El coche pierde.
Lola también.
Los cortes en los pies le han hecho verter mucha sangre, y no ha desayunado esa mañana. La idea era tomarse un café después de comprar el cochecito. Dicen que trae mala suerte tan temprano. Lola sólo está en el tercer mes de embarazo. Con ropa holgada, apenas se le nota. Pero tiene tantas ganas de tener este niño. Y es tan impaciente.
Que trae mala suerte.
Lola comienza a notar la cabeza ligera y la visión borrosa. Le falla la fuerza en los brazos, el suelo tira de ella con fuerza hacia abajo. Prometiendo paz.
No, joder, no me puedo desmayar.
Hay algo dentro de ella que aprecia la idea de desmayarse y dejar que le disparen sin ser consciente de ello. Fundido a negro, sacabó. Fácil, indoloro.
No.
Se vuelve a incorporar. El aceite, mezclado con la lluvia, ha dejado una mancha iridiscente y resbaladiza sobre su mejilla, que se escurre al interior de su boca abierta. El sabor es dulce.
No dulce bueno.
Escupe.
Sigue arrastrándose. Repta entre los coches y se refugia bajo el de al lado, justo a tiempo. Hay unas botas frente a ella. Botas gruesas, negras. Una de ellas está manchada de sangre.
La puntera del pie derecho está a menos de un palmo de su cara.
Si se mueve un poco, me trinca.
Si se agacha, me trinca.
Alguien llora por Lola, triste y quedo. Es ella, claro. No hace ningún ruido, apenas se mueve, pero llora desconsolada, por la tremenda injusticia que es morir de esa manera, atrapada bajo un coche, sucia y sola.
Entonces suena la sirena. No a lo lejos, como en las películas, sino muy cerca, muy fuerte. En la manzana de al lado, como mucho.
Las botas se alejan.
Una puerta que se cierra de golpe, el motor de un coche acelerando y desapareciendo en la distancia.
Lola se deja caer de nuevo —un breve descanso, pues no puede detenerse, la amenaza no ha terminado— y sigue llorando.
No deja de llorar, ni siquiera cuando el móvil le vibra en el bolsillo de los vaqueros.
Ya ni se acordaba de que lo tenía.
Es un mensaje de Yuri.
Vienen a por mí. Ya sabes qué hacer.
So idiota. Estúpido, papafrita de los cojones, piensa Lola. Si tuviera delante a su marido le arrancaría los pelos recién reimplantados en Turquía.
¿Ahora me pones sobre aviso? ¿Ahora?
5
Unas prisas
¿Lo bueno y lo malo de Bilbao?
Lo malo de Bilbao es que no hay un sitio como el Attack. Donde apañar la tensión y el dolor genital en un par de horitas de cancaneo si culeas de estribor.
Lo bueno de Bilbao es que no hay sitios como el Attack, de los que Jon sale con el alma pocha y sintiéndose mucho más solo de lo que estaba cuando entró.
Pero más ligero, que todo hay que decirlo.
Que lo que él quiere es que le conteste el mozo del Grindr, pero después de unos cuantos chats, parece habérselo tragado la tierra. Y parecía majo. Y el inspector Gutiérrez, que es monógamo en serie, no quiere comerse una manzana dos veces por semana con ganas de llorar. Lo que quiere es amor civilizado, pero no lo encuentra.
Jon se abrocha la chaqueta al salir, con el pelo aún chorreando de la sauna. El abrigo no se lo pone, porque está a sólo seis minutos de casa. El universo, ubicándote al lado de la tentación, y tal.
Optimista irredento, como siempre, Jon enciende el teléfono. En el Attack los móviles hay que dejarlos en el ropero, junto con todo lo demás, por razones obvias. A ver si hay suerte y le salta un mensaje del mocito.
Lo que saltan son cinco llamadas de Mentor.
Seis, con la que está entrando ahora mismo.
—Son casi las dos de la madrugada —dice Jon, al descolgar.
—Espero que haya preparado a Scott como le pedí.
—Ya tiene el informe de Aguado —suspira Jon.
—Lo que nos temíamos. La mujer no es Sandra Fajardo, así que les relevo del caso.
—¿Y eso no podía esperar a mañana?
—No, porque ha surgido algo muy importante. Necesito que vayan a Marbella.
—Pues eso, mañana a prim…
—Ahora, inspector. Créame, esto es muy urgente. Y muy, muy grande. Vaya a buscar a Scott y pónganse en marcha. Les daré los detalles por el camino.
Jon abre una boca de metro. O bosteza, no hay manera de reconocer la diferencia. Son ya dos noches seguidas acostándose tarde. La anterior pescando cadáveres. Ésta, con sus cosas de marica. Y uno tiene una edad. Así que la orden le hace la gracia justa.
—Seis horas de viaje.
—Con ese coche, si le pisa bien, cuatro. Y tenga cuidado.
—¿Acaba de pedirme que le pise y que tenga cuidado en la misma frase?
—No son incompatibles.
—Me caigo de sueño.
—Si necesita un empujón químico, en la guantera del coche puede encontrar lo que necesita.
Lo que faltaba. Dos drogadictos en el equipo, por el mismo precio.
—Mi cuerpo es un templo, oiga.
—No se puede afirmar eso con un colesterol de 283, inspector.
—Se suponía que los análisis médicos eran confidenciales.
—Eran bastante confidenciales. No se estrelle —ordena Mentor. Cuelga.
Así que media hora después tiene a Antonia en el asiento del copiloto del Audi A8. Negro metalizado, lunas tintadas, llantas de aleación, cien mil euros y pico. Jon le ha bautizado como Reinamóvil, un mote que sólo le hace gracia a él.
—Si estás cansado puedo conducir yo —se ofrece Antonia, la voz un retrato de inocencia.
Éste es el tercer coche que les ha dado Mentor, después de que Antonia estrellara el primero en una persecución a más de 250 km/h. El segundo lo estampó Jon contra el Rolls Roice de sir Peter Scott, el padre de Antonia, en un pronto. Pero tal como lo ve Jon, eso también fue culpa de ella.
Motivo por el que Jon no piensa volver a cederle el volante hasta el siglo veintidós.
—Tú descansa, bonita. Tú descansa.
Antonia se recuesta en el asiento, contrariada. Cierra los ojos y finge dormir.
Jon mira el reloj y piensa en amatxo. En cómo estará. Con setenta y un años que tiene. Y con el bingo Arizona cerrado. Con qué se entretendrá. La pobre, tan sola.
Tan sola, claro, porque le da la gana. Que contra todo pronóstico no ha querido salir de su piso en Bilbao para ir a Madrid con su hijo. Que dónde va ella a su edad, y que vete tú si quieres, que te da igual que me muera aquí sola. Y que no, ama, que es que el deber me llama y tal. Y que no se viene. Dejándole a cargo de planchar sus propias camisas por primera vez en cuarenta y tres años. Es un decir, que ahora las plancha la tintorería. Y más con el sueldazo que le paga Mentor todos los meses. Casi cinco cifras. Pero que la echa de menos, vaya.
Tengo que llamarla.
El que llama —cuando van por la A-4 a la altura de Valdemoro— es Mentor. Al iPad de Antonia. Por FaceTime.
Ella coloca la tablet en el soporte del salpicadero, y acepta la llamada.
—Se preguntarán ustedes por qué les he mandado a Marbella en plena noche.
La webcam le acentúa a Mentor las entradas y las bolsas de los ojos. Parece haber envejecido diez años de golpe. Y sigue vapeando.
—La verdad es que no. No hay nada como seiscientos kilómetros para estirar las piernas.
—Usted mantenga los ojos fijos en la carretera, inspector.
—Y usted no le eche el vaporcito a la cámara, que no se ve nada.
—Había varios asuntos donde reclamaban a la Reina Roja ahora que hemos desistido de la búsqueda de Fajardo —dice Mentor, ignorándole—. He tenido que rechazar o demorar su participación en ellos. Ha surgido algo, una oportunidad como hacía mucho tiempo que no teníamos.
Mentor alza una fotografía impresa frente a la cámara. Sacada de un pasaporte, parece. Un hombre joven, moreno, de unos treinta y cinco años. Nariz ancha, pelo corto. Labios gruesos.
Yo le daba, piensa Jon.
—Éste era más o menos el aspecto de Yuri Voronin hasta hace un par de días.
Mentor alza otra foto.
—Éste es su aspecto ahora mismo.
Es una foto de gran resolución, tomada con flash. Demasiada resolución. Se ven los hombros de Yuri, y la barbilla de Yuri. Incluso, haciendo un esfuerzo para diferenciarlo de la sangre y el hueso, alcanza a distinguirse el pelo de Yuri. Lo que no se ve es la nariz, ni los ojos, ni el resto de la cara de Yuri, porque se la han volado con una escopeta.
Ya no le daba, piensa Jon. Y aparta la mirada.
—¿Calibre 12? Con balas de cerámica, diría yo —aventura Antonia, acercándose un poco a la pantalla.
—Qué bien hicimos en mandarte a un colegio de pago —confirma Mentor, enseñando más fotografías. El cuerpo aparece derrumbado sobre un cristal. Desde más lejos parece como si le faltara media cabeza, porque le falta media cabeza—. Yuri Voronin era un empresario ruso legítimo, a todos los efectos —continúa Mentor—. Tenía una empresa de importación. Productos agroquímicos, fitorreguladores, acaricidas. Los traía de San Petersburgo hasta Algeciras o Málaga. También hierro, aluminio y otras materias primas. En los últimos meses se había centrado en el Funduk.
—¿Qué es eso de Funduk?
—Significa avellana en ruso —dice Antonia.
También sabe ruso, piensa Jon. Cómo no.
—Es la Nutella rusa —aclara Mentor—. Al parecer hace furor en la Costa del Sol. Incluso la están exportando a Francia.
—La Nutella engorda —aporta Antonia, a la que le resuenan las tripas sólo con pronunciar esas siete letras.
—El Funduk más. Los rusos no han sucumbido a la tontería buenista de quitarle el aceite de palma, así que sabe a lo que tiene que saber. Dicen que por eso está teniendo tanto éxito.
—Déjeme adivinar —pide Jon—. No le han matado por vender leche, cacao, avellanas y azúcar.
—No, me temo que no. Creemos que Yuri Voronin era el tesorero del clan Orlov. El principal exponente de la mafia rusa en España.
—¿Por qué matar al tesorero? ¿Descuadró una columna de Excel?
—Esa pregunta es importante, inspector. Déjeme que le haga yo otra. ¿Qué sabe del crimen organizado en la Costa del Sol?
—Que no es ninguna broma —responde Jon.
Aunque no estuviera dentro del ámbito de experiencia de Jon cuando tenía un trabajo de policía normal, lleva muchos años leyendo las circulares internas. Conoce las redadas casi semanales. Los millones de euros y de kilos incautados. Las decenas de muertos, que van en aumento y que nunca alcanzan los titulares. Porque por encima de todo hay que proteger lo que nos da de comer. Y en este país lo que nos da de comer es vender sol y playa.
—No, no es ninguna broma en absoluto. Aquello es un caos, inspector. Colombianos, suecos, argelinos, kosovares, todos peleándose por su trozo de pastel. Por encima de todos, los rusos, cortando el pastel. Es una guerra, y vamos perdiendo.
—¿Por lo de siempre?
—Nada de fondos para las fuerzas locales. Bandos. La UDYCO por un lado, el GRECO por otro. La Guardia Civil a su bola. Envidias.
—Por lo de siempre.
—Aquí es donde entran ustedes, inspector.
Mentor muestra más fotografías. Una mujer de pelo castaño claro y ojos azules. Rostro ovalado. Incluso en la del DNI se puede ver que es guapa de narices. Y eso que las hacemos a mala idea.
—Lola Moreno Fernández. Nacida en Fuengirola en 1989. Estudió un módulo en secretariado, coqueteó con ser modelo, puso copas, gogó. Nada de provecho. Hace seis años se casó con Yuri, y ahora vive en un chalet de cinco millones de euros.
—Demasiado guapa para ir de luto —dice Jon—. ¿Qué ha declarado?
—No gran cosa. Esta misma mañana intentaron matarla en un centro comercial, a la misma hora que a su esposo. Se cargaron al chófer, y ella ha desaparecido.
—La policía la estará buscando.
—Y también los sicarios de los Orlov, así que ahora mismo tenemos una carrera contrarreloj. Su misión es ganarla. Por eso les mando a Marbella con tantas prisas, antes de que el rastro se enfríe. Lola Moreno es nuestro único vínculo con Yuri Voronin. Si descubren por qué mataron a su marido, si descubren por qué intentaron matarla a ella, quizá podamos abrir una grieta en la armadura del clan Orlov. ¿Alguna pregunta?
Jon suelta un gruñido de negación.
Antonia no dice nada.
Todos saben que está a disgusto. Que ella lo que quiere es quedarse en Madrid, buscando a Sandra Fajardo. O como se llame.
—No pareces muy entusiasmada —le reconviene Mentor, que no va a dar su brazo a torcer.
—Los mafiosos son aburridos —dice ella, encogiéndose de hombros.
—Venga ya. Esto será como lo de Valencia.
—Tú y yo recordamos Valencia de forma bien distinta.
Mentor carraspea.
—Una situación caótica como ésta es precisamente el paradigma por el que se creó el proyecto Reina Roja. Si alguien puede desatascar este lío, eres tú, Antonia. Os he dejado toda la información actualizada en el servidor. Mantenedme al tanto —pide Mentor, antes de colgar.