Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—Está bien. Ahora ya ha acabado todo. Incluso hemos capturado a la Loba Negra —se ufana Jon.

Antonia mira a la mujer tumbada en el suelo. Luego mira a la pistola que le ha quitado. Al cadáver de Kiril Rebo. Al perro, que no aparta sus ojos de ellos, mientras se relame la sangre del hocico.

—Ella no es la Loba Negra —dice Antonia.

Jon se vuelve hacia ella, con los ojos muy abiertos.

—Pero qué dices, cari. ¿Has enloquecido?

Antonia señala al perro, señala a Rebo.

—Dime por qué nuestra asesina profesional mata a sangre fría a Kiril Rebo y no mata al perro en defensa propia.

Definitivamente, Jon no tiene una respuesta para eso.

—¿Eres la Loba Negra? —dice, inclinándose sobre la mujer herida.

—No. Yo la seguí y la maté.

El inspector Gutiérrez suelta una carcajada de incredulidad.

—¿Tú mataste a la Loba Negra? ¿A la asesina que teme toda la mafia?

—Ella buena. Yo mejor —dice la mujer, encogiéndose de hombros.

Jon se rasca la cabeza.

—Vale. No eres la Loba Negra. Entonces ¿quién eres?

—Nombre no importante. Importante es que Orlov viene.

—Déjanos decidir eso a nosotros.

Ella reprime una mueca de dolor. Respira hondo. Lleva años sin pronunciar esas palabras. Tantos, que muchas veces ha llegado a dudar de quién es de verdad.

—Mi nombre es Irina Badia.

CUARTA PARTE
JON

La niña no sintió dolor
cuando el clavo le rasgó la cara
por debajo del ojo izquierdo.
Loba negra

1
Un relato

Éste es un relato que debería contarse en voz baja, cadenciosa, con un ritmo pausado, con todo el tiempo del mundo.

Había una niña

Vocales suaves, consonantes contundentes, fonemas con un acento de tierras lejanas.

que jugaba a colgarse

Frases cortas, muchos silencios, a veces largos.

de la rama del viejo roble

Hasta explicar el mismo cuento que ella se narra a sí misma sin cesar.

hasta que un día llegaron

Para calmarse el dolor, para aliviar su necesidad, para lograr conciliar el sueño.

unos hombres malvados.

Había una niña que jugaba a colgarse de la rama del viejo roble hasta que un día llegaron unos hombres malvados.

La niña se llamaba Irina Badia. Su hermana, Oksana. Vivían en una granja propiedad de sus padres en Chkalova, Ucrania.

Todo eso son sólo palabras.

¿Cuántas son necesarias para contar la historia de una persona? ¿Mil? ¿Cien mil?

Tampoco son suficientes.

Describir el horror que la niña sufrió cuando los hombres fueron a buscarla sería un intento inútil. Su familia murió, y ella escapó, eso es todo. Siguió viva, por difícil que fuera. Hasta que se hizo lo bastante fuerte como para recorrer dos mil kilómetros, en busca de alguien que la hizo aún más fuerte. Que la enseñó a elevarse por encima de sí misma.

¿Cuánto debe durar una pelea?

Cinco segundos.

No eres la más fuerte, nunca lo serás. Si tu contrincante resiste tu asalto inicial, será un infierno. Ataca en los puntos débiles, sin piedad, y túmbale antes de que se entere siquiera de que hay una pelea.

Pasaron los años.

Viajó mucho más lejos, hasta el otro extremo del mundo, en busca de aquellos que se lo habían arrebatado todo.

Encontró el amor, o algo parecido.

Lo dejó atrás, porque descubrió que no era suficiente. Que lo único que podía llenar el inmenso vacío en el centro de su corazón era la sangre.

Regresó. Sola.

Cuanto más sola está una persona, más solitaria se vuelve. La soledad va creciendo a su alrededor, como el moho. Un escudo que inhibe aquello que podría destruirla, y que tanto desea. La soledad es acumulativa, se extiende y se perpetúa por sí sola. Una vez que ese moho se incrusta, cuesta una vida arrancarlo.

La niña siguió adelante. Volviéndose mucho más violenta, más expeditiva. Sus peleas eran breves, pero cada vez iban cobrándose un precio más alto. Su cuerpo se fue quebrando, su espalda era un universo propio, donde habitaba un dolor insoportable, que se adueñó de todo.

Cada vez le quedan menos peleas dentro. Y el corazón sigue sin haber comenzado a colmarse.

Un día, en San Petersburgo, descubrió el paradero del último de los hombres que habían ordenado la incursión en la granja de los Badia. Un proxeneta llamado Orlov. Que había progresado desde entonces. Ahora tenía su propio clan, allá abajo. En España.

Pero los jefes de la Tambovskaya no estaban contentos con Aslan Orlov. Habían enviado a una asesina para destruirlo y arreglar sus errores.

Todo esto se lo contó un hombre moribundo, al que Irina torturó durante horas. Un shestiorka de la organización, que quería vivir. No lo consiguió, pero su muerte no fue en vano. Puso a Irina sobre la pista de la Loba Negra.

Viajó a Madrid en el mismo avión que ella.

Se alojó en el mismo hotel que ella.

Cuando salió a dar un paseo aquella noche, por la orilla del río, Irina la siguió con un cuchillo y un alambre. La alcanzó en el puente. Iba tranquila, confiada. Como todos los depredadores que creen que la noche les pertenece. En el último instante, cuando estaba ya sobre ella, la Loba presintió el peligro. Logró parar sólo su primer golpe.

La pelea duró en total tres segundos.

Irina la desnudó, se deshizo del cuerpo. No sin antes usar su dedo pulgar para desbloquear su móvil por última vez.

A partir de ahí, se convirtió en ella. La información sobre su objetivo estaba totalmente a su disposición. Pero justo cuando iba a salir en su busca, se encontró con que Orlov también requería de sus servicios. El juego se volvió aún más interesante.

Este relato comienza de la misma forma que los cuentos de hadas siempre cambiantes que Lola se cuenta a sí misma. ¿Hay acaso alguna otra manera de comenzar un cuento? Pero hay una diferencia respecto a esas mentiras autocomplacientes con las que Lola intenta reescribirse a sí misma.

El relato de Irina Badia es real.

Todo lo real que pueda ser una historia, al fin y al cabo.

Ésto sería lo que Irina Badia tendría que haberle contado a Antonia Scott. Pero el mundo, en general, ofrece pocas oportunidades para escuchar el relato completo de una persona antes de emitir un juicio sobre ella. Cuáles son sus orígenes, sus aspiraciones, sus sueños. Qué anhelos alberga el corazón infinito de un ser humano. Qué piedras ha encontrado en el camino, qué le ha hecho cruzarse en el tuyo. Qué sonrisas de dientes afilados le impiden conciliar el sueño cuando trata de dormir. Quién plantó las zarzas que desgarran su alma y asfixian su juicio.

Cómo se hizo esa cicatriz debajo del ojo izquierdo.

El mundo ofrece pocas oportunidades para escuchar completo el relato de una persona. Estar atrapado en un chalet de montaña que está a punto de ser asaltado por asesinos armados hasta los dientes no es una de esas oportunidades. Y la vida no es como una película o una novela, donde justo antes de un momento decisivo, el narrador se permite hacer un largo flashback en tonos pastel.

Así que la conversación fue más bien de esta otra forma.

2
Un resumen

—Mi nombre es Irina Badia.

—Eres muy buena. ¿Fuerzas especiales rusas? Spetsnaz? ¿Grupo Alfa?

Irina menea la cabeza.

—Amigo enseña a mí.

—¿Por qué estás aquí, Irina?

—Orlov mata a mi familia. Yo mato Orlov.

Antonia se da cuenta de que el rudimentario español de Irina no les llevará demasiado lejos.

—¿Cómo murieron? —pregunta, cambiando al ruso.

Irina le contesta en ese idioma. Habla más despacio. Su voz se vuelve más suave.

—Teníamos una granja. Nos querían a mi hermana y a mí. Mataron a mis padres, se llevaron a mi hermana para la red de trata. Yo escapé.

Antonia mira a la mujer, tumbada en el suelo, indefensa. Cuando se mueve un poco, puede ver que le falta una oreja. La analiza, a la luz de los nuevos datos. Alza el brazo hasta la mejilla izquierda de Irina, hasta casi tocar la cicatriz. Esa fina, antigua, línea que llega hasta la mitad de la mejilla. Y que late en la misma frecuencia que la que ella oculta bajo la ropa.

—¿Cuántos años tenías?

—Ocho.

Hasta ahí, el preámbulo conteniendo las motivaciones.

—¿Y luego?

Los pensamientos fluyen bajo sus ojos, como peces bajo el hielo verde: inalcanzables. Irina toma aire y resume veinte años de entrega, de violencia y de sufrimiento, en veinte palabras.

—Luego crecí y los maté a todos. Los que lo hicieron y los que lo ordenaron. Uno por uno.

Una idea ilumina a Antonia como un relámpago en un cielo claro. Un súbito, empequeñecedor, entendimiento de que sus capacidades, por grandes que sean, nunca serán suficientes para comprender del todo.

Y sin comprender, ¿cómo puedo hacer lo correcto?

Vuelve la mirada a Jon, que no pierde detalle de la escena, a pesar de que no ha entendido nada.

—Tenéis que marcharos —dice Irina, agarrando la manga de Antonia para reclamar de nuevo su atención—. Orlov está a punto de llegar.

Antonia le aparta la mano con delicadeza.

—¿Cómo lo sabes?

—Tengo el móvil de la Loba Negra. Venían detrás de mí, siguiendo una señal que estaba enviando Rebo.

No son buenas noticias.

No son buenas noticias, en absoluto.

Tiene que tomar una decisión sobre ella. Pero antes necesita comprenderla.

—Has venido a por esto —dice Antonia, mostrando la tarjeta micro SD—. ¿Por qué?

—Orlov es el último de mi lista.

Antonia piensa en el contenido de la tarjeta. En todos los nombres, las conexiones, las cuentas bancarias. No sólo de la mafia rusa, sino de sus colaboradores, de sus socios en una docena de países. Gente a la que la justicia de los hombres no podrá tocar nunca.

—Se te ha acabado la lista. Y quieres hacerte otra.

Irina se aprieta fuerte la herida. Está sufriendo, sin duda.

—Por todas las niñas que no han tenido mi misma buena suerte.

Pronuncia la palabra con dulzura, con fatalismo.

Udachi.

En ruso, significa buena suerte.

Sin más.

La palabra azota a Antonia. Un látigo trenzado de envidia, burla y tristeza. A esa mujer se lo arrebataron todo cuando era una niña. ¿Cómo puede pensar que ha tenido suerte? Alguien irrumpió en su vida, la destrozó. La convirtió en una máquina de odio.

¿Cómo puede pensar que ha tenido suerte?

¿Cómo puede hacerme eso sentir tan culpable?

3
Un amanecer

Antonia termina de hablar con Irina y después tiene una breve conversación con Lola Moreno. Luego regresa junto a Jon, que se ha quitado el abrigo y se ha sentado a la mesa del comedor, desde donde puede vigilar a las tres mujeres.

—¿Y bien?

—La situación está complicada —dice, bajando la voz.

Y le explica.

—La madre que me hizo. Tenemos que salir corriendo, entonces.

—No es tan fácil, Jon.

—Tenemos el coche de la asistenta. Nos metemos los cinco ahí, y hasta luego.

—Es un Ford Fiesta sin cadenas, Jon. Ahí fuera hay medio metro de nieve. Si no se ahoga el tubo de escape, las ruedas patinarán. O nos encontraremos con Orlov a campo abierto.

—Podemos ir en dirección contraria.

—Montaña arriba las cosas estarán peor. Y el camino termina tres kilómetros más lejos, en un mirador. No hay nada en esa dirección. Sólo volver por donde hemos venido.

Jon se pasa la mano por la cara. Está muy cansado. Tiene los ojos hinchados, y está muerto de hambre.

—No puedo más.

—Espera aquí —dice Antonia.

Vuelve al cabo de un rato con dos tazas de café instantáneo calentado al microondas y un paquete de galletas rancias. De esas que viven para siempre en cualquier despensa, porque no hay nadie tan famélico como para atreverse con ellas. Jon coge la taza que le tiende su compañera. Después se mete las galletas en la boca de dos en dos.

—Andando no está lejos. Podríamos intentar escapar por el bosque, y bajar hasta el pueblo.

Antonia hace un gesto hacia las prisioneras.

—Una está herida, dudo que pueda caminar. Las otras dos no tienen ropa adecuada.

—Quizá guarden algo de abrigo en la habitación.

—No, ya he mirado. El armario está casi vacío. No hay más que un par de camisetas de marca. Y una caja llena de juguetes sexuales.

Jon apura el café, por llamarlo de alguna manera. Mira por la ventana. Una luz sucia y gastada anuncia el amanecer, iluminando el jardín. Es un recinto cuadrado, alfombrado por una espesa capa de nieve. Las copas de los árboles se intuyen, fantasmales, contra el cielo que muda de negro a gris. En contraste con los fuertes ventarrones de anoche, la brisa tenue que mece las ramas más bajas parece un delicado arrullo.

La nevada se ha detenido por completo.

—Eso no ayuda —dice Jon, señalando afuera—. Encontrarán antes la casa.

Antonia le mira, muy seria.

—Tú y yo podríamos conseguirlo. Dejarlas aquí, llevarnos la tarjeta. Llamar a la policía, cuando consigamos cobertura. Y quizá lleguen a tiempo.