Puede con ella. Puede, por sí misma.
Intenta clasificar los elementos de la escena.
El escaparate, roto, astillado.
Los cristales, formando una cama deshecha en el suelo.
La marca junto a ellos donde hubo un cadáver, ya retirado.
Otra marca de cadáver, algo más lejos.
El bolso, los casquillosdebalasonmuchosporquétantosdisparosestonoesunaejecuciónnormalnecesitonecesitolascápsulas.
—No las necesito —se miente.
No funciona.
No extiende la mano. No busca a Jon con la mirada, aunque sabe que está unos metros tras ella, sin quitarle el ojo de encima, listo para acudir cuando ella reclame su dosis, la dosis que sólo él está autorizado a darle.
No pide nada.
Se lleva la mano al bolsillo de los pantalones, procurando que Jon no la vea. Con la punta de los dedos saca dos cápsulas rojas.
Por favor, que sean suficientes. Por favor, que baste con dos.
Rompe la gelatina de la primera con los incisivos, liberando el ansiado polvo amargo, y lo recibe debajo de la lengua, dejando que la mucosa absorba el cóctel de substancias químicas y lo lleve a su torrente sanguíneo a toda velocidad. No basta. Muerde la segunda.
Cuenta hasta diez, dejando una respiración entre cada número, descendiendo un peldaño cada vez, hacia el lugar donde necesita estar.
De pronto el mundo se vuelve más lento, más pequeño. La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara se disuelve.
Ha vuelto. Ha vuelto la claridad. Y junto a ella, una extraña dicha, mezclada con miseria.
Antonia busca en su diccionario de palabras imposibles para entender lo que siente.
Kegemteraan.
En malayo, la alegría de tropezar. El sentimiento simultáneo de placer y desconsuelo cuando sabes que has hecho algo que no deberías.
Ya lidiará con el desconsuelo más tarde. Ahora, Antonia se sumerge en la claridad, en la que los monos de su cabeza se agazapan, en silencio, a esperar sus órdenes. Siguen enseñando los colmillos y revolviéndose, pero en silencio.
Ahora habla ella.
—El asesino disparó primero al cristal.
—¿Cómo lo sabe? —dice el subinspector Belgrano, en voz baja, desde la puerta.
—Shhh. Calle y aprenda —dice Jon.
Antonia da tres pasos hacia la tienda de Prenatal. Extiende el brazo, forma una pistola con los dedos índice y pulgar. Con su pequeña estatura, parece una niña jugando a polis y cacos.
Coloca mejor los brazos, busca el ángulo. Frente a ella está el cochecito con la capota destrozada. Hay otro a la izquierda, un carrito de paseo de color rosa.
—¿A qué hora fue el ataque?
Jon le da un codazo a Belgrano para que responda.
—A las 11.21. Lo sabemos por el registro de las cámaras de abajo, es el momento en el que la gente se pone a correr y a llamar a la policía.
Antonia mira al suelo, a la sombra que proyectan su cuerpo y su brazo. Mira de nuevo al frente.
—Ella le vio. Quizá en el reflejo del cristal. Por eso se agachó. ¿La tienda estaba cerrada?
—La empleada estaba en el baño cuando sucedió. Había puesto un cartel de VUELVO EN CINCO MINUTOS. Menos mal, porque encontramos una de las balas incrustada en el mostrador.
—¿Y las cámaras de este piso?
—Nada. Alguien saboteó la grabación —dice Belgrano.
—Vaya, qué oportuno —masculla Jon.
Antonia da un paso hacia un lado. La tienda de Prenatal es la última antes de la escalera de emergencia. Antes de llegar, a la izquierda, hay un pasillo que lleva a los baños. Detrás, sólo la barandilla de metal y cristal que se abre sobre el segundo piso. La tienda anterior a Prenatal es la joyería Chocrón. Está también precintada, junto al acceso a las escaleras mecánicas. Hay más tiendas en el resto de la planta, pero no están a la vista, ya que esa parte del edificio hace esquina.
Un lugar idóneo para un asesinato. Una ratonera, con pocos testigos, y una salida sencilla.
Vuelve a levantar el brazo, con el índice extendido.
—Disparó. Falló.
Se gira hacia la derecha. Sus pies pasan por encima de los triángulos de señalización de pruebas.
—El primer cadáver, el de la izquierda, es el del chófer de la señora Moreno, ¿verdad?
Belgrano consulta sus notas.
—Anatoly Oleg Pastushenko. Nacido en Georgia en 1971. Ex policía en Tiflis. Lleva viviendo en España desde hace varios años. No lo sabemos con precisión. Oficialmente tiene la residencia desde hace siete años. Fue el primer empleado del señor Voronin, el marido de Lola.
—¿Sabemos cuántos disparos recibió?
—Cuatro balas, según el informe forense. Dos en el torso, una en la cabeza, una algo por debajo de la rodilla izquierda.
Desde la posición del asesino, Antonia da tres, cuatro, cinco pasos hacia delante, se vuelve, se agacha un poco. Saca un bolígrafo de la bandolera, lo introduce por el extremo vacío de uno de los cartuchos, lo alza hasta la altura de sus ojos. Reconoce los caracteres cirílicos, las tres letras inconfundibles. M-A-K.
—El arma del asesino era una Makarov de 9 milímetros.
—Sí, lo hemos confirmado —dice Belgrano—. Por aquí abundan, por desgracia.
Y tanto. Después de que el célebre ingeniero Makarov la diseñara en los cincuenta, la Unión Soviética y muchos de los países satélites convirtieron aquella pequeña pistola en el arma reglamentaria del ejército y de los cuerpos de policía. Y no paró de extenderse. Ahora, desde China hasta Cuba y desde Ucrania a Zimbabue, hay millones de unidades en servicio, prácticamente idénticas y utilizando una munición compatible. Barata, desechable, ideal para pasar desapercibido y no dejar rastro.
Antonia vuelve a incorporarse y repasa la escena.
Parpadea varias veces.
—El chófer disparó también —anuncia.
Belgrano da un respingo.
—No nos consta que el chófer estuviera armad…
Jon vuelve a hacerle callar.
—Y creo que alguien ha intentado ocultarlo —avisa Antonia.
9
Una decepción
Antonia vuelve sobre sus pasos, se arrodilla, pone las manos en el suelo, pega la nariz a las losetas.
—Jon, ven aquí, por favor.
El inspector Gutiérrez se acerca a ella.
—Dime si hueles a lejía.
Jon no necesita agacharse y hocicar el suelo. Huele a lejía, y mucho. Asiente con la cabeza ante la pregunta de Antonia.
—Hasta yo puedo olerlo —dice Antonia—. ¿Le han pasado el Luminol?
—La científica ha estado aquí, pero en su informe no decía nada de que hubiera habido un disparo de respuesta, ni nada de sangre que no fuera de las dos víctimas o de la mujer —dice Belgrano, confundido.
—El asesino sangró en este punto. No mucho, apenas unas gotas.
Hasta Jon, que lleva ya mucho tiempo junto a Antonia, se asombra ante la deducción.
—¿Cómo…?
Antonia señala al suelo, y luego al escaparate.
—Cuenta los casquillos. Tres balas en la primera secuencia de disparos.
—Cuando el asesino iba a disparar a Lola Moreno. Y falló.
—No te quedes ahí. Observa el comportamiento de las balas. La primera destroza el cristal, pero las tres atraviesan la capota del cochecito, a seis metros de distancia. Es un blanco pequeño. ¿Qué te indica?
—Sin dispersión entre los disparos. Con una nueve milímetros. Precisión. Mucha —concluye Jon.
—La mano del sospechoso no tiembla, aunque no acierte. Falla el objetivo principal, ahora tiene que hacerse cargo del chófer.
—El chófer, que con ese currículum es más bien guardaespaldas.
—Se gira un poco hacia él. El chófer era torpe, descuidado. Llevaba un móvil en la mano y un café en la otra —dice Antonia, señalando a la mancha reseca del suelo—. Pero el asesino no está dispuesto a correr riesgos, así que su primer tiro es instintivo. Por eso le acierta en la pierna.
—¿Cómo sabes que el de la pierna es el primer disparo?
—Mira la marca del cadáver. Observa la posición y las manchas de sangre del suelo. No hay retrosalpicaduras, no hay pisadas del chófer sobre su propia sangre, no hay marcas de autoarrastre, nada. Eso quiere decir que no avanza ni un centímetro después de recibir el primer disparo.
—Los otros dos tiros fueron en el torso, lo que indica precisión. Y el de la cabeza, aún más.
—Exacto. Así que, el primer disparo en la pierna, al girarse por instinto hacia el chófer, el chófer cae de rodillas, recibe un disparo en el pecho, o los dos. Al final de esos dos disparos, o entre medias, él realiza el suyo. Y luego se desploma.
—Vaya. ¿No lo tienes claro?
—No puedo deducirlo todo —dice Antonia.
—Menuda decepción.
Ella tuerce el gesto con perplejidad, pero reconoce el intento de humor. Las pastillas ayudan.
Premia a Jon con un leve estiramiento de los labios. Casi media sonrisa.
—Pero sigues sin explicarme cómo has sabido que el chófer disparó.
—Fácil. Mira los casquillos del suelo. Al girarse el asesino hacia el suelo, crea una segunda zona de disparo. Y ahora cuenta los casquillos de esa segunda zona.
—Cinco.
—El chófer recibió cuatro disparos. El primero sabemos que fue en la pierna. El último el de la cabeza. Dos acertaron en el pecho. Pero el asesino, que tiene una gran precisión, hace un disparo cuya bala no aparece. Si hubiera disparado en esa dirección…
—… la bala habría acabado en el chófer, en la pared o en el suelo —concluyen ambos al mismo tiempo.
Jon se rasca la cabeza.
—Así que el chófer dispara, da al asesino, le hace perder la puntería de forma que falla uno de sus disparos, que se pierde vete a saber dónde, y finalmente recibe el tiro en la cabeza.
—Eso es.
—Nunca lo hubiera adivinado.
—Menuda decepción —dice Antonia—. Pero alguien ha vertido lejía en el suelo. Alguien que no quería que encontráramos muestras de ADN válidas.
El hipoclorito de sodio en una superficie no porosa aniquila los restos de sangre. En presencia de la lejía, el Luminol se limita a reaccionar por toda la superficie, brillando como un árbol de Navidad. También pasaría inadvertida esa sangre para pruebas más complejas como la fenolftaleína o el inmunoensayo de hemoglobina.
—¿Alguien más ha tenido acceso a la escena del crimen? —pregunta Jon a Belgrano.
—No, claro que no —protesta el subinspector—. Cuando recibimos el aviso vino un zeta enseguida, pero ya era tarde. El asesino se había ido. Y después ha habido agentes de uniforme protegiendo la escena.
—Entonces ¿él mismo vertió lejía sobre su propia sangre? O tenía un cómplice que ha logrado burlarles.
—El vigilante de seguridad no era —dice Antonia, señalando a la segunda marca de cadáver.
Belgrano lee en sus notas.
—Mateo Lorente. Riojano. Vino a Marbella a vivir hace un par de años, con su mujer y su hija, cuando le salió trabajo de segurata. Y ya ven.
—Daño colateral —dice Antonia, con frialdad—. Sigamos.
—Oiga, que los seguratas también son personas —se ofende enseguida Belgrano (sin duda tiene cuenta en Twitter).
El inspector Gutiérrez respira hondo e intenta dulcificar la voz, como cuando hay que hablar con un chihuahua con problemas neurológicos (tuvo cuenta en Twitter).
—Si el papa Francisco hubiera estado haciendo pis detrás de una maceta y hubiera caído en el fuego cruzado, la señora Scott lo consideraría daño colateral.
Antonia se inclina hacia Jon y le susurra.
—Quizá en el caso de un dignatario internac…
—No ayudas.
—Lo siento. —Y, alzando de nuevo la voz—. Sabemos que la víctima, la señora Moreno, huyó por las escaleras.
—Se dejó las andalias —dice Belgrano, señalando a las sandalias del suelo, para dejar claro que él también tiene dotes de observación—. Descalza y con los pies heridos. Y el coche en la puerta. Las llaves todavía las tenía el chófer.
—No lo entiendo —dice Jon—. Intentan matarte y huyes a pie, sin dinero, sin el bolso, sin coche y sin zapatos.
Antonia se acerca de nuevo al montón de cristales, entre los que ha quedado el bolso de Lola Moreno, la mitad de su contenido esparcido por el suelo. Con la punta del bolígrafo, los remueve hasta localizar, semienterrada, una pequeña cartera de plástico azul. En su interior hay dos tubos de color rojo. En uno de ellos alcanza a leer TIMESULIN.
—Y no acudes a la policía —insiste Jon—. Tiene que estar muy asustada. O esconder algo muy sucio.
—¿Ninguna señal de ella desde anoche? —pregunta Antonia.
—No, señora. Hemos radiado su descripción a todas las unidades y mandado zetas a dar vueltas por los alrededores pero nadie la ha visto.
Antonia saca su iPad y consulta la ubicación del Centro Comercial Paraíso en Google Maps. Activa la vista tridimensional. Al sur del complejo está la AP-7, al oeste una urbanización. En las otras dos direcciones hay monte. Kilómetros y kilómetros de monte, que se extienden hasta las faldas de la Sierra Blanca. Sin más lugares habitados entre medias que la Funeraria San Pedro y el Cementerio Virgen del Rocío.