Reprimió una maldición dentro del casco. Todo aquel esfuerzo había sido inútil. La rabia y la frustración se apoderaron de ella.
Entonces vio salir a Rebo de la parte de atrás del furgón. Le vio hurgar entre los cadáveres, coger una barra de hierro. Y luego salir de nuevo junto a Lola Moreno.
Sonrió. Su plan se había vuelto mucho más sencillo, de repente.
Calculó los pros y los contras de actuar en ese momento. Y, finalmente, decidió que era mejor esperar y dejar actuar a Rebo.
Apagó el motor de la Kawasaki, se bajó y la guio, a pie, terraplén abajo. Después, a cierta distancia por la calle. Sólo encendió el motor cuando se subieron al Clio y continuaron la marcha.
Con las luces apagadas, la moto negra y ella solamente eran una sombra más densa en la oscuridad.
Media hora más tarde, notó vibrar su teléfono móvil. Se frenó a un lado de la carretera para consultarlo. Orlov le había enviado un mensaje con la ubicación de Lola Moreno. Al parecer Rebo había logrado comunicarse con él. Decía que un equipo iba para allá. Le ordenaba (¡le ordenaba!) que se uniera a ellos para capturarla de una vez por todas.
Soltó una carcajada ante la arrogancia del viejo insensato. Le esperaba una sorpresa, sin duda. Pero no antes de que ella cumpliera su misión.
Volvió a ponerse en marcha, y no tardó en alcanzar al Clio. Pero un poco más adelante, la situación se complicó. A medida que iba ganando altura, el clima empeoró. El temporal que afectaba a la sierra había llenado de nieve sucia las carreteras, que ya no eran perfectas y seguras autovías, sino reviradas, y de doble sentido.
Vio cómo se detenían a robar unas cadenas, pero ella no podía permitirse ese lujo. No encontraría cadenas que se adapten a la rueda de la Kawasaki ni tiene tiempo de buscarlas.
Así que seguirles de pronto se vuelve un juego muy peligroso. Incluso a la baja velocidad a la que circulan. La moto no ha sido diseñada para esto. Con unos neumáticos claveteados, o incluso con un compuesto en espray que mejorase la tracción, podría desempeñar mejor la tarea. Pero pensar en esas cosas es lo mismo que desear un helicóptero.
Continúa, como puede, intentando mantener la rueda delantera en la rodada del Clio. Eso ayuda, pero en dos ocasiones se va al suelo. Cuando el coche abandona la carretera principal y entra en un camino de tierra, la situación se vuelve insostenible.
Avanzan tan despacio que tiene que detener la moto en varias ocasiones, para evitar que la vean. Y el viento, cada vez más fuerte, le hace muy difícil permanecer encima de ella. El cuero de la ropa y la camiseta térmica que lleva debajo la aislan un tanto del frío, pero sumado al aire comienza a notar cómo pierde calor corporal demasiado deprisa.
Sin embargo, no cede.
Decide dejar la moto entre los árboles y continuar a pie.
Ellos no tardan en hacer lo propio. Contempla con estupor cómo se lanzan al temporal vestidos con ropa ligera. No durarán así ni diez minutos, piensa. Asnos estúpidos.
Por suerte para ellos, la casa estaba muy cerca.
Les sigue al interior de la finca con facilidad. Ni siquiera han cerrado la cancela tras ellos.
Así, escucha toda la conversación desde la entrada, protegida del viento por las columnas del porche.
Cuando ha oído todo lo que necesita saber, abre la puerta.
—La guerra es la guerra —está diciendo Kiril Rebo.
De pronto escucha la puerta abrirse y se vuelve hacia ella, apuntándole con la pistola.
—¿Quién coño eres?
—Chernaya Volchitsa —responde ella, quitándose el casco y acercándose a él.
Kiril Rebo ríe con crueldad, y se vuelve hacia Lola Moreno.
—La Loba Negra está aquí —canturrea, con tono burlón—. Ahora vas a saber lo que es el miedo.
Ella sonríe a su vez, y saca la pistola del interior de la chaqueta de cuero. Con mano firme, la pone en la sien de Rebo, que sigue riendo, y aprieta el gatillo. La bala le revienta la cabeza, cortando la risa a la mitad.
15
Un vuelco
—Hay que joderse con la nievecita —dice Jon.
—Creo que dices demasiados tacos.
—Creo que nos vamos a meter una hostia como un pan.
Jon conduce con sumo cuidado, atravesando Rascafría. No han parado a poner las cadenas, porque Antonia se niega.
—Tenemos prisa. Activa las ayudas electrónicas —le dice, apretando un botón del salpicadero.
El coche lleva un ordenador de a bordo —por ese precio, podía conducirse solo, piensa Jon— que corrige los desvíos bruscos de las ruedas. No hace magia, pero ya ha colaborado a evitar que el Audi patine en dos ocasiones.
Rebasado el pueblo, la señal se pierde.
—No hay cobertura —dice Antonia—. Este punto donde estamos es el último que registró el móvil de Zenya como activado.
Este punto donde están es ninguna parte. Hay dos caminos delante de ellos. Uno da la vuelta, en dirección a Rascafría. El otro lleva al puerto de Cotos. Altitud, 1.830 m. Hay un cartel de la Guardia Civil avisando que el paso está cortado.
Alguien lo ha echado a un lado.
Jon mira a Antonia, y ella asiente.
—Hay unas rodadas en el suelo —dice, cuando se adentran en la carretera.
Las rodadas son tenues, y a Jon le cuesta seguirlas. La nieve sigue cayendo con fuerza, y va cubriendo las huellas. Hay un punto en el que éstas desaparecen.
—No puede ser —dice Antonia, bajándose del coche. Se agacha en el cono de luz que iluminan los faros, y estudia el suelo con atención.
—Por aquí no ha pasado nadie —dice, cuando regresa al coche, con los dientes castañeteando y la voz trémula.
—Hemos debido de saltarnos el desvío —dice Jon, dando marcha atrás.
—Ve lo más despacio que puedas —avisa Antonia, abriendo la ventanilla. Saca la cabeza y apunta con la linterna al suelo, y entre los árboles. El bosque es espeso, y los troncos se levantan frente a ellos, como guardianes espectrales.
Un poco más atrás, hay un hueco entre los árboles. Apenas es distinguible en la oscuridad. Y en el suelo, una rodada apenas imperceptible.
—Es por aquí —indica, señalando a la derecha.
Jon maniobra para entrar en el camino forestal. El manto blanco ha cubierto el suelo, haciendo mucho más difícil seguir el trazado. La visibilidad frente a ellos es nula.
De pronto, al tomar una curva algo más cerrada, un coche parado surge de la nada. Jon pega un volantazo de forma instintiva. Las ayudas electrónicas se empeñan en contrarrestar el brusco giro, empujando las ruedas en dirección contraria. El Audi golpea de refilón al coche (es un Renault Clio, se fija Antonia al pasar junto a él), resbala en la nieve, se sale del camino, desciende tres metros entre los árboles, hasta que uno de ellos lo frena en seco.
—Otro —dice Jon, cuando el airbag se ha desinflado lo suficiente para permitirle hablar.
—Dos a uno —responde Antonia, manoteando para apartar de su cara el nailon blanco.
—Éste no cuenta como conducción temeraria. Íbamos a treinta por hora.
—Supongo que no —admite Antonia, saliendo del coche para inspeccionar los daños.
Al Audi le ha crecido un árbol en el capó. La carrocería se ha abombado y deformado, abrazando la mitad de la superficie del tronco del abedul. No irá a ninguna parte sin ayuda de una grúa y treinta horas de taller a doscientos euros la hora.
Jon va al maletero y abre la maleta. Un abrigo fino, es todo lo que puede usar para protegerse del frío. Antonia no está mucho mejor. Un tres cuartos de paño era todo lo que había empacado.
—Volvamos a la carretera.
—Espera un minuto —pide Jon.
Aparta las maletas, las pone en la nieve y retira la alfombrilla que protege el fondo del maletero, descubriendo la rueda de repuesto.
—Me temo que vamos a necesitar algo más que cambiar una rueda.
Jon alza la rueda, la arroja al suelo. Debajo hay un hueco con una bandeja alargada, de un metro de largo. Jon la desplaza hacia delante y extrae lo que hay dentro.
—Remington 870 Nighthawk con culata extensible, canana con cinco cartuchos extra, correa de neopreno —dice Antonia, con tono apreciativo—. Éste no es el equipamiento oficial.
—El bosque de noche es peligroso —responde Jon, colgándose la correa del hombro, con el cañón apuntando al suelo. Por último, recoge los dos chalecos antibalas, se pone el suyo y obliga a Antonia a hacer lo propio—. Anda, tira.
Regresan junto al Clio abandonado en la carretera con gran dificultad. Cuando llegan arriba tienen las piernas cargadas y el aliento escaso.
—Sigamos adelante.
Los árboles desaparecen de forma abrupta un poco más adelante. La nieve ahora cae más despacio, y el viento ha amainado bastante. Eso les permite andar un poco más erguidos cuando encuentran el muro que rodea la finca.
La cancela está abierta.
Están a mitad de camino de la casa, cuando escuchan el disparo.
—Quédate aquí —dice Jon, caminando hacia el porche.
Antonia, por supuesto, no hace caso. La puerta está abierta, y cuando entran ven un cuadro que no era el que esperaban.
El salón es amplio, rústico. Vigas vistas de madera en el techo, y también en varios puntos del salón. Una chimenea encendida. Un sofá y dos sillones. Una mesa. Nada de toda la excentricidad y el horror de la casa de Marbella.
En el sofá, una mujer ucraniana esposada. De pie, junto a la chimenea, Lola Moreno envuelta en una manta. Atado a una columna, un pastor caucásico que gruñe amenazador. En el suelo, haciendo de alfombra, el cadáver de Kiril Rebo, al que le falta un buen trozo de cráneo. De pie, a dos pasos del cadáver, una mujer pelirroja, de tez tan blanca que devuelve cada reflejo de la chimenea, vestida con ropa de moto de color negro. En una mano tiene el casco, en la otra, una pistola.
Jon entra, con la escopeta por delante.
—Tire el arma. Ahora.
La mujer le mira, luego mira a Antonia.
—Les conozco. Policía.
En ese momento, Lola se adelanta y empuja a la mujer en el pecho. El ataque la pilla por sorpresa, se tropieza con el cadáver de Rebo, y cae hacia atrás.
—Fas —dice.
Kot se lanza, gruñendo, sobre la mujer derribada. No logra alcanzarle el brazo, pero sí le engancha en el muslo izquierdo con los dientes. La mujer suelta un grito ahogado. Alza la pistola contra la cara del perro, pero no llega a disparar.
—Ordene que la suelte —dice Antonia.
—¡Esa mujer está con Orlov!
—No se lo repetiré —dice Antonia.
Está desarmada, y es una cabeza más baja que ella, pero algo en su voz le dice a Lola Moreno que no le conviene discutir.
—Myeste.
El perro abre inmediatamente las mandíbulas. Cuando retira los colmillos, están teñidos de rojo.
—La pistola —dice Jon, acercándose a ella, sin dejar de apuntarla con la escopeta.
La mujer respira fuerte, intentando no gritar por el dolor. Tiene los dientes apretados, y aun así se resiste a entregarle el arma al inspector Gutiérrez.
Antonia se agacha y se la retira de los dedos crispados.
—Déjeme ver —pide.
La herida es profunda. Los enormes dientes del pastor caucásico han desgarrado un buen pedazo del músculo. Está perdiendo mucha sangre.
—Encárgate —dice Antonia a su compañero, señalando a las mujeres.
—Descuida.
Antonia vuelve al cabo de un rato con tijeras, toallas limpias, una botella de vodka y un rollo de cinta de carrocero, que ha encontrado en un cajón de la cocina. Corta los pantalones de cuero y comienza a remediar el desastre como puede.
—Necesita antibióticos.
—Y yo necesito insulina —dice Lola, que está agachada sobre el cadáver de Rebo.
—Échese atrás —dice Jon.
—No lo entiende. En esta tarjeta está lo que buscan —le dice, mostrándole la tarjeta—. El dinero. La información sobre Orlov. Las pruebas contra Romero.
—Yo me haré cargo de esto —dice Antonia, quitándole la tarjeta de la mano.
—Aquí hay más dinero del que ustedes ganarán en cien vidas. Si me salvan de ellos, podremos repartírnoslo.
—¿Cuánto?
Lola se lo dice.
Jon suelta un silbido.
—Ha dicho que hay pruebas contra Romero. ¿A qué se refiere?
—Mi marido era confidente de la policía. Teníamos un acuerdo. Él marcaba los objetivos, ellos hacían las redadas. Luego la cosa se complicó. Yuri les tendió una trampa. Un correo con dinero y droga. Ellos robaron parte del dinero y mataron al correo. Está todo ahí. Grabaciones en vídeo, audio. Todo.
Antonia y Jon se miran.
—Tenías razón —dice Jon.
—Eso me temo. Fue Belgrano quien intentó matarla, ¿verdad? —pregunta Antonia a Lola.
—Yuri les amenazó. Quería romper nuestro acuerdo.
—Y salió regular —dice Jon.
—Fue un estúpido. Había muchas formas de hacerlo bien. Si tan sólo me lo hubiera dicho —dice Lola, que vuelve a sentirse mareada, y tiene que sentarse junto a Zenya.