El asesino no le da oportunidad. Dos disparos en el pecho, uno en la cabeza. Aún le quedan cinco balas. Se gira hacia Lola antes de que las rodillas del guardia toquen el suelo. Dispara, pero la cuarta bala sólo encuentra el marco de la puerta de emergencia, que ya se ha cerrado a la espalda de Lola, ahogando el grito de frustración del asesino.
Pero no, Lola no está a salvo, aún no.
Ni por asomo.
4
Una videollamada
Antonia está de muy mal humor, y la abuela Scott lo nota.
—Estás de muy mal humor, niña. Lo noto —dice.
Está en la cocina untándose una tostada de mantequilla y mermelada frente a la videocámara de su iPad. La mermelada, de frutos rojos, casera y repleta de azúcar, parece salirse de la pantalla. Antonia se abstiene de recordarle que no debe tomar azúcar, ni grasas. La abuela Scott se limitaría a decirle su edad. Noventa y tres para noventa y cuatro, el mes que viene. Y como una rosa.
No, Antonia no dice nada de las tostadas. Ya ha renunciado a controlar los niveles de azúcar y colesterol de la abuela. En realidad, lo que le molesta es que la anciana pueda atiborrarse, mientras ella tiene que contar hasta la última caloría. A pesar de que los sabores muy dulces son los únicos que llegan a atravesar el muro de su anosmia, para ella se han acabado.
Kummerspeck.
En alemán, el beicon de la tristeza. El peso que ganas cuando eres infeliz.
Desde que volvió al trabajo hace siete meses intenta no abandonarse. Compensar los excesos de tres años comiendo basura procesada. Una tostada como ésa le iría directa al culo, con su forma de rebanada y todo.
Así que está en la cocina de su ático de Lavapiés, con café de cápsula por desayuno. Muerta de envidia.
—La noche no ha ido bien —se limita a responder.
La abuela entrecierra los ojos, se acerca a la pantalla. Se acaba de dar cuenta de algo.
—¿Me estás llamando desde casa?
Antonia apoya el iPad sobre la mesa para poder enterrar la cara entre las manos.
—Me he venido a dormir aquí. No tenía sentido ir al hospital tan tarde.
No le dice que es la cuarta noche seguida que duerme en casa. Que cada vez pasa menos tiempo acompañando a Marcos.
No le dice que ha comprado un colchón hinchable, que enchufa cada noche y recoge cada mañana. Que lo mete en el armario para que la luz del sol no sea testigo de su vergüenza.
No le dice que se ha vuelto cada vez más difícil ver a su marido, tomar su mano para quedarse dormida a su lado. Que la figura, cada vez más cansada y encogida, la piel cada vez más áspera y fría, le resulta una acusación insoportable. Que la compasión que antes sentía por Marcos, la culpabilidad, la pena, se ha ido transformando en resentimiento.
La empatía por la desgracia ajena tiene un límite. Pasado el cual comienzas a sentir que su infortunio es un acto de maldad, cuya víctima eres tú.
Eso tampoco lo dice. Puede que Antonia Scott sea el ser humano más inteligente del planeta. Pero eso no le da la sabiduría para saber qué hacer ni la fuerza para afrontarlo.
Antonia no dice nada, pero la abuela no necesita escucharlo.
La abuela sabe.
—Ayer vino el del gas a hacer la revisión anual. Un chaval apuesto.
Sólo la abuela Scott es capaz de revestir la expresión inglesa (nice ol’ chap) de un matiz lujurioso, incluso con su dentadura postiza.
—Por Dios, abuela, que le sacas cuarenta años.
—Treinta y ocho, niña. Pero si vieras qué huchita —dice, dándole un bocado a la tostada—. Y está viudo, el pobre. Igual le invito a cenar un cordero a la menta una noche de éstas.
La abuela Scott considera que su cordero a la menta tiene propiedades afrodisiacas irresistibles. Antonia no se escandaliza, sabe bien que la abuela coqueteará con el enterrador mientras esté echándole tierra sobre el ataúd.
—Adonde yo quería llegar… —continúa la abuela.
—Sé perfectamente adónde querías llegar —interrumpe Antonia—. No necesito a ningún hombre en mi vida.
—Tonterías. Mira lo que estoy leyendo. Es un test interesantísimo.
La abuela alza una revista. Antonia lee nueve de las doce letras de la cabecera. Con su fuente Franklin Gothic y su discreto rosa fucsia. El resto de las letras las tapa la frente de una señora rubia. Antonia no comprende cómo puede estar tan sonriente si se está mordiendo el pulgar.
—«¿Ha llegado la hora de encontrar macizo? Descúbrelo en cincuenta preguntas.»
—¿Pretendes diseccionarme con ese burdo instrumento?
—No te hagas la interesante, niña. Mira, la pregunta tres…
Antonia la deja hablar un rato, hasta que la abuela se da cuenta de que no está escuchando.
—De acuerdo. ¿Qué es lo que te ocurre?
Su nieta empieza a hablar.
Habla de su problema de incomunicación con Jorge. De lo insoportable que le resulta la manera en la que su hijo la mira, sin confiar del todo en ella, pretendiendo que sea algo que Antonia no comprende demasiado bien, algo a lo que ninguno de los dos está acostumbrado.
La abuela asiente, y no dice nada.
Antonia cuenta cómo se siente respecto a su marido en coma. Aquí usa muchas evasivas. Es cinturón negro en mentirse a sí misma, y blanco amarillo en expresar su realidad.
La abuela asiente, y no dice nada.
Antonia se mosquea.
—Llevo diez minutos hablando sola.
—Llevas diez minutos compadeciéndote de ti misma. No te crie para que fueras una boba gimoteante. En mí no vas a encontrar compasión, niña. Si quieres llorar, ve a apoyarte en Jon. A él le pagan por prestarte ese hombro enorme y musculoso.
—Ya —dice Antonia, cuando logra recuperarse de la virulencia del ataque de la abuela, que ha envuelto su habitual franqueza con lija y la ha entregado a martillazos—. Con Jon no van demasiado bien las cosas tampoco. No es que me esté apoyando demasiado con Mentor. Anoche…
—Oh, eres tan cabezota —interrumpe la abuela—. Escucha, y escúchame bien, Antonia Scott. Sólo hay una solución a tus problemas, a todos ellos. Déjalo.
Antonia parpadea, asombrada. La anciana continúa.
—Cometiste un error, hace años. Marcos murió por tu culpa.
—No está muerto, abuela.
—Las dos sabemos lo que ponen los informes médicos. Las dos sabemos que sólo sigues aferrándote a él porque no reconoces tu error. Pero tu marido ya no está. Enfermaste por no querer admitirlo. Enfermaste de soberbia, y eso alejó a Jorge y obligó a tu padre a quitártelo.
La abuela hace una pausa para darle un trago a un vaso que hay sobre la mesa. Parece zumo de grosellas, pero conociendo a la abuela, seguro que es zumo de otra clase. De los que envejecen en roble.
—Por no estar junto a él desde que nació, no has aprendido nada de cómo debe ser una madre. Sobre todo la lección más importante. No acertamos nunca, niña. Hagas lo que hagas, te equivocarás. Y cuando crezca, te echará la culpa de todos sus problemas y defectos. Así es. Así somos.
Antonia comprende esta última parte muy bien. Al fin y al cabo, ella culpa a su padre de muchas cosas.
—Así de crudo, ¿eh?
—Mientras no te permitas equivocarte, seguirás creyendo que eres una mala madre. Que le fallas a tu marido. Que eres una mala investigadora porque no encuentras a alguien al que nunca antes ha conseguido acercarse nadie. Seguirás atascada y muerta de miedo. Tu único reino será el aislamiento y la soledad. Déjalo.
Antonia tarda unos segundos en ubicar dónde ha escuchado esa frase antes, hasta que recuerda qué fue lo primero que le pidió Jorge que vieran cuando los de Servicios Sociales le permitieron volver a estar con él. Una película incomprensible con muñecos de nieve que hablan y una princesa que no consigue salir del armario. Dos horas de su vida que nunca recuperará.
—¿Acabas de citar a Elsa, abuela?
—Y muy orgullosa —dice la abuela, levantando el vaso que definitivamente no contiene zumo de grosellas.
Antonia suelta un soplido de disgusto, que le alborota el pelo del flequillo. Su habitual media melena se ha convertido ya en un pelo que le rebasa los hombros y que está exigiendo un corte. Ni para eso ha encontrado tiempo.
—No creo que tengas que preocuparte por mi obsesión. Sólo tengo unas horas antes de que Aguado emita un informe oficial y le confirme a Mentor lo que todos sabemos. Que el cadáver del Manzanares no es el de Sandra Fajardo.
—Ni siquiera sabéis su nombre aún, ¿verdad?
Todavía puede escuchar a Sandra, en el túnel a oscuras. Con aquella frase que sigue sin poder descifrar.
Tú, que lo recuerdas todo, ¿no recuerdas a quién has hecho daño? ¿Qué secuelas dejó tu batalla contra el mal?
—No tengo nada, abuela. Todo lo que rodeó al caso de Ezequiel era falso. La parafernalia religiosa, el modus operandi tan rebuscado… todo mentiras, cortinas de humo. Y sigo sin comprender por qué. Sólo sé que tiene que ver con White.
La abuela da otro trago y esboza su sonrisa beatífica, su sonrisa de anuncio de caramelos. No lamenta ni un poquito que Antonia tenga que abandonar su objetivo.
—Ese hombre es un loco, Antonia.
No, abuela, no lo es. Es mucho más. ¿Por qué nadie es capaz de verlo?, piensa Antonia.
Pero no contesta.
Está deseando colgar.
Está deseando volver al salón y sentarse, con las piernas cruzadas, para tener sus tres minutos. Nunca los ha necesitado tanto.
—¿Sabes qué va a encargarte Mentor ahora?
—No lo sé —dice Antonia, meneando la cabeza—. Cualquier tontería.
—Alegra esa cara, niña. Verás como al final te lo pasas bien.
Lola
Lola corre, escaleras abajo, repitiéndose una información imprescindible.
Siempre son dos, siempre son dos, cuando van a por alguien siempre son dos.
Un retazo, captado de pasada en el salón de su casa, mientras ella sirve blinis de anguila y jarras de kissel, y le pasa la roílla a la encimera. Conversaciones que van subiendo de tono a medida que la noche avanza y el volumen de las voces va ahogando el sempiterno sonido de fondo de Perviy Kanal, sintonizada a través de la parabólica instalada en el tejado del chalet. Hombres peligrosos y bocones, fanfarroneando delante de ella, como si no existiera. El chochito de Yuri. Que apenas habla ruso, parece. Qué más da lo que oiga.
Lo cierto es que no lo habla demasiado bien, a pesar de que lleva seis años estudiando, pero lo entiende casi todo. Al menos comprende lo bastante para haber captado a uno de los amigotes —o socios, porque vienen a ser lo mismo, al menos con Yuri— cuando describía el método de actuación propio de los sicarios, sin imaginarse nunca que ella iba a ser el objetivo.
Una moto o un coche espera fuera. Un sitio público, pam, pam. Luego el pistolero corre hacia el vehículo que espera fuera, mientras el de la moto monta guardia y cubre la salida. Después, brum, brum, acelera y da svidaniya. Si te he visto no me acuerdo. Esa última frase la dijo en español, a los rusos les encantan las expresiones en español.
Lola, que se conoce al dedillo el centro comercial, sabe lo que habría hecho ella. Dejar el vehículo con el motor en marcha en el parking, salir por la puerta de emergencia.
Lo que quiere decir que está huyendo en la dirección incorrecta.
Un ruido dos pisos más arriba se lo confirma. El asesino está siguiéndola. Para asegurarse, Lola se asoma por el hueco de la escalera. El disparo no la alcanza por pocos centímetros. La detonación le llena los oídos, resuena por las paredes revestidas de hormigón.
Lola se maldice, sigue corriendo hacia abajo. Se está quedando sin escalones, sin opciones, sin sitio. La escalera termina en una puerta de emergencia, que da a la parte trasera del centro comercial.
Y al parking.
Detrás de ella se escuchan los pasos del asesino, bajando a toda velocidad. No hay tiempo que perder. Lola abre la puerta, y ahí está, diez metros por delante de ella, atravesado en la calzada.
Un coche con el motor en marcha.
Lola no se para a ver quién conduce —porque ya lo sabe—, se limita a correr y meterse entre los coches aparcados. No hay muchos tan temprano —la hora punta a mediodía, cuando los guiris vienen a comer primero y a quemar plástico en Gucci y Valentino después—. Así que Lola se tiene que agachar y correr entre ellos, intentando ocultarse. Vagamente consciente de que sus pies van dejando huellas sanguinolentas en el asfalto.
A sus espaldas se oye cómo se abre la puerta de emergencia. Lola, agachada detrás de un Prius nuevecito, se ha quedado sin coches tras los que esconderse. El siguiente está a tres plazas de distancia.
Rompe a llover. A jarrillos.
Lola está paralizada, temblando de miedo, sin saber qué hacer, cuando la ventanilla trasera del Prius estalla en mil pedazos. Lola suelta un grito aterrorizado, y se echa al suelo. No puede ver al asesino, no puede correr hacia otro coche, está demasiado lejos. El único camino es reptar bajo el Prius. Se arrastra con los brazos, notando en las manos y en los codos —colándose a través del jersey de mil doscientos euros— la textura pringosa del aceite de motor.