Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

El inspector Gutiérrez se sacude una miga de galleta de la barba, y sonríe.

—Eso no va a ocurrir.

—No —admite Antonia—. Pero era la última opción que quería que descartaras.

—Así que sólo queda una cosa por hacer.

Antonia asiente, despacio.

—Dos contra ni se sabe —dice Jon.

—Tres —le corrige Antonia, señalando a Irina.

—Creo que no te sigo.

—Está de nuestro lado.

—¿La loca del coño?

Antonia tuerce el gesto.

—No es el término que yo utilizaría.

—¿Y qué término utilizarías tú?

—¿Si tuviera que hacer un perfil psicológico? Estrés postraumático, egomanía, trastorno persistente del duelo, personalidad antisocial. Probables rasgos esquizoides, aunque no estoy segura.

Menudo diagnóstico, piensa Jon. Para que la encierren.

—¿Y qué vas a hacer con ella?

—Voy a devolverle la pistola.

—Estás de broma.

Antonia coge una galleta y la mastica despacio, negando con la cabeza.

—¿Cómo puedes confiar en una persona así?

—¿Cómo puedes tú?

Alguien aprieta el pause sobre la cara de Jon, que se detiene hasta comprender a quién se refiere Antonia.

—Ah. Todo eso, ¿eh?

Antonia se encoge de hombros. No es cuestión de presumir.

—Pero a ti no te ha dado por matar gente —dice Jon.

—Sabes que lo he intentado. Pero tengo una puntería bastante mala.

Jon suelta una carcajada, recordando lo que pasó en el túnel con Sandra Fajardo. Es una carcajada nerviosa, de esas que uno suelta en una oscuridad repleta de monstruos.

—Pues ya puedes ir mejorándola. Por cierto, este café estaba buenísimo. Me está quitando el cansancio de golpe.

Antonia saca del bolsillo una bolsita con píldoras blancas.

—Difenilmetilsulfinilacetamida.

Jon reconoce la bolsa enseguida. Se suponía que estaba en la guantera. Mira la taza vacía, y luego mira a Antonia, con los ojos entrecerrados.

—Qué bajeza, cari. Me has echado droja en el Nescafé.

—Ya me lo agradecerás.

Romero

No es esto para lo que me hice policía, piensa la comisaria.

Mira el reloj. Pasan de las ocho de la mañana, no queda mucho para el amanecer.

Está siendo una noche eterna. Y muy triste.

El cansancio ejerce sobre su ánimo un efecto melancólico. Nunca ha sido ella muy dada a reconocer en su interior las emociones. Mucho menos, a manifestarlas. Bien sabe Dios que lo último que puede traslucir una mujer que se dedica a su profesión son los sentimientos. Todo es interpretado como un signo de debilidad. Una gripe, el periodo, el más leve cambio de humor. Una queja sobre una situación empleando cualquier término valorativo. Cualquier peculiaridad o rasgo del carácter que en un hombre es aceptado sin un segundo vistazo, para una policía es un baldón. Cada día desde que empezó ha tenido que enfrentarse a palabras como cuota, paridad, adorno.

Así que elimina cualquier rasgo que la humanice. El color en la ropa, descartado. También el maquillaje. Incluso ha aprendido, a lo largo de los años, a modificar su lenguaje corporal.

Un trabajo ingente. Que comenzaba a dar sus frutos.

Hasta que un día se obsesionó con Orlov. Y con Voronin, como medio de conseguir llegar a él. Se obsesionó tanto, se involucró tanto, que ha terminado aquí.

Aquí. Un cruce de carreteras, a la salida de un pueblo perdido de la sierra madrileña. Donde hace un frío de mil demonios.

Un lugar como cualquier otro para volver la vista atrás.

Todo empezó cuando pillaron a Voronin por el lío aquel del contenedor. Las pruebas eran endebles, siendo muy generosos. Pero Voronin picó el anzuelo. Y su mujer también. Menuda sinvergüenza. Iba de mosquita muerta, de no haber roto un plato en su vida. Pero a ella nunca la engañó. Voronin la miraba antes de abrir la boca. Aunque le preguntaras la hora. Cada puñetera vez, se volvía y la miraba.

Lola Moreno. Qué asco de tía.

Romero se enciende un cigarro. Sólo fuma en privado. Otra debilidad que evita mostrar. Pero qué más da ya. En este cruce de caminos, solamente está Belgrano. Y él lo sabe todo de ella.

El subinspector Belgrano. Leal hasta el final. Con su impulsividad y su mal genio. Se pregunta por qué nunca se ha acostado con él. Es lo único que les falta. Han compartido todo lo demás. Noches en vela, sangre. Broncas. Detenciones que no han prosperado, delincuentes que se han librado. Otros que han acabado donde deberían. Frustración, mucha. Victorias, menos. Pero la cama, nunca.

Está bien así, piensa, echándole un vistazo de reojo. Apoyado en la moto, sin decir palabra. Cansado, como ella. Pero sin protestar. Son hermanos. Comparten un código. Y eso une más que lo otro. Son familia.

La familia mancha. La vida pesa.

Ella sabía que usar a Voronin como confidente era un camino peligroso. Que iba a utilizarles para eliminar a la competencia. Es de primero de soplón, y Romero ya tiene sus años. Pero cómo iba a prever ella la trampa que les tendió, el muy cabrón.

Ella no había metido la mano demasiado. No más de lo normal, al menos. En una redada de las gordas siempre se perdían un par de fajos. Todo el mundo lo sabía, y todo el mundo miraba hacia otro lado. Y qué esperan, con la miseria que les pagan. Ella no llega a los tres mil brutos. Belgrano, un tercio. Lo que ellos ganan en un mes, un camello lo gana en una tarde tonta. Un gomero, diez veces eso, con un solo viaje. Pero ellos tienen que dejarse la vida y las horas, jugarse la piel y el pescuezo cada minuto, por unas migajas. Y vadear un río de mierda, con una sonrisa y la ropa impecable. Claro que sí.

Ella no había metido la mano demasiado. No más de lo normal. Las reglas estaban claras. Que no te pillen, no llames la atención. No lo tengas por costumbre. Todo lo que quede por debajo de esa línea es tu puñetero problema. Allá tú y tu conciencia. Nadie levantará una ceja.

Los inspectores que entrullaron hace ocho años en Marbella. Amigos suyos. Compañeros de la UDYCO. Sólo cometieron un error. Confundieron los términos. En lugar de dedicarse a hacer de policías y trincar lo que caía de la mesa, se subieron a la mesa y pusieron un plato.

Ella no era así. Nunca lo había sido.

Todo lo que ella quería era hacer bien su trabajo.

Pero aquel coche correo de los serbios. Seiscientos mil euros en billetes usados. Sólo un conductor. Escoria con antecedentes de violencia. Homicidio, robo, abusos. A Belgrano se le calentó la cabeza. Y a ella también, cómo no. Con esa pasta se tapaban muchos agujeros. Se apuntaban la detención, una más para el historial impecable de la comisaria Romero. Y aquí paz y después gloria.

Cuando algo parece demasiado bueno para ser verdad, adivina el resto.

Puto Voronin.

Siendo honesta, tampoco es que le quedase mucho que dar. El tipo estaba quemado. Ya iba siendo hora de que dejase de darles peces chicos, y les entregase el atún. Pero se les adelantó. Sólo porque no contó con ella. Su mujer nunca le hubiera dejado cometer esa estupidez. Amenazar a una comisaria de policía. Hay que ser…

Lo pagó. Caro. No era la idea. El puto perro asustó a Belgrano, que siempre ha sido más bien ansioso. Y todo se descontroló. Hubo que ir corriendo a por ella. Y fallaron.

Menudo desastre.

Llamó demasiado la atención. El propio Orlov la llamó por teléfono, para pedir explicaciones. Era la primera vez que hablaban. Y ella le dio media verdad. Lo justo para que todo el mundo salvara la cara.

Pero en Madrid alguien levantó una oreja. Y aparecieron aquellos dos en busca de Moreno.

Cuando la cogieron, Orlov volvió a llamar. Se suponía que tenía que morir, como fuera. Orlov facilitó el coche. Una segunda cagada. Y dos policías muertos. Dos inocentes. Otra raya cruzada.

Esa Lola Moreno es como una puñetera cucaracha. No termina de morirse nunca.

Orlov llamó una tercera vez. Para informarles del fracaso, y ordenarles qué hacer. Y Romero se dio cuenta de que las tornas habían cambiado. Que ahora sólo era una herramienta en sus manos.

No es esto para lo que me hice policía, piensa la comisaria, de nuevo.

Los dos coches llegan con las primeras luces del amanecer. El sol no va a romper hoy por encima de los montes. El cielo cuelga muy bajo, henchido de nubes grisáceas y malos presagios. Lo que hagan hoy, quedará oculto de la mirada de Dios.

Es un alivio miserable para una tarea miserable.

El primer todoterreno se detiene en el cruce. Romero echa un vistazo al interior. Sólo dos hombres, que no hacen gesto alguno al verlos.

—¿Esto es lo mejor que tiene Orlov?

—Lo mejor que tiene Orlov es Orlov —dice una voz tras ellos.

Romero se gira, y ve al viejo mafioso, acompañado de dos matones, bajarse del segundo todoterreno. La Fiera. Proxeneta, violador, narcotraficante. Asesino. Tiene que contenerse para no sacar el arma y esposarle contra el capó.

Una oleada de repugnancia la invade. Hacia él, hacia sí misma.

—¿Están solos? —dice Orlov.

—Sólo nosotros. ¿Esperaba a alguien más?

El viejo mira a lo lejos. A la línea donde comienza el bosque que se extiende montaña arriba, hasta desaparecer devorado por las nubes.

—No importa. ¿Han localizado la última posición que les envié?

—Es aquí —dice Belgrano, mostrando un mapa hecho por satélite en la pantalla de su móvil—. Hay una casa en el bosque, doce kilómetros más adelante, por este camino. Después, nada.

—Suban al coche. Acabemos con esto de una vez.

4
Un inventario

Lo ponen todo encima de la mesa. Cuatro piezas de metal y plástico encima de la madera.

No es gran cosa.

El arma de Jon tiene trece balas en el cargador insertado, otras trece en el de repuesto.

La pistola de Irina, diez balas. Sin cargador de repuesto.

La pistola que tenía Rebo. Doce balas. Sin cargador de repuesto.

La escopeta de Jon. Ocho cartuchos.

—Veinte metros de alcance. A partir de ahí, la dispersión de las postas disminuye las posibilidades de un disparo letal —dice Antonia, apoyando el índice en la culata.

Jon asiente, despacio.

—Así a ojo, ¿cuánto dirías que son veinte metros? —pregunta, señalando por la ventana.

—Hasta el abedul.

—Claro. Y sólo por clarificar…

Ella pone los ojos en blanco.

—El árbol de la derecha del Ford Fiesta.

—Ves como cuando te explicas…

Antonia se pone en pie, y recoge la pistola de Irina y la que Rebo había robado a los policías.

—Al final hemos acabado resolviendo el asesinato del Manzanares.

—Ése no te lo puedes apuntar. Se ha resuelto solo.

—¿Y quién ha cogido a la asesina?

—Técnicamente, la ha atrapado el perro —dice Jon, levantándose y yendo hacia las prisioneras.

El inspector Gutiérrez le pide a Zenya que se incorpore, y le quita las esposas.

—Necesito que lleves tu coche hasta la cancela y lo aparques de culo, lo más cerca que seas capaz. Después echas el freno de mano, y vuelves cuanto antes.

La asistenta obedece. Antonia se acerca a la entrada, y aprieta el botón que cierra la cancela. Por si a la mujer le entra una idea de última hora.

Cuando regresa, les explica el plan.

—Orlov tiene que estar a punto de llegar. No sabemos cuántos son, ni con qué armas cuentan. Así que tendremos que aguantar como podamos. Tenemos dos ventajas a nuestro favor. La casa es sólida, todas las ventanas tienen rejas. Así que el único punto de entrada posible es la puerta principal.

—¿Cuál es la segunda? —pregunta Lola.

—No esperan oposición. Ni que seamos tres —dice, alargándole su pistola a Irina, sosteniéndola por el cañón.

Hay un instante de silencio incómodo. Incluso la hoguera, casi apagada para entonces, cesa de crepitar.

Ella no hace ningún movimiento para coger el arma. Sus ojos verdes no se apartan de los de Antonia.

—¿Seguro?

—No. Pero tampoco tengo mucho que perder —responde Antonia.

Irina levanta el brazo. Sus dedos rodean el cañón del arma. Durante un instante, la energía que transmite su mano se comunica con Antonia a través de ochocientos gramos de acero.

—¿Y nosotras? —dice Lola.

—Usted la ha traicionado a ella —dice Antonia a Zenya, señalando a Lola.

—Y tú has traicionado… —Jon hace cuentas, pero sale más barato resumir—. Bueno, a todo el mundo. Así que tumbaos debajo del sofá, y no incordiéis.

Irina se incorpora un poco, y va con Jon hasta la ventana. Tiene que apoyarse en él a cada paso.

—Plan vuestro… mal.

—¿Ah, sí? ¿Cuántas veces has estado en una casa asaltada por mafiosos rusos?

Irina inclina la cabeza, intentando comprender. Luego alza dos dedos.

—¿Y qué tal la experiencia?

—Una mal. Una bien.

Antonia se une a ellos.

—¿Tienes una idea mejor? —pregunta, en ruso.

—Alguien tiene que estar en el tejado —responde ella en el mismo idioma—. Intentar que no se acerquen demasiado. No importa que las ventanas tengan rejas, si se acercan, moriremos todos.