Y no parpadees, que te los pierdes.
—Al parecer la gente me miraba por la calle. Según Marcos, con el negro uno no puede equivocarse.
Lo que está lleno de equivocaciones es el chalet de los Voronin Moreno, tal y como comprueban Antonia y Jon cuando el portón de acceso a la finca se abre con un zumbido. Se bajan del coche. Hay una estatua de niño meón en el jardín, un felpudo con el escudo del Spartak en la entrada, un timbre en el que suena Kalinka cuando lo aprietas.
—Pasen —dice Belgrano, abriéndoles la puerta.
Dentro, la fiesta continúa. Hay columnas de estilo romano en el salón, un grifo de cerveza junto a la mesa de billar al fondo. Una barra de pool dancing. El forro de los sofás imita piel de vaca.
Dios mío, estoy en el infierno.
Antonia tira de la manga de su compañero con suavidad, y éste se inclina un poco hacia ella.
—Creo que comprendo lo que querías decir —dice Antonia, señalando las luces led de color rosa que hay bajo la mesa de centro. O el gato de la suerte moviendo el brazo sobre ella, el gesto es ambiguo.
—Aún hay esperanza para ti, cariño.
Un pequeño detalle: la casa está patas arriba.
Los cojines rajados, su relleno esparcido por doquier. El barril de cerveza, extraído de su sitio y volcado. Si hubiera libros, estarían caídos de las estanterías. La única concesión a la cultura es un centenar de películas y videojuegos alfombrando el suelo, las cajas abiertas y pisoteadas. Copias piratas, por descontado.
—¿Esto han sido ustedes?
—Estaba así cuando llegamos —dice Belgrano—. Alguien buscaba algo con muchas ganas. Síganme, les llevaré hasta el cadáver.
Antonia y Jon rodean el sofá, pisando con cuidado sobre los restos de los Blu-ray. Para no resbalarse en el suelo de parquet ajedrezado, sobre todo.
—¿Ni una huella? —pregunta Antonia, que ve restos del polvo revelador encima de la superficie azulada de los discos.
—Las de los dueños de la casa. Esa gente usó guantes.
Pasan junto a la televisión de 98 pulgadas. Está encendida, emitiendo un canal de noticias ruso.
Jon siente una punzada de envidia, él que es tan de quedarse sopa viendo sus series. Frente a una de ésas se tiene que dormir de escándalo, piensa.
En el jardín trasero, al que se accede por una corredera de cristal en el salón, el horror continúa. Mucho césped artificial. Sillas de plástico barato y forro verde. Una fuente con un par de delfines saltarines escupe agua sobre una de las dos piscinas. La grande.
Porque hay dos. Una con forma de riñón. La otra, circular. Pequeña, climatizada y vallada.
—Pregúntenme para qué es esa piscina pequeña. Pregúntenmelo —dice Belgrano.
—Para el perro —responde Antonia.
El subinspector la mira, sorprendido.
—¿Cómo…?
Antonia señala un cuadro de la familia, pintado a mano, que cuelga en una pared del salón. Yuri, Lola y un perro del tamaño de un autobús. Marrón, de pelo muy largo y máscara negra sobre los ojos y el hocico.
—Eso es un pastor caucásico. Nacen en las montañas. No soportan el calor.
—Creía que no te gustaban los perros —dice Jon.
—No me gustan nada —admite Antonia—. Pero, por alguna razón, yo les gusto mucho. Así que procuro saber todo lo que puedo sobre ellos.
Jon abre el recinto vallado de la piscina y mete un dedo en el agua.
—Está fría.
—La asistenta me ha dicho que mantienen la piscina todo el año a veintidós grados para que el perro se refresque —dice Belgrano, algo mohíno porque su revelación no ha obtenido la sorpresa que él esperaba.
—¿Dónde está el perro?
—Estaba encerrado en el recinto de la piscina cuando llegamos. Hecho una furia. Embistió varias veces contra la valla cuando nos acercamos. Los de control de animales tuvieron que dormirlo para poder llevárselo a la perrera.
—¿Y el cadáver?
—A la vuelta.
En el extremo contrario del jardín trasero, al volver una esquina, encuentran una barbacoa, una mesa de cristal —hecha añicos— y un cuerpo sobre los restos de la mesa. Alguien lo ha cubierto piadosamente con una manta isotérmica. Sólo asoman los pies, descalzos. Con las plantas sucias.
Jon se vuelve hacia Antonia, esperando instrucciones. Está más rígida de lo normal, pero aun así no le pide una de sus pastillas rojas. El inspector se extraña. Puede sentir su tensión, la energía de su cerebro privilegiado cargando el aire a su alrededor de electricidad estática. O igual es sólo que está a punto de llover, y él se lo imagina todo. Lo más seguro.
Lo que no se está imaginando es que no le ha pedido nada.
Algo no va bien, percibe Jon.
Antonia le hace un gesto —un inclinar de la cabeza suave, casi una súplica—, y Jon retira la manta que cubre el cuerpo.
Yuri es un hombre de treinta y muchos, con cuerpo fibroso de adolescente. Los abdominales, marcados. El torso, desnudo. La cara, desaparecida. Las moscas, pululando por los restos.
Sólo lleva un bañador de Superdry. Negro, que contrasta con la piel lívida del torso. A cambio, la espalda está violácea. Han pasado treinta horas desde la muerte, así que la sangre ha abandonado las zonas superiores del cuerpo para acumularse, en ausencia del bombeo del corazón, en las zonas inferiores.
La que no está esparcida por la pared, salpicando el suelo, los restos de la mesa y el saco de briquetas, se entiende.
Jon da un respingo. Seco. Mezcla de asco y horror. Casi una arcada.
—¿Su primer muerto? —dice una voz femenina a su espalda. Matiz burlón.
—Mi primer escopetazo, Chispas —dice Jon, al volverse.
Detrás de ellos hay una mujer de mediana edad, vestida de uniforme. Más fuerte que alta, pelo negro recogido en un moño tan apretado que hace daño al mirarlo. Tiene los ojos oscuros, las pupilas desiguales, como tinta derramada. El rostro severo. Hay una cierta precisión en ella. Cuando adelanta la mano para saludar a Jon lo hace con un gesto breve y rápido, sin malgastar esfuerzo alguno. Como si se reservara para algo que la está esperando.
—No sabe la suerte que tiene. Comisaria Romero. De la UDYCO Costa del Sol.
—Soy el inspector Gutiérrez. Y ésta es…
Jon señala a Antonia, pero ésta no ha hecho ademán de girarse para saludar a la recién llegada, y sigue estudiando la escena.
—Ya sé quiénes son. Me han insistido mucho desde Madrid en que serían de ayuda. Ya pueden serlo, he tenido que discutir con el juez de instrucción para que no levantaran el cadáver hasta que llegaran ustedes. Es altamente irregular.
—Se lo agradecemos, comisaria.
—El señor Voronin ya tenía que estar en la morgue, en manos del forense.
—Tampoco hay dudas de la causa de la muerte, ¿no?
Romero sonríe, una media sonrisa cómplice.
—No demasiadas. ¿Su colega es muda?
—Sólo introvertida. Verá, la señora Scott tiene sus métodos. Son algo particulares, pero ofrecen resultados.
—También me han avisado. Espero que sea cierto. Estamos necesitados de resultados.
—Ya nos han dicho que están un poco solos por aquí.
La comisaria escupe una carcajada. Desabrida, sin ápice de alegría.
—Inspector Gutiérrez… siéntese un momento, que voy a contarle una historia de terror.
11
Un acelerón
Antonia apenas ha registrado la conversación que tiene lugar a su espalda. Está demasiado ocupada intentando hacer que el mundo vaya más despacio.
Los monos de su cabeza se habían calmado por la mañana lo suficiente para procesar la escena del centro comercial. Pero al entrar en el chalet, los monos le dejan claro a Antonia que sólo estaban haciendo la pausa del bocadillo. Tan pronto como ve el salón arrasado, su cerebro se empeña en absorber, clasificar, ordenar. Se empeña en encontrar un sentido.
No funciona.
En su cabeza
(los monos exigen. Los monos se pelean
por su atención plena, chillando, sosteniendo cosas en alto),
la jungla se ha convertido en frenopático miserable.
Sola frente al cadáver de Yuri Voronin, Antonia Scott se agarra los codos, intentando abrazarse para calmarse, para ordenar a los monos. Lo único que le responde su cuerpo es el deseo imperioso de consumir más pastillas.
Pero ya ha tomado dos esta mañana.
Una tercera cápsula no bastará. Tampoco una cuarta.
Sabe que tiene que hablar con Jon de lo que le está sucediendo. Buscar ayuda. Pero no puede.
Hay una palabra para definir cómo se siente.
Bakiginin.
En carelio, idioma que se habla desde el golfo de Finlandia hasta el mar Blanco, la tristeza del constructor de paredes. El contraste entre la necesidad de alejar a todo el mundo de tu vida, y la imposibilidad de hacerlo.
La invocación de la palabra ayuda a Antonia a calmarse momentáneamente. Aparta la mano del bolsillo, donde las yemas de los dedos ya rozaban otra pastilla roja.
Intenta centrarse en el cadáver.
Hay algo extraño en su postura.
Caído de espaldas sobre la mesa, que tuvo que hacer trizas al caer. El disparo, sufrido a bocajarro, las salpicaduras de sangre
(los monos levantan los objetos, ululan,
intentando hacerse escuchar. Uno de ellos no debería estar allí)
y sesos en la pared, el bañador, la lividez de la piel.
Algo no encaja. Algo está mal, muy mal.
—No sé qué es. No…
La información la desborda. Cierra los ojos, se queda atrapada dentro de su cabeza. Rodeada por
(monos)
los datos, que ahora sólo significan ruido y confusión.
Antonia sale corriendo.
12
Un aviso
La comisaria Romero se acomoda —es un decir— en una de las sillas de jardín, al otro lado de la piscina. Jon hace lo propio.
—Tiene usted un acento curioso, inspector.
—Podría decir lo mismo.
La comisaria le echa una mirada larga.
—Sólo me preguntaba qué hace alguien de tan arriba aquí abajo.
—Pues echar una mano. ¿Vamos a seguir jugando a Ocho apellidos vascos, o me va a contar esa historia de terror?
Romero saca del bolsillo el móvil, lo apaga con un gesto, lo vuelve a guardar.
—Según tengo entendido, les han pedido que ayuden a localizar a la señora Dolores Moreno, la mujer de la víctima. ¿Sabe por qué?
Jon sacude la cabeza.
—Sólo nos han dicho que es importante para la investigación.
—Verá, inspector. El día a día en la UDYCO es un poco diferente al que hacen el resto de los compañeros. Nosotros tenemos una cierta… relajación con respecto a los protocolos. No miramos tanto el día a día, como el largo plazo. Si me permite que le pregunte, ¿en cuántos casos ha trabajado?
Jon se encoge de hombros.
—No tiene más que entrar en mi ficha y mirarlo.
—No es mi estilo —dice Romero—. Prefiero que me lo diga usted.
—Unos cuantos.
—¿Importantes?
—Algunos.
—Lo digo porque una, aquí abajo, también escucha cosas. Rumores en los foros y en los grupos de WhatsApp. Como lo de ese inspector sin nombre que sacó a Carla Ortiz de una alcantarilla. Pelirrojo, fuertote, dicen. No es que esté gordo.
—Me pregunto quién podría responder a esa descripción —dice Jon, aparcando un camión de inocencia en su voz.
La comisaria está empezando a ponerle nervioso. Salvo el momento en el que ha apagado el móvil, permanece totalmente quieta en la silla. La espalda recta, las manos apoyadas en los muslos. La gorra del uniforme la sostiene debajo del sobaco izquierdo, en la postura que recomiendan las ordenanzas. A la luz mortecina del crepúsculo, parece no mover más partes del cuerpo que los labios y la mandíbula.
Es como un muñeco de ventrílocuo a pilas.
—No crea que intento examinarle, inspector. Estamos muy agradecidos de que nos hagan caso en Madrid, para variar. Pero quisiera explicarle que las cosas aquí son distintas. Imaginemos, por imaginar, que una rica heredera hubiera desaparecido. A ustedes les encargan encontrarla. Siguen las pistas, la localizan con vida. Mueren seis compañeros por el camino, pero eso es parte del trabajo, supongo.
Ajá, piensa Jon, que comienza a comprender.
—Le aseguro que…
—No me asegure nada —le interrumpe la comisaria—. Aquí las cosas son diferentes. Nosotros no tenemos que buscar a los malos. Sabemos quiénes son. Nos los cruzamos por la calle a diario, en los bares. En el hiper. Sus hijos y nietos van al mismo colegio que nuestros hijos.
—Lo que sucedió con…
—Silencio, inspector. No he terminado. A ustedes les piden detener a un asesino en serie, lo detienen. Yo no puedo aspirar a acabar con la mafia rusa. Aquí el trabajo consiste en ir recabando pruebas contra ellos, poco a poco, despacio. Encontrar testigos, pasito a pasito. Conseguir que declaren. Mantenerlos vivos hasta que lo hagan. Después también, si cuadra y no sale muy caro.
—Es un trabajo de muchos años —dice Jon.