Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Las ruedas del Clio comenzaron a tener problemas de agarre a la altura de Alameda del Valle. Lola desvió el coche de la carretera y se metió en el pueblo.

—¿Es aquí? —dijo Kiril, repentinamente alerta.

—No. Necesitamos unas cadenas, o no podremos continuar.

Aparcaron detrás de un Mercedes que tenía las cadenas puestas, aparcado junto a un restaurante. Imposible de forzar, dijo Rebo. A falta de poder llevarse el coche, robaron las cadenas. Penaron durante casi media hora, para quitarlas e instalarlas en las ruedas traseras del Clio.

—Eres ruso, se supone que tendrías que haber hecho esto antes.

Kiril se encogió de hombros.

—Prejuicio, da? Como negros que bailan, da?

Ofender la sensibilidad política de un mafioso, lo que me faltaba, pensó Lola. Subieron de nuevo al coche, que ofrecía poco calor. Incluso con la calefacción al máximo, el método ruso que había usado Kiril para acceder al interior había convertido el Clio en una nevera.

Tiritando, alcanzaron Rascafría.

La hermosura del pueblo vuelve a sobrecoger a Lola. Incluso de noche, con el temporal rugiendo en la ventana, el pueblo parece una reliquia de otro siglo. Allí la gente es pacífica, tranquila. No hay discotecas, ni prostíbulos. Apenas mil quinientos habitantes, y sólo un coche de la policía municipal, que únicamente abandona el garaje del ayuntamiento el día de las fiestas patronales.

El paraíso.

Lola conduce hasta el final del pueblo, y toma el desvío en dirección al puerto de Cotos. Se encuentran con un cartel de la Guardia Civil, avisando de que la carretera está cortada por el temporal.

Lola lo aparta, se baja y sigue adelante. Cien metros más lejos está el desvío hacia el Arroyo del Cuco.

Son doce kilómetros más, por un camino de tierra en mitad del bosque. La nieve alcanza ya varios centímetros de alto. Lola baja la velocidad, conduce en tercera para evitar perder tracción, y toca el volante lo menos posible. Aun así, ese último tramo es un infierno, con las ruedas patinando peligrosamente cada pocos minutos.

De pronto, el coche se queda clavado en mitad de la carretera.

—Tendremos que seguir andando —dice Lola.

Rebo mira afuera, con la nieve arreciando cada vez más fuerte, y mira a sus exiguas ropas.

—Si nos quedamos aquí, moriremos —insiste Lola.

—¿Lejos? —pregunta Rebo.

—Cerca —responde ella, que no tiene ni la menor idea de dónde están.

Tan sólo un poste ocasional cada pocos metros les salva de perderse. Eso, y que apenas estaban a cien pasos de la casa. Porque no hubiera aguantado mucho más, con el viento arreciando a ochenta kilómetros por hora.

Media hora más y no lo hubiéramos conseguido, piensa Lola, viendo cómo la capa de blanco va creciendo.

Aun así, llegan a la puerta de la finca completamente ateridos. Con los labios azules y los músculos agotados. Lola aprieta el botón del interfono con fuerza. Si Zenya no le hizo caso y no acudió a la casa, tendrán que saltar el muro. Y no será nada fácil. El seto que rodea la finca es alto, espeso, tiene tres metros de alto.

Por favor. Por favor, dice Lola, sin dejar de apretar.

—¿Sí? —suena una voz por el telefonillo.

Lola pronuncia la contraseña que ha abierto cualquier portal de España, a cualquier hora, desde siempre.

—Soy yo.

El portón de acceso a la finca se abre con un zumbido áspero y petulante.

Una luz se enciende en el lado frontal de la casa. Apenas es visible en el manto de nieve. Lola se dirige hacia ella. Tiene que alzar los pies con fuerza para caminar entre la nieve, que ya alcanza los dos palmos. Tiene los vaqueros empapados hasta las rodillas, y apenas puede sentir los pies.

Cuando alcanzan el porche delantero, Lola está a punto de desfallecer. Kiril no está mucho mejor que ella. La piel enrojecida, la respiración tenue. Cuando entran en el zaguán, apenas pueden caminar. Cada paso es una tortura.

Zenya está esperando junto a la puerta con una manta. Lola va a cogerla, pero Kiril la agarra por detrás antes de que la alcance. La asistenta se echa hacia atrás, asustada, cuando ve aparecer al ruso.

—El perro —dice, obligando a Lola a darse la vuelta, y poniéndole el extremo retorcido de la barra de hierro en el cuello.

Lola le mira con un agotamiento infinito. En algún momento de un pasado lejano, su plan incluía ordenar a Kot que atacara a Kiril tan pronto entraran en la casa. Ese plan que había ya olvidado, pero que Kiril parece haber tenido en cuenta desde el principio.

Alza la mano, a la que todavía siguen unidas las esposas.

—Zenya. ¿Dónde está Kot?

—En la cocina, señora —responde Zenya.

Unos zarpazos en la puerta contigua.

—Ve a por él —ordena Kiril Rebo, en ruso—. Y átalo donde yo pueda verlo.

Zenya desaparece por la puerta de la cocina, y vuelve al cabo de un momento con el perro, atado con un arnés que le rodea el cuello y le sujeta a la altura del pecho. Kot va tirando de ella con tanta fuerza que Zenya apenas puede retenerlo.

—Controla —dice Rebo, apretando más el hierro contra la garganta de Lola.

Myeste. Quieto —ordena Lola.

Kot se detiene, al instante. Pero su mirada no se aparta de Kiril Rebo. Hay fuego hambriento detrás de esos ojos color café.

—Átalo ahí —dice Rebo, señalando una columna de madera en mitad del salón.

Zenya obedece, rodeando la columna con la correa. Hace un nudo fuerte, y le da la vuelta al asa de la correa.

Sólo entonces Rebo suelta a Lola, que se aparta dando tumbos de él, y se deja caer de culo delante de la chimenea. Zenya ha encendido la calefacción eléctrica de la casa, pero no ha prendido la chimenea. Hay troncos preparados.

No usan pastillas de encendido. Lo único que tienen para iniciar el fuego es una enorme pila de periódicos viejos (intacta) y un ejemplar de Cincuenta sombras de Grey al que le faltan la mitad de las páginas. Con dedos casi insensibles, Lola arranca un capítulo y lo usa para arrancar la hoguera.

Cuando las llamas prenden, Lola se desprende de la ropa empapada. Desnuda, se arrebuja en la manta que le trae Zenya.

Rebo no se ha movido de la entrada, esperando a ver qué hacía Lola. No la ha perdido de vista mientras se quitaba la ropa, recreándose en las extrañas geometrías que las llamas dibujan sobre los pechos desnudos y el vientre de Lola. Sin la ropa, es imposible ocultar su estado.

—Yuri, da? —dice, acercándose a la chimenea.

Lola no responde. Tiene la vista clavada en el fuego, y la mente a un millón de kilómetros de distancia. O a ese mismo lugar, pero hace un millón de minutos. Sentada frente a esa misma chimenea, con su marido. Pasándole la mano por el pelo, negro, ensortijado en el flequillo cuando se lo dejaba más largo. Dios, qué guapo era. Con esos labios carnosos y esa nariz ancha y varonil. No era muy alto, pero sabía cómo hacerla feliz.

Pudimos haberlo tenido todo. Idiota.

—Nunca he matado embarazada —dice Rebo.

—Tampoco vas a hacerlo ahora. Tenemos un trato. Compartiremos el dinero.

Rebo se acerca a Zenya y le ordena que se siente en el sofá junto a la chimenea. Se saca las esposas del bolsillo y le ata las manos a la espalda. Lola se da cuenta de que en algún momento del viaje ha tenido que quitárselas.

Probablemente usando mis horquillas.

—Prefiero hablar en ruso. Tú me contestas en español. ¿Está bien? —dice Kiril Rebo en su idioma.

Lola asiente. Ya no tiene sentido fingir.

—¿El dinero está en esta casa?

—Está aquí, en este salón.

—Bien, pues muéstramelo.

No sólo no tiene sentido discutir, sino que tampoco tiene sentido pelear. No va a exigirle nada a Rebo, ni a discutir con él.

Se levanta, envuelta en la manta, y camina hacia la columna en la que está atado Kot.

—¿Adónde vas? —dice el mafioso, interponiéndose entre ella y el perro.

—Voy a por el dinero.

—Vas a soltarle, zorra.

—Si quieres el dinero, tendrás que confiar en mí.

Rebo, que nunca ha confiado en nadie, no va a empezar a hacerlo ahora. Le arranca la manta a Lola, le pone el hierro en la espalda y la obliga a caminar delante de él.

Kot se pone tenso según se acercan. Se incorpora un poco, aunque el arnés no le deja levantarse del todo. Emite un gruñido amenazador y constante.

Myeste. Quieto —dice Lola, con la voz temblorosa.

Lleva horas sin pincharse la insulina. Vuelve a sentir la garganta seca y la visión algo borrosa. Pero no puede cometer errores ahora.

Se agacha, y acaricia al perro detrás de las orejas.

—Cuidado —le advierte Rebo. La punta del hierro le rasga la piel, y puede notar un hilillo de sangre descendiéndole por la zona lumbar.

Kot se revuelve, inquieto. El olor de la sangre le está volviendo loco.

Molodets. Buen chico —dice Lola, palpando su cuello, hasta encontrar lo que busca debajo de la enorme pelambrera. Una zona de la piel algo más dura. Allí donde el adiestrador ruso le había hecho una pequeña incisión del tamaño de una uña con un bisturí, antes de insertarle una funda de plástico rígida bajo la epidermis.

Impermeable, invisible.

Como tener una caja fuerte con dientes.

Sin dejar de susurrarle palabras tranquilizadoras, Lola hurga con la uña hasta que consigue extraer la tarjeta micro SD. 512 GB. A prueba de golpes, de agua, de campos magnéticos. Capaz de aguantar hasta ochenta y cinco grados de temperatura.

Lola le muestra a Rebo la tarjeta, sin volverse. El mafioso se la arrebata de las manos y la agarra del pelo, haciendo que se aparte del perro.

Lola recoge la manta del suelo, sin inmutarse. Se envuelve en ella y regresa junto a la chimenea.

—¿Qué es esto?

—Lo que todo el mundo está buscando. La estructura de las empresas de la Tambovskaya. Pruebas contra la comisaria Romero y el subinspector Belgrano.

—¿Y el dinero? ¿Está aquí?

Lola asiente.

—Hay una carpeta. Dentro hay 74.568 bitcoins.

—Seiscientos millones de euros —dice Rebo, sin poderse creer que esa cantidad de dinero quepa en un trozo de plástico del tamaño de la uña de su dedo meñique.

—Cuando se los quitamos a Orlov era esa cantidad. Ahora valen más. Casi ochocientos millones, la última vez que comprobé la cotización —dice Lola, con una calma pasmosa—. Y antes de que se te ocurra nada extraño, cada una de las carpetas está protegida por una contraseña distinta. Sólo yo la sé.

—No me preocupa. Acabarás diciéndonosla —dice Rebo, con una sonrisa de suficiencia.

Lola se da la vuelta, alarmada, ante el uso del plural.

Rebo le muestra un teléfono móvil.

—La bolsa con nuestros objetos personales estaba en la cabina del furgón. Tuve que rebuscar un poco debajo de los policías. Pero a ellos ya no creo que les importe. De regalo, a uno le quité esto —dice, dejando caer la barra de hierro al suelo y sacando una pistola de la parte de atrás de los pantalones.

Zenya, que no se ha movido del sofá, ni ha abierto la boca, se echa a llorar.

Lola mira aquella pieza de metal negro y pesado, y comprende lo ingenua que ha sido. Rebo no sacó el arma antes para dejar que se confiara. Para hacerle pensar que podría vencerle de algún modo. Ha sido más astuto que ella.

—Teníamos un trato —dice, a la desesperada.

—Hay una función muy interesante en WhatsApp —pronunciado en ruso, el nombre de la aplicación suena cómico en labios de Rebo. Guat-sa—. Compartir ubicación en tiempo real. Aquí ya no hay cobertura, pero no creo que les cueste mucho encontrarnos.

—Estúpido hijo de puta —dice Lola, poniéndose en pie, enfurecida—. Orlov te hubiera matado sin dudarlo.

—Pero sobreviví —dice Rebo, encogiéndose de hombros—. La guerra es la guerra.

En ese momento se abre la puerta.

Seguirlos fue muy sencillo, al menos al principio.

El furgón iba despacio, así que tuvo que refrenar la Kawasaki en la autovía, volviendo el trayecto tedioso. Incluso se permitió parar a descansar unos minutos en una gasolinera. Comió algo, fue al baño, y luego no tardó en alcanzarlos. Dejó casi ochocientos metros de distancia entre ella y el Citroën, para evitar el riesgo de que la vieran.

Su plan no era tan sencillo. Necesitaba que se detuvieran antes de actuar, así que esperaba su oportunidad. El mejor momento sería una vez llegados a Madrid, aprovechando que los dos agentes estarían agotados del viaje. En un semáforo, o en un ceda el paso.

La oportunidad nunca llegó. Porque alguien se le había adelantado.

Cuando vio el todoterreno embistiendo al furgón, frenó en seco y se echó al arcén. Apagó las luces y continuó la marcha, muy despacio. Así fue testigo de cómo sucedió todo.

Cuando llegó al puente, los dos atacantes ya estaban marchándose en su moto. Otro coche se había detenido ya junto al todoterreno accidentado, y alguien llamaba por teléfono a la policía.