—Éste muy fácil —dice—. Coches franceses, puag.
Se acerca a la ventanilla de la parte trasera e introduce el extremo del hierro azul en el borde de la luna, entre la goma y el punto donde ésta encaja en la carrocería. La goma se resiste a ceder. Tras varios forcejeos, Rebo opta por la versión rusa del acceso al interior: destrozar la luna a golpes. Se mete por el agujero y caracolea hasta el asiento del conductor. Tira del pasador de seguridad, abre la puerta. Arranca el plástico que protege los cables de arranque.
Mira los cables durante un rato, tocando con sus dedos cortos y nudosos, en forma de palillos de tambor. Tira de un extremo, donde hay tres cables rojos.
Se pone en pie y se acerca a Lola, que contempla todo de pie, abrazándose para intentar conservar el calor. Sólo lleva una chaqueta negra. Suficiente para las temperaturas suaves de Málaga. Un chiste para las madrugadas de febrero madrileñas.
Rebo alza las manos hasta la cabeza de Lola, que se echa atrás, asustada.
—Tú quieta —dice—. Necesita esto.
Le hurga en el pelo, hasta que le arrebata dos horquillas con las que mantenía el pelo hacia atrás. Se las había puesto cuando se peinó en el hotelucho de Estepona, hace un millón de años, o veinticuatro horas.
Rebo las dobla, parte una de ellas, y tras cierto forcejeo consigue acoplar uno de los pedazos uniendo la fuente de doce voltios y la fuente auxiliar, otro entre la fuente de doce voltios y el panel de instrumentos, y finalmente uno más entre el motor de arranque y las otras dos. Con un ronroneo suave, el motor se pone en marcha.
—¿Dónde? —le pregunta a Lola.
—Yo conduzco —dice ella.
—Dime dónde.
—No es lejos.
—¿Cuánto?
—Una hora. Hora y cuarto, quizá. El coche es malo.
Rebo la mira con desconfianza.
—Está bien —dice, al cabo de un rato.
Le deja el hueco del conductor libre, y se coloca en el asiento de atrás.
Lola se pone detrás del volante, ajusta el espejo retrovisor. Los ojos de Rebo están ahí. Tan amenazadores como siempre.
Mete la primera, saca el coche del parking, y se dirige al este, a través del puente de Vallecas y la avenida de La Paz, hacia la M-30. Sin el GPS es mucho más difícil orientarse. Siempre que venían a esta casa era Yuri quien conducía.
Qué difícil que es todo sin él. ¿Por qué tuvo que ser tan estúpido?
¿Por qué tuvo que ir a por Romero y Belgrano? Y, sobre todo, ¿por qué se le ocurrió pensar por sí mismo? ¿Qué le hizo pensar que era capaz?
Lola vuelve a evaluar su situación. Puede que lleve a un psicópata asesino en el asiento trasero, armado con un objeto contundente y punzante. Por ahora está controlado, aunque no se hace ilusiones.
Los hombres son fáciles de manipular. Unos más que otros. Para casi todos, el sexo es suficiente motivación. Algo que ella ha podido prometer con un guiño, una caída de ojos, un tirante de la camiseta que se resbala accidentalmente. Desde que era muy joven ha sabido que poseía un arma de destrucción masiva. Tan sólo porque sus rasgos estaban alineados de determinada forma, unas protuberancias de grasa tenían determinada otra. Y la ha usado, vaya si la ha usado. Yuri era idóneo para camuflarse, y se convirtió en una herramienta mucho más lucrativa de lo que nunca hubiera imaginado. Pero no todos los hombres son tan sencillos.
Si no responden al sexo, o al dinero, si responden sólo a un fuego interno que ella no puede encender a voluntad, son mucho más peligrosos. Si hay algo que le aterra más de Kiril Rebo que la posibilidad de que le haga daño, es que parece inmune a sus habilidades.
Lola no se hace ilusiones, por tanto. Rebo sólo está fingiendo dejarse manipular.
Por ahora, tendrá que bastar, piensa, mirando al retrovisor. Los ojos fríos siguen clavados en ella. Te espera una sorpresa cuando lleguemos. Te va a encantar.
14
Un rastro
El potente Audi llega al lugar del siniestro ocho minutos tarde.
Antonia frena junto al todoterreno, que sigue atravesado en mitad de la calzada. Un par de coches han parado para ver lo que sucedía y si podían ayudar. Otros sólo frenan el tiempo suficiente como para asomar la cabeza y comprobar si hay sangre. Uno se para, se hace un selfie y se vuelve a subir a su vehículo a toda prisa, en busca de wifi.
Antonia y Jon bajan por el terraplén, esquivando botellas vacías y jeringuillas rotas. Los restos del Citroën siguen calientes, las últimas volutas de humo escapan por el amasijo retorcido donde una vez estuvo el frontal del vehículo. El radiador estrujado aún gotea sobre la raya divisoria de la calzada.
Los cadáveres de los agentes, unidos en un abrazo obsceno, son visibles a través del hueco del parabrisas. No hace falta comprobar si respiran. El atestado dirá «heridas incompatibles con la vida».
—Diecinueve —dice Jon, con la voz quebrada.
Antonia no responde. Va directa a la parte de atrás. Una puerta está deformada y hundida. La otra, unida a la carrocería sólo por un pernio, está en el suelo.
Dentro, nada.
—¿Han escapado, o se los han llevado? —pregunta Jon.
Antonia se toma su tiempo en contestar. Da una vuelta alrededor del coche, mirando con detenimiento. Coge la linterna de Jon, entra en el furgón, revisa las abrazaderas donde habían estado esposados. Una de ellas está arrancada. De la otra cuelgan unas esposas.
—Rebo se soltó. Y luego liberó a Lola Moreno —dice, aún acuclillada en el interior.
Sale, camina hasta la parte inferior del puente. Las manos vuelven a temblarle, pero no es como antes. No ha perdido ni un ápice de su fragilidad, de ese aire tenue que anuncia que está a punto de derrumbarse. Y, sin embargo…
Hay algo distinto en ella, piensa Jon. Algo peligroso.
Pasa un rato agachada debajo del puente.
—Se han ido en moto —dice, mostrándole a Jon las yemas de los dedos, en las que aún hay restos de goma.
—¿Cómo sabes que era de los sospechosos?
—Ha arrancado en este punto —dice Antonia, señalando al asfalto con la linterna—. No es un sitio lógico para aparcar, a no ser que quieras que sea tu vehículo de huida. Y los restos están limpios, no tienen polvo acumulado.
—Así que vinieron con la moto y el todoterreno. Adelantaron al Citroën, prepararon la emboscada y huyeron —dice Jon.
—Creyendo que los habían matado.
Con dos vehículos tan potentes, pudieron sacarle mucha ventaja al furgón en un trayecto tan largo. Sólo con apretar un poco…
De pronto cae en la cuenta.
—No sólo adelantaron al furgón.
Antonia le mira, en silencio, y asiente.
—Eran una moto y un coche en la carretera, Jon. No podías saberlo.
Jon le pone una mano en el hombro.
—Ni tú tampoco.
Antonia rehúye el contacto al principio, pero luego deja que la enorme manaza se quede ahí. Hace mucho frío, y el calor que desprende Jon es como un bálsamo.
—Lo creas o no —dice, con un hilo de voz—, estoy empezando a creer que no puedo salvar a todo el mundo.
Jon retira la mano, muy despacio.
Le embarga una oleada de tristeza. No es posible conocer a Antonia Scott, pero es posible entenderla. Y él entendía de dónde procedía la enorme energía que la mueve. Porque reconocía en ella la misma pureza con la que él empezó, el mismo deseo de justicia, la misma compasión por los que sufren. Pero ahora es capaz de ponerle nombre a algo que lleva días percibiendo. Que el epicentro de la energía de Antonia Scott se ha desplazado un tanto. La compasión ha cedido terreno al deseo de venganza.
Puede que eso la haga mejor aún. Más poderosa. La compasión es una niebla en la que perderse. La venganza procede del odio, y el odio es algo tangible, algo que se puede esgrimir como un arma.
Mirando a los cadáveres de sus compañeros en el furgón, recordando la pesadilla del contenedor del puerto de Málaga, Jon no es capaz de culparla.
Hay que hacer lo que toca. O, al menos, lo que se puede.
Si no puedes salvarlos, al menos podrás vengarlos.
Lo cual no quita para que se sienta muy triste.
Arriba se ven las luces de la Guardia Civil. Se asoman por el puente, comienzan a descender por el terraplén con sus chalecos amarillos.
El inspector Gutiérrez se encarga de las explicaciones, que se llevan valiosos minutos. Antonia le espera en el interior del coche, sentada en el asiento del copiloto, con los ojos cerrados.
Jon entra, frotándose las manos y echándose el aliento para calentarlas. Cada vez hace más frío.
—¿Te has dormido? —dice Jon.
Ella sacude la cabeza, con los labios apretados, sin abrir los ojos.
—Lo que daría por una cápsula roja —dice.
—Ya, y yo por un marido rico. Puedes hacerlo. Lo has hecho antes.
Antonia respira de forma entrecortada.
—Es mucho más difícil. Y más…
No añade más adjetivos. Jon, a cambio, añade un sustantivo. Miedo. Que es lo que tiene Antonia Scott. Ella, que parece no temer a nada, más que a sí misma.
—Voy a necesitar tu móvil —dice, al cabo de un rato.
Jon le pasa el aparato, y ve cómo lo apaga y lo vuelve a encender. Salvo que al encenderlo, deja apretado el botón de subir el volumen. En lugar de la pantalla de inicio, lo que aparece es una aplicación. Antonia introduce un número de muchos dígitos, y después la aplicación le hace un reconocimiento facial.
—¿Cómo has instalado eso en mi móvil?
—Éste no es tu móvil. Te lo cambiamos por otro hace meses. Éste es mejor. Y sin que Apple sepa lo que haces.
—¿Y vosotros sí lo sabéis?
—Estoy segura de que Asier_29 terminará escribiéndote. Parece buena persona —dice Antonia, sin dejar de teclear en la aplicación.
Jon sabe muy bien las páginas que ha visitado, los mensajes que ha mandado, lo que ha fotografiado con ese teléfono. Y que no le gustaría que nadie más supiera. El rubor sube a sus mejillas, en forma de calor seco. Las protestas hacen cola tras sus dientes, pero luego recuerda no sé qué de quien juega con fuego, mojado se levanta. Así que se limita a abrazar al volante y mirar hacia otro lado. Hasta que se le pasa.
—Esto es interesante —dice Antonia.
—¿El qué?
—Lola Moreno fue a buscar a su perro. Iba a subir al coche con su asistenta, pero no llegó a hacerlo. La gente de Orlov apareció y se la llevó.
—El chófer ese me pone los pelos de punta —dice Jon, recordando a Kiril Rebo.
—Sospecho que fue esa mujer la que les avisó. Zenya Kuchma, ucraniana, con permiso de residencia. Quizá por miedo.
—Se fue antes de que llegáramos.
—Esa mujer vive a las afueras de Marbella. ¿Por qué su móvil me dice que está en movimiento, por una carretera de la sierra de Madrid?
Antonia le muestra en la pantalla la posición del teléfono de Zenya Kuchma. Noventa y nueve kilómetros de distancia.
—Esto es Heimdal, ¿verdad? —dice Jon, poniendo en marcha el motor.
Antonia asiente.
—Y ha localizado su teléfono vía satélite, ¿verdad?
Antonia asiente de nuevo.
—¿Ves como sí que tenía función de satélite fascista mágico?
Lola
Había una niña que se compró una casa en un bosque, no lejos de un pueblo de cuento de hadas.
Lola ama Rascafría.
Es un lugar increíblemente hermoso. El monasterio del Paular tiene más de seiscientos años. Los cartujos lo fundaron en torno a una chimenea y un molino de papel. Les llevó dos siglos edificarlo, y enormes esfuerzos conservarlo, en aquella zona salvaje, a los pies de Peñalara. En mitad de aquel paraje repleto de arroyos gélidos y pedregosos, de los bosques de álamos, abetos y abedules.
Lola nunca había estado antes allí. Pero sabía que Yuri y ella necesitarían un refugio para el día de mañana. Un lugar que nadie conociera, lejos de todo y de todos. Encontró la casa buscando en un portal inmobiliario. Una parcela de mil setecientos metros cuadrados, en un camino forestal en pleno Parque Nacional de la Sierra de Guadarrama. Una construcción de 1975 que hoy sería absolutamente ilegal.
—Cómprala —le dijo a Yuri.
Puso especial cuidado en la operación, de forma que no pudieran relacionarlos con su propiedad. Ni siquiera usaron a Ustyan como testaferro, sino los servicios de un maltés carísimo.
La casa costó trescientos mil euros. Adquirirla de forma anónima, otros tantos. Pero se convirtió en un escondite romántico. En varias ocasiones subieron hasta allí, con su coche, de forma discreta. Kot en el asiento de atrás, roncando paciente. Y cómo disfrutaba el perro de los largos paseos por el bosque interminable. Más aún cuando acudían en invierno, y la nieve alcanzaba a veces casi medio metro de altura.
Hoy parece que será uno de esos días.
Se encontraron con nieve a la altura del embalse de Pinilla. La carretera iba mutando poco a poco del negro al gris sucio. Y después, al blanco.