclinación de la cabeza.

—¿Has oído cómo le están yendo las cosas a Magrat? —preguntó, en un tono envuelto por una capa de despreocupación forzada tan asfixiante como un corsé.

—Nuestro Shawn dice que se está adaptando muy bien.

—Me alegro.

Llegaron a una encrucijada donde el polvo blanco relucía tenuemente bajo la luz de la luna. Un camino llevaba a Lancre, donde vivía Tata Ogg. Otro acababa perdiéndose en el bosque, se convertía primero en una senda y luego en una vereda, y terminaba llegando a la cabaña de Yaya Ceravieja.

—¿Cuándo volveremos a encontrarnos las… dos? —preguntó Tata Ogg.

—Escucha, Magrat no va a tomar parte en esto —dijo Yaya Ceravieja—. ¿Me has oído bien? ¡Será mucho más feliz siendo una reina!

—Yo no he dicho nada —replicó Tata Ogg con dulzura.

—¡Ya sé que no has dicho nada! ¡He podido oír cómo no decías nada! ¡Tienes los silencios más ruidosos que he oído jamás en alguien que no estuviera muerto!

—Entonces te veré sobre las once, ¿no?

—¡Eso es!

El viento volvió a arreciar mientras Yaya enfilaba la vereda que conducía a su cabaña.

Era consciente de que estaba muy tensa. Había demasiadas cosas que hacer. Había conseguido solucionar lo de Magrat, y Tata podía cuidar de sí misma, pero los Lores y las Damas… Yaya no había contado con ellos.

El problema era que…

El problema era que Yaya Ceravieja tenía el presentimiento de que iba a morir. Y eso empezaba a ponerle los nervios de punta.

Saber cuándo morirás es uno de esos extraños extras que acompañan al hecho de ser un auténtico usuario de la magia. Y, bien pensado, no cabe duda de que es todo un extra.

Muchos magos se han ido al otro mundo muy contentos después de haberse bebido todo el vino de su bodega y, casualmente, debiendo considerables sumas de dinero.

Yaya Ceravieja siempre se había preguntado qué se sentía, qué era lo que veías alzarse de repente ante ti. Y resultó que lo que veías era la nada.

La gente piensa que vive la vida como un punto en movimiento que va del Pasado hacia el Futuro, con la memoria desplegándose a tu espalda como una especie de estela cometaria mental. Pero la memoria también se esparce por delante. Lo que pasa es que la mayoría de los humanos no sabe qué hacer con esa clase de memoria, y por eso esta les llega bajo la forma de premoniciones, corazonadas, intuiciones y palpitos. Las brujas sí saben cómo manejarla, y por eso encontrarse con un vacío allí donde deberían estar los zarcillos del futuro surte el mismo efecto sobre una bruja que el emerger de un banco de nubes y ver una cordada de sherpas en lo alto ejerce sobre un piloto de avión.

Podía contar con unos días, y luego se habría acabado. Siempre había esperado disponer de un poco de tiempo para ella, poner un poco de orden en el huerto y hacer una buena limpieza a fondo para que la bruja que la sucediera no pensara que Yaya Ceravieja no había sabido llevar una casa, escoger un sitio decente donde ser enterrada, y después pasar unas horas sentada en la mecedora, sin hacer nada salvo contemplar los árboles y pensar en el pasado. Ahora ni soñarlo.

Y además estaban ocurriendo otras cosas. Su memoria parecía empezar a hacer de las suyas. Quizá era eso lo que ocurría. Quizá al final sencillamente te ibas consumiendo, como le había ocurrido a la vieja Tata Tumulto, que terminó poniendo al gato encima del fuego y sacando la tetera de casa para que pasara la noche fuera.

Yaya cerró la puerta tras ella y encendió una vela.

En el cajón de la cómoda había una caja. Yaya la puso en la mesa de la cocina, la abrió y extrajo el papel doblado que contenía. Dentro de la caja también había una pluma y tinta.

Después de pensárselo un poco, Yaya siguió escribiendo allí donde lo había dejado:

y a mi amiga Gytha Ogg le dejo mi cama y la alfombrilla que el herrero de Culo de Mal Asiento hizo para mí, y el juego de palangana, jarra y como se llame esa otra cosa al que siempre le ha echado el ojo, y mi escoba que Quedará Como Nueva con unos cuantos ajustes.

A Magrat Ajostiernos le dejo el Contenimiento restante de esta caja, mi servicio de té de plata con la jarrita de la leche en forma de vaca humerística que es una He Renda, y también el Reloj que perteneció a mi madre, pero le pido que no se olvide de darle cuerda, porque cuando el reloj se para…

Se oyó un ruido fuera.

Si hubiera habido alguien más en la habitación con ella, Yaya Ceravieja habría abierto la puerta sin vacilar, pero estaba sola. Cogió el atizador, fue hacia la puerta moviéndose de manera sorprendentemente silenciosa dada la naturaleza de sus botas, y escuchó con atención.

Había algo en el huerto.

El huerto no era gran cosa. Estaban las hierbas, y los arbustos que daban bayas, un poco de césped y, naturalmente, las colmenas. Y no estaba separado del bosque. A la fauna local jamás se le ocurriría invadir el huerto de una bruja.

Yaya abrió la puerta con precaución.

La luna se estaba poniendo. Una pálida luz plateada convertía el mundo en una visión monocroma.

Había un unicornio en el césped. Su hedor la golpeó con un impacto casi físico.

Yaya avanzó, sosteniendo el atizador delante de ella. El unicornio retrocedió y arañó el suelo con los cascos.

Yaya vio el futuro con toda claridad. Ya conocía el cuándo, y ahora empezó a distinguir el cómo.

—Bueno, bueno —murmuró—. Sé de dónde vienes. Y lo que es por mí ya puedes regresar a ese lugar.

La criatura amagó una finta como si se dispusiera a atacarla, pero el atizador la apuntó.

—No aguantas el hierro, ¿eh? Bueno, pues vuelve trotando con tu dueña y dile que en Lancre sabemos todo lo que hay que saber sobre el hierro. Y yo sé todo lo que hay que saber sobre ella. Más vale que se mantenga alejada de aquí, ¿entiendes? ¡Este lugar es mío!

Entonces había luna. Ahora era de día.

Había una multitud en lo que pasaba por la plaza mayor de Lancre. Normalmente en Lancre nunca ocurrían demasiadas cosas, y un duelo entre brujas era algo digno de verse.

Yaya Ceravieja llegó cuando faltaba un cuarto de hora para el mediodía. Tata Ogg estaba esperando en un banco junto a la taberna. Llevaba una toalla al cuello, y se había traído un cubo de agua en el que flotaba una esponja.

—¿Para qué es eso? —preguntó Yaya.

—Para el intermedio. Y te he preparado un plato de naranjas.

Se lo enseñó. Yaya soltó un bufido.

—Bueno, a juzgar por tu aspecto te sentaría bien comer algo —dijo Tata—. Tienes cara de no haber probado bocado en todo el día…

Bajó la mirada hacia las botas de Yaya y el no muy limpio dobladillo de su largo vestido negro. Había briznas de helecho y trocitos de brezo enganchados a la tela.

—¡Vieja chiflada! —siseó—. ¿Qué has estado haciendo?

—Tenía que…

—Has estado en las Piedras, ¿verdad? Para tratar de mantener a raya a la Aristocracia.

—Por supuesto —dijo Yaya. Su voz no temblaba. No se tambaleaba. Pero su voz no temblaba y no se estaba tambaleando, como podía ver Tata Ogg, porque el cuerpo de Yaya Ceravieja estaba totalmente bajo el control de la mente de Yaya Ceravieja.

—Alguien tiene que hacerlo —añadió.

—¡Podrías haberme dicho que lo hiciera yo!

—Me habrías convencido de que no hacía falta.

Tata Ogg se inclinó hacia adelante.

—¿Te encuentras bien, Esme?

—¡Estupendamente! ¡Estoy estupendamente! No me pasa nada, ¿de acuerdo?

—¿Has dormido algo? —preguntó Tata.

—Bueno…

—No, ¿verdad? ¿Y crees que puedes venir aquí como si tal cosa y sacudirle el polvo a esa chica, así como si nada?

—No lo sé —dijo Yaya Ceravieja.

Tata Ogg la miró.

—No lo sabes, ¿verdad? —dijo con tono más suave—. Oh, bueno… Mira, más vale que te sientes aquí antes de que te caigas. Chupa una naranja. Dentro de unos minutos estarán aquí.

Autore(a)s: