Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Iré yo —se ofrece Jon, cuando Antonia le traduce la respuesta al castellano.

—Con la escopeta, y desde arriba, cubrirás mucho terreno. Intentarán rodearte, así que tienes que estar atento a tu espalda.

—De acuerdo —dice Jon.

Irina coge a Antonia por el codo, la lleva hacia la ventana e inicia con ella una conversación en ruso.

—Tú, aquí —le dice, dando con los nudillos en el alféizar—. Rompe los cristales, sólo estorban. Espera hasta que estés segura de acertar.

—¿Y tú?

—Yo iré afuera, entre los árboles.

—Con esa pierna, ni hablar.

—¿Sabes usar eso? —dice Irina, señalando la pistola de Antonia.

—No muy bien —admite ella.

—Pues no discutas. Deprisa. Tienen que estar a punto de llegar.

5
Un tejado, un jardín y un salón

Jon es el primero en verlos.

Su trabajo le ha costado. En el dormitorio principal hay un velux que da al tejado, el único acceso a la casa que no tiene rejas. Salir por él ha sido una odisea. Primero, subirse a una silla para poder maniobrar. Después, abrirlo al máximo. El máximo resultan ser cuarenta centímetros. Las matemáticas le indican que por ahí no va a pasar. No es que esté gordo. Así que rompe las varillas que le impiden la salida. A culatazos.

Abajo, Antonia hace algo parecido, a juzgar por el ruido de cristales rotos.

El inspector Gutiérrez lleva once años sin subirse a un tejado. Y fue para arreglar una antena parabólica en casa de unos amigos. Así que toda su experiencia consiste en recordar que están inclinados, y que resbalan mucho, sobre todo cuando están cubiertos de nieve.

El tejado es a un agua, de teja árabe. A la izquierda del velux queda la chimenea. Es grande, y ofrece suficiente espacio para que Jon pueda parapetarse tras ella. Queda justo encima de la puerta de entrada.

Las malas noticias son que en esa posición ofrece un blanco perfecto a cualquiera que se acerque por detrás de la casa.

No pasa ni un minuto desde que Jon se coloca en su sitio y los todoterrenos doblan el recodo del camino. No lejos de donde el Audi se estrelló sin que Jon tuviera culpa alguna.

—Ya están aquí —grita Jon, a través del hueco de la chimenea.

En el salón, Antonia rompe los cristales con el atizador de la chimenea, y coloca una manta —robada en un vuelo de Iberia— sobre la jamba destrozada, para poder apoyarse sin miedo. Un muro de aire gélido le golpea en la cara.

La voz de Jon llega a través del hueco de la chimenea un minuto más tarde. A su derecha escucha cómo la puerta del salón se abre. Irina está saliendo.

Antonia se vuelve hacia Lola Moreno, que se está vistiendo, ahora que sus ropas se han secado.

—Esté pendiente de la puerta, por si le ordeno que la abran corriendo. Y usted —le dice a Zenya—, preste atención a la ventana de la cocina, por si alguien intentara algo desde ahí.

Irina desciende los escalones del porche y se interna en el jardín. La nieve le llega justo por debajo de la rodilla, dificultándole mucho los movimientos. Pero, por extraño que resulte, estar de nuevo en contacto con ese manto blanco le transmite una energía que hace mucho tiempo que creía perdida. No le quita el dolor, pero le devuelve algo. Del tiempo en Magnitogorsk, junto al Afgano. El hombre que la convirtió en un arma.

Está claro que la discreción no va a ser su aliada. Va dejando detrás de ella un rastro bastante claro. Huellas, arrastres, incluso pequeñas manchas rojas que se vuelven rosadas en cuanto se diluyen en la nieve removida.

Usa lo que tienes a tu disposición, resuena la voz del Afgano en su cabeza.

En lugar de ir directamente hacia la entrada, Irina se desvía hacia la pared, de la que ve colgar una manguera. Abre el grifo al máximo, confiando en que el agua no se haya helado dentro del tubo. Pero lleva demasiado tiempo sin usarse, así que fluye con fuerza al cabo de unos instantes. Irina coge la manguera y la arrastra tras ella hasta la zona junto al seto, y deja que el agua corra hacia la entrada de la finca. A la vuelta, necesitará un camino abierto para regresar deprisa. El agua ayudará a despejarlo.

En el tejado, Jon ve cómo se están preparando para entrar. Bajan de los coches. Cuatro del primero, tres del segundo. Reconoce a Orlov, a Romero y a Belgrano. El asco que le produce ver a dos compañeros —dos personas que gritaron a pleno pulmón el mismo juramento que él—, al lado de esa alimaña, no se puede reproducir.

—Son siete. Belgrano y Romero también —dice a la chimenea, confiando en que Antonia le escuche.

Puede ver a Irina, recorriendo el lateral de la finca, pegada al seto. Va muy despacio. Apenas puede moverse con esa pierna herida. Cojea ostensiblemente, y va dejando un rastro que cualquiera puede seguir. La pierde de vista a ratos, ya que la media docena de árboles que hay en el jardín le bloquean parte de la visión. De pronto es consciente de que esos árboles van a ser un problema, si cualquiera de los atacantes los usa como parapeto para avanzar hacia la casa.

Igual lo de poner el Ford Fiesta delante de la cancela no ha sido una buena idea. Va a dificultarles entrar, pero el truco les ha avisado de que venimos, piensa Jon.

Porque se están organizando. Alguien da una orden, seguramente Orlov, aunque Jon no puede verlo. El primero de los cuatro por cuatro da marcha atrás en el camino, se coloca con el morro hacia la cancela, y comienza a empujar. La cancela suelta un chirrido metálico, el todoterreno sigue empujando.

Y hay dos hombres que están rodeando la casa. Jon ve cómo doblan la esquina, luego pierde la perspectiva cuando el seto les oculta.

Mierda, mierda, mierda.

En el jardín, Irina ha conseguido llegar hasta el fondo del mismo. Hay una leñera, que forma un recodo en la pared. Allí espera, con la pistola en la mano, intentando no pensar en lo difícil que es mantenerse en pie.

El todoterreno, un Range Rover de color negro, embiste la cancela con golpes secos, cortos. Marcha atrás, acelerador a fondo, marcha adelante. Las ruedas han conseguido abrirse un surco en la entrada. El parachoques está ya medio hundido, pero a la cancela no le queda mucho. Un golpe más y saltará del riel que la mantiene derecha. El aire huele a gasolina, a barro y a metal.

Clang.

El ruido, rasposo, resuena por encima del motor revolucionado. Eso es algo que nunca ha dejado de sorprender a Irina. Cómo la nieve es capaz de amortiguar unos sonidos y multiplicar otros. La nieve es caprichosa.

El todoterreno se echa hacia atrás, para permitir que los hombres pasen. El primero se cuela por el hueco entre la cancela y la pared. Irina ve asomar unas zapatillas de color azul, unos vaqueros, finalmente un cuerpo rechoncho, enfundado en una cazadora de cordura.

Irina lo deja pasar. Espera a que avance un poco sobre la nieve del jardín, que tire de la cancela para ayudar a que pase el siguiente. En el momento en el que las piernas del segundo están a mitad de camino, Irina da un paso hacia delante, abandonando la protección del reborde de la leñera. Pone la pistola en la cabeza del primero, y aprieta el gatillo. Ni siquiera mira a la cara del segundo, sólo se gira, le apoya la pistola en el estómago y dispara de nuevo. El primero aún está cayendo al suelo, de rodillas, con la cabeza destrozada, cuando el segundo comienza a gritar de dolor. La bala le ha atravesado las tripas, haciendo un agujero de salida del tamaño de una pelota de tenis.

Irina se arroja al suelo justo a tiempo. Los disparos atraviesan el aire que acaba de abandonar. Rueda, vuelve hacia atrás, se refugia en la leñera.

Ahora intentarán dispararme desde arriba, comprende, demasiado tarde.

En el tejado, Jon ve caer a los dos a los que ha disparado Irina, y cómo se arroja al suelo. De pronto, una cabeza se asoma por encima de la leñera.

Están intentando trepar por ahí. Jon deja a un lado la escopeta, se apoya en la piedra de la chimenea, tensa los hombros y relaja las manos. A esa distancia es imposible acertar a la cabeza y las manos que se asoman, pero no es necesario. Basta con lo que sucede. El tiro pega en el muro, arrancando un pedazo de revoco, y haciendo que la cabeza y las manos desaparezcan.

Eso da tiempo a que Irina se incorpore y se aleje un poco, renqueando, pero por desgracia también ha causado otro efecto.

Jon ha revelado su posición.

Los dos que estaban rodeando el muro de la finca han conseguido un ángulo de tiro, y han visto a Jon.

Por suerte sólo asoma parte de la cabeza y los hombros. Un tableteo resuena en sus oídos, al tiempo que una ráfaga se estrella en la cumbrera del tejado, haciendo estallar una lluvia de tejas y enviando una nube de arcilla y cemento encima de Jon, que se agacha antes de que una segunda ráfaga desgaje una de las piedras de la chimenea.

Su puta madre. Eso es un arma automática.

—¡Tienen armas automáticas! —clama la voz de Jon, por la chimenea.

Antonia, para entonces, ha reconocido el tableteo característico del AK-74. La versión modernizada de su primo famoso y veintisiete años anterior. Fuego selectivo, treinta cartuchos fabricado en poliamida semitranslúcida, cerrojo rotativo

Mala cosa, piensa Antonia.

Por la dirección de los disparos, deduce dónde están los atacantes de Jon. Por detrás de la finca el seto mide tres metros y no hay acceso al interior de la casa. Pero si son capaces de retenerle en el tejado sin permitirle que dispare, sus posibilidades se reducen mucho. Irina se está replegando, en el exterior del jardín. Lo que deja sola a Antonia frente a los atacantes.

El hombre al que Irina hirió en el estómago está atascado en la cancela, se ha debido de enganchar la ropa en los hierros. Sigue gritando de dolor. Aunque aún no lo sepa, está muerto, evalúa Antonia desde la distancia. Una bala de 9 mm a bocajarro en el estómago requiere de asistencia urgente antes de treinta y dos minutos. A partir de ese momento, sólo queda poner morfina.

Al parecer, Orlov ha hecho la misma evaluación que ella. El todoterreno se echa hacia atrás, y vuelve a embestir la cancela, retorciendo los hierros contra la pared y aplastando el cuerpo del herido, que suelta unos alaridos desgarradores. Suena un disparo, uno solo. Los alaridos se detienen.

—Ejecuta a sus propios hombres. Ésa es la piedad que podemos esperar —dice Lola, detrás de ella.

Se ha levantado y mira por la ventana, con los ojos repletos de miedo.

—Vuelva a su sitio —le ordena Antonia—. Y haga el favor de no molestar.

Fuera, Irina ha conseguido retroceder hasta el lateral de la finca. Renqueando cada vez más. La pierna herida apenas tiene ya fuerza. Se parapeta detrás de uno de los árboles, buscando un lugar desde el que poder disparar. Pero no hay ángulo que le permita ver la puerta con claridad.

Mierda, piensa Irina.

En el tejado, Jon sigue atascado. No hay forma de regresar al interior sin ponerse de pie y convertirse en un blanco fácil. Levanta la mano para comprobar que sigan ahí, y la baja enseguida. Una nueva ráfaga de balas le clava en el sitio.

Mierda, piensa Jon.

Dentro, Antonia contempla cómo el todoterreno embiste la cancela de nuevo, empujando hacia delante el Ford Fiesta. Las ruedas resbalan en la nieve, desplazando el coche a pesar de tener clavado el freno de mano.

Con un último empujón, el Range Rover invade la finca, comienza a rodear el Ford Fiesta, el último obstáculo que se interpone entre el todoterreno y la casa. Detrás del parabrisas, el rostro de Orlov se va haciendo cada vez más grande.

Mierda, piensa Antonia.

6
Una mañana tranquila

El todoterreno irrumpe en la finca, al tiempo que Antonia comienza a disparar. Una bala pasa por encima del coche, otra se estrella en el capó. Una última da en el parabrisas, arrancando de cuajo el retrovisor.

Antonia sopesa los resultados con cierta distancia objetiva y concluye, que, para ser ella, no están mal del todo.

Pero no han servido para frenar a Orlov.

—Si pasan, estamos muertos —grita Antonia.

Desde el asiento trasero del todoterreno, que lleva las ventanas abiertas, alguien comienza a disparar.

Jon escucha, más que ver, el todoterreno entrando en la finca. Agazapado tras la chimenea, no tiene ángulo suficiente como para disparar con precisión. Pero la escopeta tiene una ventaja: no necesita mucha.

Asoma el cañón de la Remington, sosteniéndola con una sola mano. En alguien menos fuerte, el retroceso de aquella bestia la haría brincar como una cabra montesa en celo. Pero el brazo derecho del inspector Gutiérrez no es cualquier brazo. Cuando aprieta el gatillo, la escopeta se mantiene recta como si la hubieran soldado a esos cinco dedos. Jon siente el zurriagazo reverberar en los músculos del antebrazo y en la articulación del codo.