Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El primer tiro revienta un faro y una de las ruedas. Jon encoge el brazo, vuelve a cargar, lo asoma de nuevo. Dispara, haciendo saltar el capó del Range Rover. Recarga, con un chasquido doble.

El todoterreno está logrando rodear el Ford Fiesta. Medio metro más y tendrá vía libre hacia la casa. Parapetados por las tres toneladas del coche, no habrá manera de detener a los atacantes.

No.

Jon se pone en pie.

El tercer disparo envía veintisiete postas de seis milímetros de ancho a través del radiador, de la batería, del sensor de flujo de masa de aire. De todas esas heridas, sólo la última es mortal para el Range Rover. Privado de una información vital para su funcionamiento, el motor decide pararse.

A Jon le sale muy caro.

Al incorporarse, ha vuelto a ofrecer blanco.

Una nueva ráfaga resuena desde abajo. Las balas, en trayectoria ascendente, muerden la piedra de la chimenea, la espalda de Jon, rozan su brazo derecho.

Jon suelta un grito, se desploma sobre la chimenea, los pies le resbalan. Eso es lo que le salva de la segunda ráfaga, que arranca esquirlas de la piedra.

En el último instante, cuando va a caerse del tejado, logra agarrarse a la chimenea. Apoya uno de los pies en el canalón, que cede bajo su peso.

Antonia ve bajar del todoterreno a Orlov y a dos bojevik que viajan con él. Orlov corre por detrás del coche hacia la izquierda del jardín, los otros dos se cubren tras los árboles del otro lado. Van en dirección a Irina, que sigue escondida tras uno de ellos, esperando su oportunidad.

Tres por el jardín delantero, dos muertos. Dos más acosando a Jon, calcula Antonia.

Entonces tiene una idea.

—Son Belgrano y Romero —grita Antonia en dirección a la chimenea—. Hazles hablar.

Jon está viendo una constelación flotar delante de sus ojos. El brazo derecho le sangra, pero apenas nota el dolor. Lo que le duele es la coz que le ha dado en la espalda el impacto de la bala. La placa de cerámica en combinación con el kevlar le ha ahorrado una operación a corazón abierto, pero le ha dejado un hematoma formándose, una costilla rota y un abrigo que tirar a la basura.

También le ha costado la escopeta, que le ha resbalado del brazo y ha caído por el tejado hasta hundirse en la nieve.

Escucha a Antonia como si le hablara desde dentro de un tanque de agua.

Algo de Belgrano y Romero. De que les haga hablar.

No estoy para respirar, voy a estar para hablar, piensa Jon.

—Romero, ¿me oye? —grita, con toda la fuerza de sus pulmones. Que después del golpe en la espalda, alcanza para que le oiga el cuello de su camisa.

Jon trata de darse la vuelta, pegarse más a la chimenea y volverse. Los pies le resbalan sobre las tejas. Unas pocas caen. Pero logra colocarse sobre los codos, e incorporarse un poco.

Repite la llamada, ahora con suficientes decibelios.

—¿Qué quieres? —responde Belgrano.

—Si se rinde ahora le prometo que no vamos a decir nada de que intentaban matarnos.

El subinspector suelta una carcajada.

—Pero, hombre, ¿tú eres gilipollas?

Pues más bien sí, piensa Jon, empuñando la pistola.

Entonces escucha cuatro palabras a través de la chimenea.

En el salón, Antonia dispara a uno de los hombres que se parapetan detrás de los árboles. La bala impacta en el tronco del árbol, de forma muy decepcionante. El único efecto que tiene es conseguir que se cubran un poco, y retrasarlos unos instantes.

No muy largos. El segundo bojevik se asoma detrás de uno de los árboles, y dispara. También tiene un AK-74. Y, contra eso, hay poco que hacer. Antonia se aparta de la ventana, mientras las balas rebotan en el alféizar y las rejas.

Entonces escucha la voz de Belgrano.

—Irina —llama, en ruso—. ¡La voz tras el seto!

Luego grita hacia la chimenea otras cuatro palabras.

Irina está intentando no aullar de dolor. Cuando rodó por el suelo para evitar los disparos junto a la leñera, algo en su espalda sonó como dados rodando sobre una mesa. L4 y L5, sus vértebras amistosas, empeñadas en juntarse. Al menos la tortura de la espalda le ha hecho olvidar momentáneamente la de la pierna.

Ha logrado recorrer quince metros en esas condiciones. Casi ha llegado a la casa, a la zona donde el agua de la manguera ha derretido parte de la nieve, pero ha tenido que detenerse tras el último de los árboles, agazapada. Su cuerpo se niega a dar un paso más. Apoya el rostro contra el tronco, sintiendo su rugosidad en la mejilla, permitiéndose cerrar los ojos un segundo. Sólo un segundo.

Arriba. No te detengas.

Alza la vista a tiempo de ver a Jon agarrarse para no caer del tejado. Una nueva punzada en su espalda le hace apretar los dientes, apoyarse contra el tronco, boquear en busca de aire.

Su nombre. Alguien grita su nombre.

La voz tras el seto.

Irina comprende.

Hace fuerza con los gemelos para incorporarse, deslizando la espalda contra el árbol, y aprieta el gatillo en dirección a la voz.

Una. Dos. Tres veces. Con un ángulo de quince grados entre cada uno de los disparos.

Las balas atraviesan el seto. Se escucha un grito al otro lado.

—Cuando dispare la rusa —escucha Jon, a través de la chimenea.

Suenan tres disparos. Y un grito.

Jon se incorpora un poco, hasta asomarse por encima de la cumbrera del tejado, y ve cómo Belgrano se agarra el costado y cae al suelo. Una bala le ha alcanzado por encima de la cadera.

De ésta no te mueres, piensa Jon. Pero te va a doler, vaya si te va a doler.

Romero le arrebata el fusil de las manos, levanta el cañón y vacía el cargador contra el seto. Un abanico de fuego abre varios boquetes irregulares en el follaje, enviando ramas de ciprés de Leyland por el aire, y revelando la valla metálica bajo la planta.

Clic, clic, clic.

—Ahí no quedan balas. Pero aquí sí, comisaria —dice Jon.

La ráfaga de balas que ha devuelto Romero a través del seto no es el mayor problema de Irina. Se ha dejado resbalar de vuelta, y la base del muro en el que está plantado el seto la protege de los disparos del otro lado, la mayor parte de los cuales pasan a más de medio metro de su cabeza.

El mayor problema de Irina es que los disparos han revelado su escondite.

Los dos bojevik que se cubrían tras los árboles la han detectado, y ahora están moviéndose hacia ella, en una maniobra envolvente. Uno de ellos la mantiene en el sitio con una ráfaga, el otro se va moviendo para rodearla.

No hay escapatoria.

Con la espalda hirviendo de dolor, la pierna negándose a sostenerla, Irina no tiene medio de salir de ésta.

Así que hace algo que nunca había hecho antes. Algo que el Afgano le prohibió hacer. Algo que nunca creyó que podría hacer.

Pedir ayuda.

Antonia ha perdido de vista a Orlov, pero puede ver a los dos mafiosos en el jardín. Uno de ellos se mueve hacia Irina, el otro, más lejos, está acribillando el árbol tras el que se esconde.

Su grito de socorro llega nítido a los oídos de Antonia.

Ha estado reservando las balas que le quedan para el momento en el que alguno de ellos se acercara más a la casa. Dos o tres metros. Sobre todo para tener una mínima posibilidad de acertar.

El que sostiene el AK-74 está a doce metros. Medio resguardado por el tronco, con una rodilla en tierra.

Antonia dispara.

Falla.

No deja de disparar, hasta quedarse sin munición.

Irina escucha el fuego de cobertura que Antonia le ofrece desde la casa, y siente cómo su esperanza renace. Ahora tiene una oportunidad. Se asoma por el lado izquierdo del tronco, justo un instante antes de que el hombre que corre llegue al árbol que está más cerca de ella. Dispara de forma instintiva, alcanzándole en la pantorrilla. La tela de sus pantalones de chándal —blancos, equipación oficial del Real Madrid— explota por dos sitios al mismo tiempo. Dejan de ser blancos.

El hombre cae de bruces sobre la nieve, e intenta devolver los disparos, pero Irina es más rápida. Le mete una bala en la garganta, otra en la mandíbula.

Queda el otro.

Queda una bala.

El bojevik del fusil de asalto se para a cambiar el cargador. Sigue intacto pese a la cantidad de disparos que ha hecho Antonia. Introduce el cargador nuevo, levanta el arma.

Irina se deja caer de espaldas sobre la nieve.

No falles ahora.

El disparo entra por el ojo derecho del mafioso y se aloja en el cerebro.

Irina se queda en el suelo, inmóvil.

El dolor se ha apoderado de ella por completo.

En lo alto del tejado, Jon tiene en el punto de mira a la comisaria Romero.

—Deje caer el fusil y levante los brazos —ordena Jon.

—Escuche, inspector. Estoy segura de que podemos encontrar una manera de arreglar esto.

—Seguro que sí. La van a encontrar usted y el juez.

A Romero la traiciona una vida entera dedicada a eliminar cualquier rasgo que la humanice. Incluyendo el lenguaje corporal. El movimiento que hace con la cabeza hubiera pasado desapercibido en otra persona. En ella es el equivalente de un anuncio de neón en plena Gran Vía.

Jon aparta el cañón del arma de ella, y lo dirige a Belgrano, que se ha incorporado sobre el codo y sacado su pistola, aprovechando la pantalla que le hacía la comisaria.

Dispara.

Jon también.

El disparo de Belgrano pasa rozando la oreja izquierda de Jon. Puede que el pulso tembloroso de Belgrano a causa de la herida haya tenido que ver. Puede que Jon se haya desplazado un poco en el último segundo. El caso es que él no muere.

Belgrano sí.

El disparo le alcanza en la frente.

Romero se lleva las manos a la cartuchera para sacar el arma. Sabe que no tiene ninguna oportunidad contra el inspector, que está ya preparado y en postura de disparo en posición elevada. Pero ha elegido su propio camino. Suicidio por policía. Un camino más corto, menos vergonzoso, infinitamente menos cansado.

Jon dice que nones.

En lugar de disparar, salta.

Es casi imposible que Jon haya podido ver con claridad el rostro de la comisaria Romero mientras caía hacia ella. Es más que probable que la imagen que atesore dentro de sí, que recuerde con viveza durante los próximos días, sea fruto de su imaginación. Un rostro con los ojos muy abiertos, la boca torcida en un rictus de miedo, una mano alzada como protección. Y un moño habitualmente perfecto, ligeramente despeinado.

Se oye un crujido seco, o quizá sean dos sonando al mismo tiempo. Un brazo y una pierna rotos, bastante rotos. Y es que ciento diez kilos de vasco cayendo desde cinco metros de altura son muchos kilos. Por mucho colchón de nieve que tengas para amortiguar.

7
Un resultado

Aslan Orlov pone un pie en el porche, preparado para devolver los disparos, en medio de una extraña quietud. El leve crujido de las maderas bajo las suelas de sus zapatillas de deporte subraya el silencio intranquilo.

No hay oposición.

Con precaución, cuidando mucho cada movimiento —es un hombre viejo, y en su profesión no se llega a serlo sin cautela—, se asoma a la ventana, con la pistola por delante.

Apenas reacciona ante el cadáver de Rebo. Ya le daba por muerto. Sólo busca amenazas, pero no las encuentra.

Sonríe, al ver lo que le espera dentro. Una sonrisa blanca y perfecta, de anuncio de pegamento de prótesis dental.

Antonia está de pie, con las manos alzadas, delante de Lola y de Zenya. No es que tape mucho, pero la intención la deja clara.

La puerta la han dejado abierta.

—Señor Orlov —saluda Antonia, en ruso, cuando el viejo aparece en el umbral.

—Tendrá que perdonarme, no recuerdo su nombre. Recuerdo habernos visto en otras circunstancias.

—No eran mucho mejores —dice Antonia.

—No lo eran. Espero que recuerde nuestra conversación.

Orlov da un paso hacia delante. Su pistola recorre el salón, de un extremo a otro, buscando amenazas.

Enfrente sólo hay tres mujeres.

Un trabajo sencillo.

—Recuerdo la conversación muy bien —dice Antonia, que quiere que siga centrando la atención en ella—. Hablamos sobre matemáticas.

—La ecuación de la fuerza —dice el mafioso, apuntando la pistola hacia Antonia.

—¿Qué le parecen dos mil kilos de presión por centímetro cuadrado?

La mirada de Orlov se enturbia, sin comprender.

Lola susurra una palabra.

Desde el sofá en el que estaba tumbado, esperando la orden, Kot salta al suelo, gruñendo. Sólo tres zancadas le separan de Orlov. El mafioso dispara cuatro veces sobre el enorme moloso. Acierta dos. Pero no es suficiente. Lanzado al ataque para proteger a su dueña, hace falta mucho más que una pistola para detenerle. Las enormes patas derriban a Orlov, los dientes se cierran sobre su garganta. El mafioso dispara dos veces más, a bocajarro, contra el lomo, contra la tripa del animal. Éste se sacude, pero no ceja.