Incluso cuando la vida abandona el cuerpo del leal perro, las mandíbulas no se separan. Siguen cerradas sobre Orlov. Lo último que éste ve antes de que los ojos se le llenen de oscuridad es la cara de Antonia, asegurándose de que el resultado de la ecuación es el esperado.
8
Una decisión
Cuando Antonia se asoma al borde del tejado —subir le ha costado mucho más que a Jon, por la diferencia de alturas—, el inspector Gutiérrez está volviendo en sí. En el choque, la comisaria Romero ha salido mucho peor parada. Tiene una pierna doblada en posición antinatural, un hombro dislocado y un dolor que va a tardar en pasar, a juzgar por los sollozos que emite. Pero las cabezas chocaron, y ahora Jon está frotándose la frente mientras intenta recordar cómo se llama.
—En tu ficha pone «falta de respeto a sus superiores» —dice Antonia—. Subrayado varias veces. Supongo que se referían a esto.
—Ya me conoces. A la mínima, salto.
Incluso Antonia tiene que sonreír.
—Vuelve adentro, anda. Te necesito.
Las palabras de Antonia resultan ser proféticas.
Cuando regresa al salón, encuentra a Irina amenazando a Lola con la pistola. La malagueña, de rodillas, con el cañón de Irina en la frente, suplica por su vida entre sollozos.
—¿Qué haces? —pregunta Antonia, en ruso.
—Tiene que pagar por lo que ha hecho —dice Irina.
Está hecha un desastre. La ropa empapada de nieve sucia, el muslo goteando sangre. Apenas logra tenerse en pie. Pero la ecuación de la fuerza que hay que hacer para apretar un gatillo a bocajarro da un resultado minúsculo.
—Ésa no es la manera.
—Vi las imágenes del contenedor. Nueve mujeres encerradas —dice Irina—. Como trozos de carne para el consumo de animales sin conciencia. ¿Cuántas más habrán traído así? ¿Cuántas más muertas? ¿Cuántas más como mi hermana?
—¡Fue un accidente! —protesta Lola, sorbiendo los mocos. Tiene el rostro encendido, las lágrimas rodándole por las mejillas coloradas.
Irina le da una bofetada seca, y vuelve a encañonarla.
—Cállese —ordena Antonia.
Un ruido junto a la puerta hace que las cuatro mujeres —Zenya sigue la escena pegada a la pared— se vuelvan hacia el sonido.
—Me gustaría saber qué es lo que está pasando aquí —pide Jon, que ha entrado con la pistola en la mano. Tiene el cañón fijo en la cabeza de Irina.
Antonia le hace un gesto para que baje el arma. Jon mira a su compañera de reojo. Acaba obedeciendo, muy despacio.
—Comprendo lo que te sucedió —continúa hablando con Irina, de nuevo en ruso—. Yo también he perdido a alguien.
—¡No puedes comprenderlo! —protesta Irina. Su mirada se vuelve hacia Antonia, pero la boca de la pistola sigue posada sobre la frente de Lola, empujando su cuello hacia atrás.
—Comprendo la desesperanza. El sentimiento de culpa. El saber que el mundo está roto y no puede arreglarse.
—Entonces sabrás por qué tengo que hacerlo.
—Está embarazada.
—No me importa.
Antonia respira hondo y menea la cabeza.
—Entonces has perdido la poca razón que aún tenías.
Irina aprieta aún más fuerte el arma contra la frente de Lola. Parece a punto de echarse a llorar ella también.
A los ojos de Antonia, parece una niña pequeña.
—No vendes drogas —dice Irina, con voz muy suave—. No vendes mujeres. No te beneficias de la miseria de otras personas. Las reglas fueron escritas hace mucho tiempo. Y no cambian.
Antonia se lleva la mano al bolsillo y saca la tarjeta micro SD. Se la muestra a Irina, en la palma de la mano extendida.
—Viniste a por esto. Te lo daré. Pero tienes que dejarla ir.
Jon le pone una mano en el brazo a Antonia.
—No puedes darle el dinero y las pruebas —dice, muy serio.
Su compañera le mira. Hay tristeza en sus ojos, pero también convicción.
—No puedo dejar que la mate.
El inspector Gutiérrez le devuelve la mirada. Hay una batalla librándose bajo sus ojos pardos. Una batalla cruenta, que va a dejar víctimas. Su instinto de policía se debate contra su confianza en ella. Su deseo de justicia frente a la necesidad de proteger la vida de Lola y de su hijo nonato.
—Jon, no hay otro modo —dice Antonia.
Con un suspiro, Jon le suelta el brazo.
Antonia da un paso hacia Irina, ofreciéndole la tarjeta.
—Cógela —dice, en ruso.
—¿Cómo sé que no me disparará por la espalda en cuanto me haya dado la vuelta? —pregunta Irina, haciendo un gesto hacia Jon, con los ojos entornados.
—Tienes mi palabra. Si yo tengo la tuya.
Irina estudia a ambos.
El rostro de Jon, pétreo, con los dientes apretados y el brazo paralelo al cuerpo. Su arma apunta al suelo, pero la crispación de los dedos indica lo que querría hacer en realidad.
Antonia, serena. Sosteniendo la tarjeta entre el índice y el pulgar.
Irina hace sus propias cuentas. Que le llevan largos y angustiosos segundos.
Finalmente, aparta el arma. La cabeza de Lola se sacude hacia delante, liberada de la presión del acero. El cañón del arma ha dejado un rectángulo en su frente, con un círculo insertado en la parte superior.
Respira hondo, de alivio y de rabia, cuando ve cómo Irina coge la tarjeta de manos de Antonia y comienza a renquear hacia la puerta.
—¿Y mi hijo y yo, qué comeremos? —pregunta, agarrando a Irina por la bota, intentando retenerla—. Dime, qué comeremos.
Irina ha necesitado treinta y dos años —los treinta y dos años de su vida, minuto a minuto— para llegar a ese instante. Se siente pura, explícita, invencible, en el momento de responder:
—Mierda.
9
Una línea recta
Recoger y limpiar tras una fiesta nunca es divertido. Y contarlo, aún menos. Baste un resumen.
Antonia logró llegar andando hasta el cruce de caminos, donde consiguió cobertura de nuevo. La nieve estaba alta y espesa, pero ella aprovechó unas huellas recientes. La mujer que las dejaba cojeaba y sangraba. Antonia caminó despacio para no correr el riesgo de alcanzarla.
Una hora después, el tranquilo paraje estaba atestado de policías. Expertos de la científica, moviéndose entre los cadáveres y los impactos de bala, llenándolo todo de triángulos. Un fiscal y un juez de instrucción. Gente de Asuntos Internos, también. Incluso alguien del Ministerio de Interior. La participación de una comisaria y un subinspector corruptos en todo aquel asunto lo había vuelto un lío de descomunales proporciones. Que, como casi todos los embrollos escabrosos, acabó bajo la alfombra.
Cuando se llevan a Lola Moreno en la ambulancia —con los hombros caídos envueltos en una manta—, Jon se la queda mirando con desprecio.
—Lo que realmente me jode es que se va a librar de todo.
—Seguramente —dice Antonia, compartiendo su frustración—. Pero hemos hecho lo que debíamos.
Hace frío. Ellos también están arropados con mantas, que sirven de poco contra el aire gélido que baja desde la sierra. Es probable que vuelva a nevar muy pronto. Jon da una patada en el suelo, intentando entrar en calor.
—No estoy seguro de ello, cari. Hemos tomado demasiados desvíos.
—Caminando en línea recta no puede uno llegar muy lejos —dice Antonia.
Es mucho más sencillo perdonar a otros por estar equivocados que por estar en lo cierto, piensa Jon.
—Quizá. Lo que sé es que hasta aquí he llegado yo.
En condiciones normales, quizá Antonia tardaría un rato en comprender qué es lo que está intentando decirle Jon. Su compañero. Su único amigo. Su inquilino de tres pisos más abajo. Pero ha temido que este momento llegase durante varios meses. El momento en el que dijese basta.
—Así que ya no estamos juntos —dice.
—Eso parece.
Lo sucedido durante las últimas semanas ha sido más de lo que cualquiera hubiera soportado. Ha forzado su confianza, le ha mentido, le ha empujado hasta el límite y más allá.
No puede culparle, en realidad.
Pero tampoco va a ponérselo demasiado fácil.
—¿Y qué voy a hacer yo ahora sin ti?
Eso Jon lo tiene claro.
—Por encima de las mentiras, de la estupidez, seguirás indagando sin rendirte. Porque es lo que eres. Una detective. Quizá la mejor.
—¿Quizá? —dice Antonia.
—Tampoco las conozco a todas, cielo.
EPÍLOGO
—¿Cuánto tiempo es para
siempre? —preguntó Alicia.
—A veces sólo un segundo
—respondió el Conejo Blanco.
LEWIS CARROLL
Un adiós
La habitación ha cambiado mucho. Todas las cosas de Antonia están recogidas, guardadas en cajas.
Marcos no ha cambiado.
Sigue atado a la vida por las máquinas.
Su cuerpo se ha deteriorado todavía más en estos meses. Sus miembros se han encogido, su piel se ha vuelto opaca y flácida. Haciendo visible el diagnóstico. Los médicos le desahuciaron hace años. «Ninguna posibilidad», dijeron. Y Antonia no les creyó. Le dio la espalda a la razón, porque era demasiado orgullosa para admitir un error irreparable.
Luego conoció a Jon. Y lo cambió todo.
Llaman a la puerta. Abre, con cuidado.
Es un hombre alto, elegante. El hombre que necesita hoy a su lado.
—Hola, papá.
Sir Peter Scott está sorprendido de que su hija le haya llamado. Pero ha acudido, a pesar de todos los meses que llevan sin verse.
Ha venido, y es lo importante.
—¿Cómo está Jorge?
—Creciendo. Deseando verte.
—Mañana —promete Antonia.
—Le diré que prepare el ajedrez.
—Le echo de menos —dice. Y es verdad.
Antonia y Peter permanecen un rato junto a la cama de Marcos, mirando al cuerpo exánime. La carcasa vacía que una vez contuvo un amor increíble.
—Todas estas cosas que puedo hacer. Todas estas capacidades. Y no pude salvarle.
Su padre no dice nada. Tampoco la abraza. Año tras año de rechazos continuados le han enseñado a no acercarse a ella. Incluso en este momento en el que Antonia tanto lo necesita. En el que Antonia querría que lo hiciera.
No recibe consuelo, así que lo busca dentro de sí misma.
Desde que nacemos, sabemos cuál es nuestro destino. La cuna se mece sobre el abismo, dispuesto a tragarla. Nuestra vida no es más que un fogonazo entre dos negruras infinitas. El final que nos aguarda nos resulta más amenazador que la oscuridad anterior, ese instante en el que no sabíamos cuál era nuestro rostro antes de nacer. Quizá tenemos miedo a lo que viene después porque, en el fondo, una brizna de nuestro ser recuerda algo terrible. Algo que olvidamos cuando llenamos por primera vez de aire nuestros pulmones, y lloramos.
Y si nada nos libra de la muerte, al menos que el amor nos salve de la vida.
Antonia besa a Marcos en los labios por última vez. Después le hace un gesto al médico, que aguarda pacientemente junto al respirador.
Cuando las máquinas se apagan, Antonia se echa a llorar. Agradecida, por tanto amor.
Un paseo
Antonia Scott se permite pensar en el suicidio durante cincuenta y cuatro largos minutos.
Ha declinado la invitación de regresar a casa en el coche de su padre. Prefiere caminar, guardar ese tiempo para sí misma. Para recuperar el tiempo perdido.
Cincuenta y cuatro minutos puede parecer una gran cantidad de tiempo.
No para Antonia Scott. No cuando, en realidad, no es capaz de emplearse a fondo en la tarea.
En lo único en lo que es capaz de pensar es en el ahora. En cómo seguir adelante sin Jon.
En el minuto cuarenta y ocho, decide que no puede.
Un cambio
En el número siete de la calle Melancolía, mientras, Jon está empaquetando sus cosas.
Tampoco está poniendo todo su empeño, para ser justos.
Su ropa es bastante cara, y requiere de un mimo especial a la hora de embalarla. Portatrajes, papel de seda, cajas de cartón altas con una barra central.
No ha comprado nada de eso, así que en realidad lo único que ha hecho ha sido meter en la maleta la ropa interior, unos cuantos pares de gemelos —no todos—, un neceser, dos toallas y tres botes de mermelada casera de higos. Parte del botín con el que el resto de los inquilinos paga el alquiler a Antonia, y que ella se había negado a comer, con el burdo pretexto de que los higos no le gustan y la mermelada engorda.
Mira el reloj.
A esta hora no va a encontrar nada abierto para comprar material de embalaje. Pero sí que estará abierto el wok de la calle del Olivar. Ideal para una cena tardía. Quizá un par de capítulos de la serie que dejó a medias antes de que empezara todo el lío. Quedarse dormido delante de la tele.
Y mañana, quién sabe. Quizá pensarse dos veces lo de volver a Bilbao.
Jon baja a la calle. Cuando está a punto de doblar la esquina, escucha unos pasos tras él. Pasos femeninos, pasos menudos. Se vuelve, con una sonrisa en la cara. Pero no es Antonia. Es una mujer delgada, bien vestida y sonriente. Tiene un rostro amable.