Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El coche se queda en silencio. El habitáculo reforzado del Audi A8 es una obra de arte. Ni siquiera se oye el murmullo de las ruedas sobre la carretera, a medida que el potente vehículo va devorando kilómetro tras kilómetro.

—Yo voy siempre de negro —dice Antonia, al cabo de un rato.

Jon la mira, extrañado.

—Has dicho que esa mujer era demasiado guapa para ir de luto. ¿Y yo?

Y tú… y tú ya deberías dejar el luto, piensa Jon. Pero dice:

—A ver cómo te explico esto —poniéndose muy serio—. Puede que tú no vayas para modelo. Pero cuando te da por sacar la sonrisa, ni todas las Lolas Moreno del mundo te llegan a la suela de los zapatos.

Y ahí está.

Antonia sonríe.

Su sonrisa de diez mil vatios, marca registrada.

Jon se da cuenta de que es la primera vez en meses que la ve sonreír, y eso le derrite el corazón. Ahora mismo tiene un coulant de chocolate en el centro del pecho.

Ay, bonita. Lo difícil que eres, y lo mucho que te haces querer.

6
Un letrero

Lo primero es lo primero. Y lo primero es desayunar.

Jon roza el codo de Antonia para despertarla. Suave. Antonia se revuelve, incómoda.

No soporta que la toquen, pero esta vez no dice nada.

Jon no sabe si es un avance. Quiere creer que sí.

—Estamos cerca. Vamos a parar aquí.

Antonia se despereza en el asiento, se frota los ojos. Están aparcados frente a una cafetería. Y no amanece.

—No es la dirección correcta.

—Ya te digo yo que sí. Tengo un tripa-zorri que no veo. O me das un café y un bocata, o te vas a ver la escena del crimen tú sola.

Ella echa mano a la guantera. Debajo del manual de instrucciones del coche, hay un sobre rojo. Antonia lo abre, y de su interior saca una bolsita con píldoras blancas. Se las muestra a su compañero.

—No sé si te lo ha avisado Mentor, pero…

—Mira, bonita, no me toques los huevos. Que bastante tenemos con lo que tenemos. Guárdatelas para ti.

—¿Difenilmetilsulfinilacetamida? Si me das una de éstas, me estallaría la cabeza.

—¿Darte yo a ti drogas? ¿Estamos locos? —dice Jon, saliendo. Con portazo.

Antonia lo encuentra dentro, encaramado a un taburete. Desde atrás parece una aceituna gris pinchada en un palillo. No es que esté gordo.

—Al final vas a tener razón. Este sitio es carísimo —dice Jon, con la boca llena—. Diez euros por un montado y un café con leche.

—Un pitufo mixto y un mitad —encarga Antonia al camarero, cuando éste se aproxima.

Voces a la cocina. El tubo de la cafetera. Ruido de platos que aterrizan frente a ellos.

—Cinco euritos —dice el camarero.

Antonia le da un codazo a Jon para que pague.

—Oiga —dice Jon, tendiéndole el billete gris—. Yo le he pedido lo mismo y me ha cobrado el doble.

El camarero señala un letrero tras él. Pequeño. A mala idea.

AVISO: SI NO SE PIDEN BIEN LAS COSAS,
COBRAMOS EL DOBLE.

Y, más abajo, las traducciones al malagueño. Así Jon descubre lo que significan un largo, un mitad y un nube. Y las otras seis variedades locales. Se caga en todo lo cagable por dentro, calla por no hacer ruido, pasa página. Otra más en su negra historia con los camareros.

—No es posible que hayas visto el cartelito.

Antonia ataca el bocadillo. No debería, pero…

—Me entrenaron para verlo todo.

—¿Todo? ¿De cada sitio al que entras, de cada situación?

Ella se encoge de hombros.

—Es lo que soy.

—No es lo que eres. Es lo que haces, bonita. Si te crees otra cosa, acabarás zoro. Loca. —Le da un sorbo al café—. Más loca, me refiero.

—Es lo mismo.

—No lo es. Lo contrario no te daría permiso a fallar.

—Es que no lo tengo.

Jon apura el café.

Tabernari, un vaso de agua, haz el favor. Ése me lo puedes cobrar triple.

El camarero le fulmina con la mirada, pero luego echa un ojo a la arquitectura de Jon y acaba poniéndole el vaso. Lo más caliente que puede.

—Antonia… ya sé que estás enfadada conmigo, con Mentor, con el mundo entero. Pero no pasa nada por fallar. No hemos encontrado a Sandra, no hay señales de White. Pues nada. La vida sigue.

Los segundos pasan, mecidos por el sonido de la tele y el parpadeo de la tragaperras. Antonia tarda semana y media en contestar. Cuando lo hace, no le mira a los ojos. Mira a la taza vacía y a las acusadoras migas del plato.

—No sabes lo difícil que es ser yo.

Jon suelta una risotada. Nasal. De mosqueo.

—Claro que no, no te jode. Nadie sabe lo que es ser otro. Pero tú tienes algo especial. Algo valioso, que no puedes desperdiciar. El único superpoder que yo tengo es reconocer a distancia unos Manolo Blahnik.

Antonia le mira, extrañada.

—Bajo ciertas circunstancias, el identificar con precisión el calzado de una sospechosa…

—No te soporto.

Cuando se ponen en pie, el informativo de la mañana de Canal Sur empieza a desgranar los titulares.

«La policía sigue sin pistas sobre el fallido atraco ayer a una joyería en el Centro Comercial Paraíso. Los atracadores mataron al vigilante de seguridad y a un cliente del centro que…»

Jon y Antonia se miran. Ninguno habla.

7
Un triángulo

Fuera, el aire está más templado. No pide bañador, pero tampoco abrigo. Y amanece, por fin, y el sol incendia el capó de los coches.

Jon conduce hasta el centro comercial. Queda hora y media para que abran. El parking está vacío, salvo por un coche patrulla, atravesado entre siete plazas. Que no hay nada que le divierta más a los policías que dejar muy claro que las normas de tráfico no les afectan. Uno de paisano, con la placa colgada al cuello y una carpeta bajo el brazo, espera junto a la puerta de emergencia. El acceso a la zona de la investigación se ha delimitado con varios metros de cinta blanca, cruzada de rayas negras.

Jon se acerca y le enseña la placa.

—Soy el inspector Gutiérrez.

—Los de Madrid, ya. Pasen, pasen —dice, alzando la cinta.

Es un hombre joven, aunque los treinta no los cumple. Alto, moreno, fibroso. Ojos amables en rostro afilado. Cara de hambre, pero en guapo. Algo cargado de hombros. Adelanta la mano para estrechársela a Jon cuando ambos han pasado por debajo de la cinta.

—Subinspector Belgrano. Y usted es… —dice, volviéndose hacia Antonia, tendiendo la mano de nuevo.

Se produce un momento incómodo en cinco tiempos, a saber:

Antonia mira la mano del subinspector Belgrano, sin hacer el más mínimo amago de estrecharla.

Antonia mira a Jon.

Jon hace un intento balbuceante de presentarla, hasta que se da cuenta de que se han olvidado de acordar su tapadera.

El subinspector guarda la mano en el bolsillo de los vaqueros.

Antonia se lleva la mano a la mochila bandolera y saca una identificación de color azul marino.

—Scott. De la OCO.

Belgrano pone cara de debería sonarme pero no caigo.

Antonia aclara.

—Organised Crime Office. Europol.

La Europol. Como la Interpol, pero en Euro. Europol. No podías haber escogido otra agencia, cariño, piensa Jon, poniendo los ojos en blanco por dentro. Sí, él es capaz.

—Vaya, es usted la primera que conozco —se sorprende Belgrano.

—No somos muchos. —Se encoge de hombros Antonia.

Tirando a pocos, piensa Jon. No llega a mil en toda Europa. Y oficiales de enlace con una chapa como esa que te ha dado Mentor, todavía menos. Si alguien pregunta por ti, va a ser muy raro que no te conozca nadie. Pero bueno, aquí parece haber un ambiente menos hostil que con Parra.

—Pues qué suerte poder contar también con ustedes. Que aquí necesitamos toda la ayuda posible. Suban, suban. Pero cuidado en la entrada de la escalera, hay una huella de sangre, no la pisen —dice Belgrano, adelantándose para sujetarles la puerta.

Definitivamente menos hostil.

La escalera no tiene otras luces que las de emergencia. A pesar de ello, el triángulo amarillo de marcación de pruebas destaca en el suelo, junto a una marca roja en la que se distingue, nítido, el apoyo del talón y un par de dedos. Hay otro triángulo varios escalones más arriba. Entre medias, hay más pisadas sanguinolentas, aunque muy pocas de ellas completas.

—Hay varias huellas sin marcar —apunta Antonia.

—Bueno, todas pertenecen a la señora Moreno.

—¿Cómo lo saben? ¿Han podido comprobarlo con la desaparecida?

Belgrano parece avergonzado.

—No, pero hemos deducido…

Antonia y Jon guardan silencio, y le miran.

—Verán. La verdad es que nos hemos quedado sin triángulos —admite por fin—. Y había muchas huellas. Hemos preferido usarlos arriba, en el escenario principal.

—¿Está intacto?

—Desde Madrid nos avisaron de que no tocáramos nada, hasta que no llegaran ustedes. El juez ya ha pasado y se han levantado los cadáveres, eso sí, ahí no se podían quedar. El resto está tal cual. La planta está cerrada hasta mañana.

—¿Y los de la científica?

—En el chalet del marido, con el otro cadáver. Empezaron por aquí porque es un sitio público. Y somos muy pocos, no podemos cubrir dos escenarios a la vez.

Los tres comienzan a subir, con Belgrano encabezando la marcha. Antonia en medio. Jon detrás, algo retrasado (no le gustan las escaleras).

—Van cortos de presupuesto, entiendo.

—Ni se imagina. En Málaga contamos con ochenta efectivos menos de lo que Interior tiene asignado. Pero no nos mandan a más gente. Los cadetes, todos a Madrid o a Sevilla. Y ya le digo que lo que Interior tiene asignado no vale ni para tomar por culo.

El subinspector pronuncia nipatomahpohculo con un acento cerrado. De Málaga no. Del interior. Granadino.

—Tendríamos que ser el doble, por lo menos. Para poder ir tirando. Literalmente. Que nos dan diez balas para las prácticas cada mes. Si quiero tirar más, me las tengo que pagar yo.

Jon, que ha vivido mil y una batallas con el presupuesto en la policía, se olvida de que ahora gana el cuádruple que el subinspector Belgrano y se pone a despotricar de los sindicatos apesebrados y de los tontos por ciento de Interior, que no saben más que mirar por el duro y no por la gente, a lo que Belgrano responde de manera enérgica, sin darse cuenta de que, por debajo de ellos, una cabeza privilegiada se desliza entre ambos policías y abre la puerta de la escalera con la idea de hacer algo de provecho.

—¡Oiga! ¿Adónde va? No puede salir ahí sin que haya un agente…

Jon le agarra del codo con delicadeza.

—Oiga, Belgrano… Si quiere ver algo realmente curioso, quédese aquí. Déjela trabajar —luego añade, por seguridad—: Y si no, también.

8
Nueve disparos

Antonia esquiva el intercambio de obviedades y abandona la escalera para entrar en la planta superior del centro comercial. Pero no aborda la escena como siempre. Hoy va a probar algo distinto. Quizá así…

Cierra los ojos.

El sueño, ese reborde de la vida que uno no posee, le ha dado la espalda desde hace meses. Esta noche no ha sido una excepción. Una cabezada larga, tenue, semilúcida, en el coche. Plagada de imágenes perturbadoras, que no han ofrecido reposo ni consuelo alguno. En los últimos meses, el descanso ha sido un lujo que no ha querido concederse. Y cuando el resto de su cuerpo se rendía, cuando los ojos le ardían, ya de madrugada, ahítos de datos, exhaustos de tragar hora tras hora de imágenes de cámaras de seguridad, en busca de Sandra, en busca del rostro que puebla sus pesadillas, cuando sus músculos gritaban tras tantas horas de inmovilidad y Antonia cedía…

Su mente se empeñaba en sabotearla.

Le dice que está quemada. Que ya no le queda nada dentro, que ha fracasado.

Por eso se ha resistido con uñas y dientes a aceptar otros casos, a volver a empezar el viejo juego sin haber acabado la partida anterior. Incluso a acercarse a los cadáveres como el del Manzanares hace dos noches. Quizá por temor —no miedo, porque Antonia no tiene miedo a casi nada— de que al echar otra vez a rodar los dados, descubra una verdad que sospecha sobre sí misma y que la abuela le ha confirmado. Que todas esas pamplinas sobre el deber y la responsabilidad sean sólo frases huecas. Que lo que importa, lo que de verdad le importa, es el poder. La responsabilidad es sólo el IVA incluido al final de la factura.

Y luego está lo otro. El problema principal.

Abre los ojos.

La luz de la mañana entra a través del gigantesco ventanal que cubre la pared este del edificio, convirtiendo el lugar en una inmensa cámara, de la que sus pestañas son el obturador y su cerebro es la película.

Cierra los ojos.

La imagen permanece en su mente, tan nítida como si tuviera los ojos abiertos. Menos saturada. Más manejable.

Su respiración se entrecorta, su pulso se acelera, la sangre ruge en sus oídos.