Lores y damas (Mundodisco, #14) – Terry Pratchett

Yaya y Tata cruzaban el bosque a grandes zancadas. Al menos, Yaya Ceravieja andaba a grandes zancadas. Tata Ogg más bien correteaba sigilosamente.

—Los Lores y las Damas están tratando de encontrar un camino —dijo Yaya—. Y aparte de eso hay algo más. Algo que ya ha conseguido atravesar la barrera, alguna clase de animal del otro lado. Scrope persiguió a un ciervo hasta el círculo, y la criatura debía de estar allí, y antes siempre decían que cuando algo pasa al otro lado, entonces algo puede atravesar la barrera…

—¿Qué era?

—Ya sabes la clase de visión que tienen los murciélagos. Lo único que vi fue una enorme silueta borrosa. Algo mató al viejo Scrope, y ese algo todavía anda por ahí. No fue uno de… de Ellos, de los Lores y las Damas —dijo Yaya—, pero sí algo salido del País de los Elf… de ese lugar.

Tata contempló las sombras. Había muchas sombras en un bosque durante la noche.

—¿No estás un poco asustada? —preguntó.

Yaya hizo crujir los nudillos.

—No. Pero espero que esa cosa sí lo esté.

—Oooh, así que es verdad lo que dicen. Eres muy orgullosa, Esmerelda Ceravieja.

—¿Quién dice eso?

—Bueno, tú misma lo has dicho. Hace un momento.

—No me encontraba bien.

Otras personas probablemente hubiesen dicho: En ese momento no era yo misma. Pero Yaya Ceravieja no tenía ninguna otra persona que poder ser.

Las dos brujas siguieron andando entre la ventisca.

Desde las zarzas y los espinos entre los que había buscado cobijo, el unicornio las vio pasar.

Diamanda Tockley llevaba un sombrero de terciopelo negro de ala ancha. El sombrero también tenía un velo.

Perdita Nitt, que antaño había sido solo Agnes Nitt antes de que le diera por la brujería, también llevaba un sombrero negro con velo, por la sencilla razón de que Diamanda lo llevaba. Las dos tenían diecisiete años. Y a Perdita le hubiese gustado ser flaca por naturaleza, igual que Diamanda, pero si no podías ser flaca al menos sí podías tener aspecto enfermizo. Por eso, y para ocultar el rosado natural de su cutis, llevaba una gruesa capa de maquillaje blanco.

Habían hecho la Elevación del Cono del Poder, un poco de magia con velas y un poco de adivinación. Ahora Diamanda les estaba enseñando las cartas.

Les había dicho que encerraban la sabiduría destilada de los Antiguos. Perdita se encontró preguntándose quiénes serían aquellos Antiguos, y enseguida se reprochó aquella traición: estaba claro que no eran lo mismo que la gente vieja, sobre los cuales Diamanda decía que eran estúpidos, aunque no se mostró demasiado clara acerca del porqué aquellos Antiguos eran más sabios que, pongamos por caso, la gente moderna.

Tampoco entendía qué era el Principio Femenino, y no tenía muy claro todo aquello del Yo Interior. Perdita comenzaba a sospechar que no tenía un Yo Interior.

Y ojalá pudiera maquillarse los ojos como Diamanda.

Y ojalá pudiera llevar tacones altos como Diamanda.

Amanita de Vicio le había dicho que Diamanda dormía en un ataúd de verdad.

Ojalá se atreviera a tatuarse una daga y una calavera en el brazo como había hecho Amanita, aunque para ello solo empleara tinta corriente y luego tuviera que lavarse el tatuaje cada noche para que su madre no llegara a verlo.

Una vocecita maliciosa procedente del yo interior de Perdita le sugirió que Amanita no había estado muy acertada a la hora de escoger su nombre.

Como tampoco lo había estado Perdita, por supuesto.

Y luego la vocecita dijo que Perdita quizá no debería jugar con cosas que no entendía.

El problema, y Perdita lo sabía, era que eso significaba prácticamente todo.

Le hubiera encantado poder llevar encajes negros como los llevaba Diamanda.

Diamanda obtenía resultados.

Perdita nunca lo hubiese creído. El que en Lancre hubiera brujas no era ninguna novedad para ella, naturalmente. Las brujas eran unas viejas que se vestían de cuervos, excepto Magrat Ajostiernos, que era un caso francamente mental y siempre parecía encontrarse al borde del llanto. Perdita se acordaba de que en una ocasión Magrat se había presentado con una guitarra en una fiesta de la Noche de la Vigilia de los Puercos y había cantado melosas canciones populares con los ojos cerrados de una manera que sugería que de verdad creía en ellas. No sabía tocar, pero en realidad daba igual porque tampoco sabía cantar. La gente había aplaudido porque, bueno, ¿qué otra cosa podías hacer?

Pero Diamanda había leído libros. Sabía montones de cosas. Cómo invocar poder en las piedras, para empezar. Realmente funcionaba.

En aquel momento les estaba enseñando las cartas.

El viento volvía a arreciar. Sacudía los postigos y hacía caer hollín de la chimenea. Perdita tenía la impresión de que el viento había acumulado las sombras en todos los rincones de la habitación…

—¿Estás prestando atención, hermana? —preguntó Diamanda con voz gélida.

Eso también era importante. Para demostrar fraternidad, todas tenían que tratarse de «hermana».

—Sí, Diamanda —dijo mansamente.

—Para las que no estaban prestando atención, esto es la Luna —repitió Diamanda, y les enseñó la carta—. ¿Y qué es lo que vemos aquí? ¿Tú, Muscara?

—Hum… ¿La luna dibujada en una carta? —dijo Muscara (nacida Susan) con voz esperanzada.

—Lo que vemos es una convención no-mimética que, de hecho, no guarda relación con ningún sistema de referencia convencional —dijo Diamanda.

—Ah.

Una fuerte ráfaga de viento sacudió la cabaña. La puerta se abrió de golpe y se estrelló contra la pared, proporcionando un fugaz atisbo de un cielo lleno de nubes en el que una convención no-mimética estaba en cuarto creciente.

Diamanda agitó una mano. Hubo un breve destello de luz octarina. La puerta se cerró de golpe. Diamanda sonrió con lo que Perdita consideraba su impasible sabiduría.

Luego depositó la carta encima del trozo de terciopelo negro que había delante de ella.

Perdita la contempló con expresión abatida. Todo aquello era muy bonito, con esas cartas que parecían pequeñas joyas hechas de cartón y tenían nombres tan interesantes. Pero aquella vocecita traidora susurró: ¿Cómo cuernos pueden saber esas cartas lo que nos reserva el futuro? El cartón no es famoso por su inteligencia, que digamos.

Por otra parte, el conventículo estaba ayudando a la gente… más o menos. Invocar poder y todas esas cosas. Oh, cielos, ¿y si se le ocurre preguntarme?

Perdita comprendió que estaba bastante preocupada. Algo iba mal. Algo acababa de ir mal. No sabía qué era, pero algo había ido mal en aquel preciso instante. Levantó la vista.

—Que las bendiciones caigan sobre esta casa —dijo Yaya Ceravieja.

Su tono era muy parecido al que otra persona habría empleado para decir «Traga plomo, Kincaid» o «Después de toda esa emoción, supongo que ahora te estarás preguntando si todavía me quedan globos y pantallas de lámparas».

Diamanda se quedó boquiabierta.

—Oye, lo estás haciendo mal. Cuando te sale esa mano de cartas siempre hay que ir con mucho ojo —dijo Tata Ogg, mirando por encima del hombro y con ganas de ayudar—. Lo que tienes ahí es nada menos que una Doble Cebolla.

—¿Quiénes sois?

Habían aparecido de pronto. Perdita pensó: hace un momento había sombras, y un instante después ellas estaban allí, más sólidas que una montaña.

—¿Y a qué viene toda esa tiza en el suelo? —dijo Tata Ogg—. Porque tenéis el suelo lleno de tiza. Y de escritura pagana. No es que yo tenga nada en contra de los paganos, desde luego —añadió. Pareció reflexionar—. Prácticamente soy una pagana —añadió—, pero no escribo en el suelo. ¿Cómo se te ha ocurrido ponerte a escribir en el suelo? —Dio un suave codazo a Perdita—. Nunca conseguiréis limpiar ese suelo —le aseguró—. La tiza se infiltra en el grano de la madera y luego no hay quien la quite.

—Hum, es un círculo mágico —dijo Perdita—. Hum, hola, señora Ogg. Hum. Es para mantener alejadas a las malas influencias…

Yaya Ceravieja se inclinó ligeramente hacia adelante.

—Y dime, querida —le dijo a Diamanda—, ¿te parece que está dando resultado? —Se inclinó un poquito más.

Diamanda se inclinó hacia atrás.

Y luego, lentamente, volvió a inclinarse hacia adelante.

Sus narices acabaron rozándose.

—¿Quién es? —preguntó Diamanda, hablando por la comisura de los labios.

—Hum, es Yaya Ceravieja —respondió Perdita—. Hum. Es una bruja, hum…

—¿De qué nivel? —quiso saber Diamanda.

Tata Ogg miró alrededor buscando algo donde esconderse. La ceja de Yaya Ceravieja tembló levemente.

—Niveles, ¿eh? —dijo—. Bueno, en ese caso supongo que soy del nivel uno.

—¿Estás empezando? —preguntó Diamanda.

—Oh, cielos. Te diré lo que vamos a hacer —le murmuró Tata Ogg a Perdita—. Verás, si volcáramos la mesa, probablemente podríamos escondernos detrás de ella y así estaríamos resguardadas.

Pero en realidad estaba pensando: Esme nunca ha podido resistir un desafío. Ninguna de nosotras puede. Si no estás segura de ti misma, entonces no eres una bruja. Pero nos vamos haciendo viejas. Ser una bruja de primera categoría es como ser un espadachín a sueldo. Crees que eres buena, pero sabes que hay alguien más joven que practica cada día, puliendo sus habilidades, y un día vas por el sendero y oyes una voz detrás de ti diciendo: Desenfunda tu sapo, o algo por el estilo.

Incluso para Esme. Tarde o temprano, se encontrará con alguien más rápido que ella.

—Oh, sí —dijo Yaya sin levantar la voz—. Estoy empezando, sí. Cada día empiezo un poquito.

Tata Ogg pensó: Pero no será hoy.

—No me asustas, vieja estúpida —dijo Diamanda—. Oh, claro. Sé cómo asustáis a los campesinos supersticiosos, te lo aseguro. Mascullando entre dientes y poniendo los ojos bizcos, ¿eh? Todo está en la mente. Simple psicología. Eso no es auténtica brujería.

—Creo que iré, eh, a la cocina, eh, y veré si puedo llenar unos cubos con agua, ¿eh? —dijo Tata Ogg a nadie en particular.

—Y supongo que para ti la brujería no tiene secretos —dijo Yaya Ceravieja.

—Estoy estudiando, sí —dijo Diamanda.

Tata Ogg se dio cuenta de que se había quitado el sombrero y estaba mordisqueando nerviosamente el ala.

—Y sospecho que se te da muy bien —dijo Yaya Ceravieja.

—Mucho —confirmó Diamanda.

—Muéstrame lo buena que eres.

Es buena de verdad, pensó Tata Ogg. Lleva más de un minuto sosteniéndole la mirada a Esme. Normalmente hasta las serpientes se dan por vencidas después de un minuto.

Si una mosca hubiera intentado atravesar los escasos centímetros de aire que había entre sus miradas, habría desaparecido en una pequeña llamarada.

—Yo aprendí el oficio de Tata Tumulto —dijo Yaya Ceravieja—, quien a su vez lo aprendió de Comadre Heggety, quien en su juventud estudió con Nanna Plumb, quien había sido instruida por Aliss la Negra, quien…

—O sea que lo que me estás diciendo —resumió Diamanda, cargando las palabras en la frase como cartuchos en una recámara—, es que en realidad nadie ha aprendido nada nuevo.

El silencio que siguió fue roto por Tata Ogg:

—Maldición, pero si he partido el ala de un mordisco. La he atravesado de parte a parte.

—Ya veo —dijo Yaya Ceravieja.

—Mira —dijo Tata Ogg dando un codazo a la temblorosa Perdita—, incluso el forro está roto. Este sombrero me costó dos dólares y curar a un cerdo. Eso son dos dólares y una cura de cerdo que tardaré algún tiempo en volver a ver.

—Así que ya puedes irte, vieja —dijo Diamanda.

—Pero deberíamos volver a encontrarnos —dijo Yaya Cera-vieja.

La bruja vieja y la bruja joven se sopesaron la una a la otra.

—¿Medianoche? —propuso Diamanda.

—¿Medianoche? La medianoche no tiene nada de especial. Cualquiera puede ser una bruja a medianoche —dijo Yaya Cera-vieja—. ¿Qué me dices del mediodía?

—De acuerdo. ¿Por qué vamos a luchar? —preguntó Diamanda.

—¿Luchar? No vamos a luchar. Solo queremos que cada una vea lo que es capaz de hacer la otra. Amistosamente, por supuesto —dijo Yaya Ceravieja. Se levantó—. Bueno, más vale que me vaya —dijo—. Los viejos necesitamos dormir, ya sabes cómo son estas cosas.

—¿Y qué consigue la ganadora? —preguntó Diamanda.

Una levísima sombra de incertidumbre acababa de aparecer en su voz. Era muy tenue, tanto que en la escala Richter de la duda probablemente solo habría sido un vaso de plástico cayendo sobre la alfombra desde lo alto de un estante a varias leguas de distancia, pero estaba allí.

—Oh, la ganadora consigue ganar —dijo Yaya Ceravieja—. De eso se trata, ¿verdad? No te molestes en acompañarnos hasta la puerta. Tampoco has salido a recibirnos.

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