—Pues si no quieren que acabe aquí —dice Antonia, señalando los dos macabros puntos en el mapa—, mejor que la encontremos antes de cuarenta y ocho horas. Porque la señora Moreno es diabética y está embarazada.
—Mala combinación —dice Jon, chasqueando la lengua.
Lola
Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro. Una niña a la que sus padres abandonaron pronto. Una niña que, cuando creció, conoció a un príncipe azul, venido de tierras muy lejanas, que la llevó a vivir a un palacio de mármol blanco y una pechá de muebles…
El padre de Lola era contable y la madre es peluquera. De pequeña le dieron todo el cariño que les permitieron sus horarios de clase obrera. Nunca faltó en casa un plato de ajoblanco y unos boquerones, y un abrazo sudao. Eso, de diario. En Navidad, gazpachuelo, chivo y bienmesabe antequerano, todo hecho por mamá. Y abrazos limpitos, con olor a Farala y a Brummel. Debajo del belén, un Furby, la granja de Playmobil, un tamagotchi, depende del año. Si venían malas, sólo un billete de mil pesetas. Se murió la tía Julia, ciega y medio sorda, y una de las abuelas, medio ciega y sorda del todo. Luego papá, el año pasado, de un infarto. Mientras dormía.
Y ése fue todo el drama.
No da para Dickens.
Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro, se repite Lola. Es sólo una versión de los cuentos que se narra Lola a sí misma en las noches en las que no puede dormir, en las que le persiguen las dudas o los remordimientos. Comienza a contarse ese cuento y el sueño termina llegando.
Aunque esta noche lo que le persigue es gente que quiere matarla.
Si ya lo sabía yo, se lamenta Lola.
Rebobinemos.
Cuando las sirenas están casi encima (y el ruido de la moto de los asesinos se desvanece), Lola sale de debajo del coche, atraviesa el parking y comienza a caminar campo a través. Sin mirar atrás, sin preocuparse de sus pies sangrantes hasta media hora después, cuando el dolor se impone al miedo y a la adrenalina.
Para entonces se encuentra en mitad de ninguna parte. Ha recorrido una trocha embarrada y atravesado un sendero de tierra sin haberse cruzado con una sola persona. El suelo está blando después de la lluvia reciente, y no hay nadie en kilómetros a la redonda.
Unos minutos más tarde, escucha el motor. No se para a ocultarse, no lo piensa dos veces. Está al borde de un camino. A un lado un bosquecillo de encinas y pinsapos, al otro un terraplén en el que el terreno desciende diez o doce metros en ángulo pronunciado. Lola se deja resbalar por el terraplén y se acurruca detrás de unas matas, justo a tiempo. El ruido del motor se detiene, y una puerta se abre. Alguien camina hasta el borde del camino, aunque Lola no se atreve a mirar quién es. Sólo lo escucha arriba, respirando fuerte. Por un momento pasa por su cabeza la idea de levantarse y de pedir ayuda. Luego Lola siente que la figura oscura la busca o la olfatea, y tiene la certeza de que no quiere que la descubra.
Así que permanece quieta.
Sólo se permite dar vueltas en la falange a su anillo de bodas, usando la yema del pulgar, como único medio para calmar su ansiedad.
Cuando la figura oscura vuelve a su coche y reanuda la marcha, Lola aún tarda un largo rato en ponerse en pie. Teme que el hombre aquel no estuviese solo, que haya dejado atrás a algún cómplice que ahora se arroje sobre ella, aprovechando que se confía.
Cuando se atreve a levantarse, no sucede nada.
Sólo silencio, roto por el cántico de unas pocas cigarras tempranas. No deberían surgir hasta la primavera, pero el cambio climático ha desajustado sus relojes internos, los mismos que les hacen dormir en la tierra durante diecisiete años exactos. Si surgen demasiado pronto, son pasto de depredadores.
Lola sabe todo esto, porque lo vio en un documental de La 2 una vez. Y es mucho más espabilada de lo que da a entender su aspecto, su currículum, su actitud sumisa.
Al fondo del terraplén hay un pequeño arroyo, casi siempre reseco, pero que en estos días de febrero borbotea perezoso, reticente. Obligado por las circunstancias. Lola desciende hasta él, recorre la orilla y busca un lugar para recobrarse. Una piedra algo más grande, curso arriba, le ofrece descanso apurado para nalga y media. Lola sumerge los pies en el agua. El frío del arroyo es como cuchillas de afeitar entre los dedos. Pero Lola resiste. No es plan de esquivar las balas y morir de sepsis.
Lola se quita el jersey, manchado de grasa, y se saca la blusa. Novecientos euros en Michael Kors. Ahora va a hacerle un apaño distinto. Usando los dientes, logra convertirla en tiras largas e irregulares. El tafetán de seda es lo que tiene, los hilos de distintas densidades parten mal.
Por qué coño no me habré puesto hoy unos tenis, se lamenta. No por última vez.
Saca los pies del agua, y atiende a sus heridas. En una de ellas aún quedan restos de cristales. Dos trozos cuadrados, que se han incrustado en el hueso. Lola los arranca con los dedos resbaladizos, notando el crujido cuando salen, permitiéndose un grito sordo que rebota por las paredes del terraplén y por la superficie del arroyo, sin otra respuesta que un breve parón en el canto de las cigarras. Después se envuelve los pies muy despacio con las tiras de la blusa. Intenta seguir un patrón en espiral, aunque los vendajes improvisados se enrollan, empapados en la sangre y el agua que chorrean sus pies. Le lleva casi una hora, pero al final logra una cierta compresión, torpe, pero fuerte. Puede mover a duras penas los dedos de los pies, y eso es lo único que recuerda que hay que hacer, de una vez que su madre se hizo un esguince de tobillo tras resbalar en el pelo cortado de la peluquería. Por no barrer más a menudo.
El proceso hubiera sido más sencillo si se atreviera a usar el teléfono para buscar en internet, pero lo tiene apagado. No puede permitirse que la localicen.
Cuando acaba, se pone de nuevo el jersey y da una cabezada, apoyada contra el árbol. Más desmayo que intención. Al despertar es ya media tarde, su estómago ruge, la sangre le martillea en las sienes. Bebe, agachada, con la boca directamente en el curso del agua, que sabe a tierra ácida y a corrupción. Eructa, con el estómago lleno de agua, a falta de otra cosa, y se acaricia el vientre, donde el niño —tiene que ser un niño, por supuesto, un pequeño Yuri— reclama su alimento, extrayéndolo de ella.
Sin comer puede pasar unas horas. Incluso en su estado, aun con su enfermedad. Pero sin pincharse la insulina, la cosa se complica. Conoce bien los síntomas de la hiperglucemia, pues su madre se los hizo repetir una y otra vez de niña, en cuanto le diagnosticaron la enfermedad. No es que los haya sufrido nunca, porque siempre ha sido cuidadosa. Pero los conoce.
Empieza por el dolor de cabeza, la sed, las ganas de orinar mucho, piensa, masajeándose las sienes.
Resuelve lo último detrás de un árbol, antes de volver a ponerse en marcha.
No sabe adónde ir, pero no puede quedarse junto al arroyo. Ahora las temperaturas son suaves, pero por la noche bajarán hasta los ocho grados. Y Lola es friolera, y sin cobijo sabe que puede morir.
Así que camina, de vuelta al camino, y de ahí al punto más alto que encuentra. El terreno, accidentado, sube y baja con lomas pronunciadas, un aperitivo geológico antes del plato principal: la Sierra Blanca, al fondo del paisaje. Y, entre medias, un edificio bajo con tejado rojo.
Allí está Lola, ahora.
Le cuesta mucho decidirse a entrar, porque es muy consciente de su aspecto desastroso. Ni siquiera dándole la vuelta al jersey se pueden ocultar las manchas de grasa. Disimular, sí. Ocultar, no. Así que Lola merodea por la puerta, en la esquina del aparcamiento, hasta que unas cuantas mujeres de ojos enrojecidos salen a fumar. Lola entonces se confía a la suerte, y entra en la funeraria decidida, sin mirar a la mujer de recepción —que está ocupada intentando estafar a una viuda vendiéndole flores a precio de tinta de impresora—, sin cambiar mirada alguna con nadie. Rogando por que nadie se fije en sus pies, vendados y mugrientos de polvo y barro.
Aunque, sinceramente, ¿cuándo fue la última vez que te fijaste en los zapatos de alguien?
La funeraria consta de varias salas, cada una con su muerto dentro y sus vivos fuera, en unos sofás bastante más incómodos que el ataúd. En la sala más al fondo no hay nadie fuera, pero sí un par de gabardinas y chaquetas abandonadas sobre los sofás. Ningún bolso. Lola pasa deprisa junto a la primera chaqueta —es azul marino, no pega con los vaqueros, qué se le va a hacer—, la agarra, se la echa sobre los hombros, se encoge como si le abrumase la muerte de un ser querido, se frota los ojos, vuelve sobre sus pasos, se refugia en el lavabo de señoras. Tercer cubículo. Los pies, encogidos cada vez que entra alguien. Pestillo echado.
Había una vez una niña que creció en un hogar triste y sin amor, donde la comida sabía a cenizas y el futuro era negro, se repite, mientras espera.
Pasan las horas. Las funerarias no cierran nunca mientras haya familiares que velen. Los de los dos muertos que esperan en la sala uno y la sala dos se atrincheran en el interior, dejando el campo libre a Lola, que sale hacia la una de la mañana. Trastabillando, casi sin fuerzas. La cabeza le estalla.
La mujer de recepción está de espaldas, viendo algo en la televisión. El volumen está muy bajo, pero Lola cree reconocer un programa musical de esos que buscan talentos sin éxito.
Sigue caminando hacia la sala tres, donde hay una habitación vacía, sin féretro tras el cristal. Unas cuantas sillas. Una mesa. Un teléfono fijo.
Lola marca el móvil de Yuri, y contiene el aliento, esperando la confirmación de lo que ya sabe.
Apagado, o fuera de cobertura.
—Está muerto —dice, en voz baja—. Está muerto, el muy gilipollas.
Había una vez una niña que se quedó sola.
10
Otra escena
A la hora en la que Lola está semiinconsciente junto al arroyuelo, Antonia Scott y Jon Gutiérrez llegan a las puertas de la propiedad. Ha sido Jon quien ha tenido que arrastrarla hasta allí.
—Deberíamos estar buscando a esa mujer —protesta Antonia.
—¿Cuántas probabilidades hay de que los que mataron al marido sean los que han intentado matarla a ella, cariño?
—Muchas. Todas —admite.
—¿Entonces? —dice Jon, torciendo el morro. No es propio de ella actuar de forma tan ilógica.
—Sólo quiero volver a Madrid cuanto antes —dice Antonia, cruzándose de brazos.
El sitio tiene tela. Marinera, y de la otra. Gusto, algo menos.
La Urbanización Solfiesta, a quince minutos en coche del centro de Marbella, no es un lugar exclusivo, retiro de altos ejecutivos y millonarios árabes, como La Zagaleta. Solfiesta sólo es cara. Las edificaciones parecen arrojadas en mitad de ninguna parte, con la planificación urbanística hecha por un niño que hubiera volcado el cajón de los juguetes. Se intercalan por la ladera, sin orden ni concierto, muretes de ladrillo y paredes encaladas, protegiendo el acceso a viviendas que rivalizan entre sí por ver quién exhibe el mármol más feo y ostentoso.
Son casas de folclórica, de futbolista de mitad de tabla, de ganador de Eurovisión.
—El paraíso de lo hortera —dice Jon, cuando aparca en la puerta. La tarde, pegajosa y gris, amenaza tormenta y vuelve el entorno más deprimente.
Antonia apenas levanta los ojos de la documentación que le ha pasado el subinspector Belgrano.
—Las casas son casas.
—Vamos, reconoce que tiene que chocarte un poco —dice Jon, asomándose por la ventanilla para llamar al telefonillo—. Tú, que siempre vas con tus camisetas blancas y tus chaquetas negras. Hay estilo.
Antonia espera hasta leer la última letra de la última hoja del dossier —cincuenta páginas leídas en nueve minutos— y cierra la carpeta con gesto cansado antes de contestar.
—Cuando conocí a Marcos, elegía yo mi ropa. Fue él quien me convenció de dejar de hacerlo.
—¿Por eso siempre te pones lo mismo? —dice Jon, que siente un ramalazo de ternura al imaginar a Antonia entrando al Primark y cogiendo lo primero que encontrase. Combinando según Dios le diera a entender. De pronto la comprende un poco más. Así es con Antonia, para conocerla tienes que ir armando las piezas del puzle con pequeños detalles que uno va captando.