¿Dónde va toda esa energía?
Para empezar, a la cabina de conducción. Que está construida como un módulo independiente del habitáculo trasero. El choque deforma la estructura que rodea al motor, absorbiendo parte de la fuerza del impacto. No la suficiente. La energía cinética de los cuerpos de los agentes Pardeza y Carmona, que siguen viajando a cien kilómetros por hora cuando el vehículo cambia de dirección, les envía en direcciones distintas. Carmona sale disparado hacia arriba y hacia delante, de forma que su pecho impacta contra el salpicadero con una fuerza equivalente a cincuenta veces la gravedad. Tonelada y media que absorben, en parte sus costillas, en parte el airbag frontal, que ha tardado en salir por culpa de la violencia del impacto. En el interior de su cavidad torácica, el corazón golpea el esternón, causando una contusión miocárdica grave, aunque no letal.
El resto de su cuerpo se sigue moviendo, sin las ataduras del cinturón de seguridad. Eso es lo que le salva la vida cuando la puerta se deforma y se rompe, invadiendo el espacio donde hasta hace poco había estado su cabeza. Dos dientes de aluminio y acero, que babean fragmentos de vidrio, pero que no alcanzan a rasgar su piel.
La suerte de Carmona, momentánea, no lo es tanto para la agente Pardeza. El cinturón retiene su cuerpo, limitándose a causarle dos costillas rotas, una contusión pulmonar y un bazo lacerado. El airbag salta, dispuesto a impedir que se golpee contra el volante, lo que a esa velocidad hubiera sido letal. Seis meses de recuperación dolorosa, un aumento en la paga por heridas en acto de servicio, y un niño que conservaría a su madre.
Pero no.
La suerte de Carmona le ha apartado de la zona de peligro, pero ha convertido sus ochenta kilos en un proyectil. El giro que ha imprimido la energía cinética a su cuerpo se transmite a su brazo, que impacta, a la altura de la muñeca, el hueso temporal de Pardeza, por encima de la oreja.
Es como golpear un muro de ladrillos. La muñeca de Carmona se parte con un crujido, doblándole la mano en sentido contrario al natural hasta que las uñas rozan el antebrazo. El cúbito fracturado asoma por la piel desgarrada.
Es como que te golpee un muro de ladrillos. El cráneo de Pardeza se ve lanzado contra la ventanilla, que frena en seco el desplazamiento. Pero en cada accidente de coche hay tres choques. El del vehículo hasta que se para, el de los cuerpos en su interior, y el de los órganos en el interior de los cuerpos. El cerebro de la agente se mueve dentro del cráneo, empujado por el líquido cefalorraquídeo. Que debe servir como colchón natural, aunque en una colisión a alta velocidad tiene la particularidad de moverse a una velocidad distinta que la masa cerebral, por su diferente densidad. Así que lo que hace es enviar el cerebro de la agente en dirección contraria al impacto. Haciendo que rebote dentro del cráneo como un juguete dentro de su caja en manos de un niño curioso al que no le dejan abrir los regalos de cumpleaños hasta que no sople las velas.
Está muerta antes de que acaben los tres segundos.
El habitáculo de los detenidos, mientras tanto, ha corrido mucha mejor suerte. La posición inhabitual de los asientos, que hubiera resultado fatal en un choque en distinto ángulo, redunda en beneficio de los prisioneros. La fuerza centrífuga del primer impacto ha hecho que el vehículo gire sobre sí mismo, en dirección contraria a la marcha, trasladando gran cantidad de energía a los neumáticos del lado izquierdo, que revientan por la fricción lateral contra el asfalto.
Dentro del habitáculo, Kiril y Lola gritan de terror, mientras la inercia les pega la espalda contra el asiento, y el cinturón de seguridad se asegura de que no se muevan.
Eso, mientras el Citroën gira, rodeando el todoterreno, que se ha quedado prácticamente en el sitio en el que impactó contra el furgón. Una tonelada más pesado, un centro de gravedad más alto. Mejores protecciones y estructura: sólo ha sufrido daños menores. Un lateral destrozado, el capó abollado como un cromo en el patio de un colegio. El faro izquierdo reventado, el motor probablemente no vuelva a arrancar una vez que se pare. Pero aún sigue bombeando gasolina al interior del motor, a razón de cincuenta y seis megajulios por litro. Mucha energía.
Cuando el Citroën detiene el giro que le ha llevado a rotar alrededor del todoterreno, la gravedad entra en juego. La diferencia de altura entre las ruedas que aún resisten y los neumáticos reventados hace que el furgón vuelque sobre el lado del conductor, derrumbándose sobre el quitamiedos y aplastándolo. Hierros azules retorcidos caen a la calle, cuatro metros más abajo. Media carrocería asoma al vacío, la otra media se ofrece, vulnerable, como un animal caído que muestra la panza.
Aquí acaban los tres segundos. Pero no acaba el drama.
El todoterreno da marcha atrás y embiste la carrocería. Tiene mucho menos recorrido y menos velocidad, así que esta vez no hay un impacto brusco. Es un empujón constante, con las ruedas del todoterreno produciendo humo mientras buscan el agarre necesario para avanzar. Poco a poco van empujando el furgón fuera de la carretera, hasta que la gravedad vuelve a tomar el control. El Citroën cae a plomo por el puente, aterrizando sobre un costado. El choque deforma la carrocería y revienta las pocas lunas que quedan intactas. También manda al agente Carmona —herido, pero vivo— contra los metales retorcidos de la puerta, de los que se había salvado antes. Uno de ellos le atraviesa la mandíbula, le lacera el cuello y la tráquea. Carmona se libera del mordisco y se desploma —herido, pero muerto— sobre su compañera.
El conductor y su acompañante se bajan del todoterreno. Los dos llevan cascos de moto. Se asoman por el agujero en el quitamiedos que ha dejado el furgón al caer, y contemplan el destrozo. El olor a goma y a revestimiento chamuscado de frenos impregna el ambiente.
—Ya está —dice Belgrano, subiéndose la visera. Su aliento forma nubes de vaho en el frío gélido y seco.
—Baja eso —le ordena Romero.
—No hay cámaras aquí.
—Por si acaso.
Vienen coches. Uno de ellos se para, el conductor saca su teléfono. Está llamando a la policía. La mujer que viaja con él apunta hacia ellos con el suyo. Está grabando un vídeo.
No queda tiempo.
Así que corren.
Han dejado la moto en la calle Embajadores, oculta debajo del puente. Descienden por el terraplén, suben a ella y desaparecen. Como aquella mañana en el centro comercial.
Sólo que esta vez han terminado el trabajo.
O eso creen ellos.
Lola
Lola ya no está de humor para cuentos.
El accidente ha sido una película de terror en pocos segundos. Primero, el choque brutal. Luego, el giro que la dejó pegada al asiento. El momento en el que el furgón volcó fue el peor de todos. Lola sintió cómo la tierra, el planeta entero, cambiaba de posición debajo de sus pies. Noventa grados completos. Se preguntó, por un instante, qué pasaría con los edificios, con la gente, con las casas. Todo arrasado.
Quedó suspendida por el pecho y la cintura, un brazo colgando hacia el suelo, el otro enganchado por las esposas, el pelo extendido delante de ella. Sólo el cinturón de seguridad la sostenía.
Después, el golpe por detrás. Lola notó la fuerza del impacto en el culo, transmitida a través del chasis hasta el asiento. Un golpe, seguido de la vibración y la tensión de la tonelada y media de aluminio y acero que se resistía a moverse, mientras era empujada por una fuerza superior, centímetro a centímetro.
El furgón se va moviendo hacia el vacío. Hay un instante de ingravidez, que Lola sintió en la boca del estómago, como cuando su padre pasaba a mucha velocidad por la cuesta de Arroyo de la Miel, cuando ella era una niña y se iban de vacaciones a Torremolinos. Torroles, que es como lo llaman en casa.
El furgón cayó a plomo al vacío, y Lola supo que iba a morir. Su último pensamiento consciente fue para el rostro de su padre, pisando el acelerador cuesta arriba, subiéndose las gafas que le resbalaban por el puente de la nariz. Con una sonrisa traviesa, sabiendo que va a hacerlas reír a las dos en cuanto el coche alcance el punto más alto y la gravedad les haga cosquillas en el estómago.
El furgón se estrelló. Hubo un crujido metálico cuando el chasis se deformó por el impacto. Ruido de cristales rotos. Y eso fue todo.
Lola no muere.
Ni siquiera queda inconsciente.
Tan sólo se queda allí, colgando.
No siente alivio por no haber muerto, solamente sorpresa. Un anticlímax perturbador. El universo había dispuesto las piezas para que se produjese un resultado, y luego ha entregado uno bien distinto. Es como una estafa en la que has salido beneficiada.
Lo cierto es que el habitáculo interior del Citroën ha resistido muy bien. Lola sólo tiene unas magulladuras. Algo de sangre le resbala por la punta de los dedos. El choque ha hecho que el borde de las esposas le lacere las muñecas. Las heridas son superficiales.
Hasta aquí las buenas noticias.
Las malas noticias: Kiril Rebo ha sobrevivido también.
La escasa luz que entra por una de las puertas traseras, que ha quedado abierta, le permite verle frente a ella. Está sentado, de espaldas, con las piernas en alto. Dando fuertes tirones a la abrazadera que le ata al vehículo. El choque ha debido de aflojar los tornillos, aunque Lola no puede verlo desde su posición.
Con un chasquido y un tintineo, Rebo se libera. Se quita el cinturón.
Lola se estremece de miedo. Aunque en la penumbra no puede ver los ojos de Rebo, aún recuerda la mirada fija y vacía que no ha cambiado desde que subieron al vehículo. Así que espera a que la ataque. Y Lola, atada, colgada bocabajo, esposada.
Indefensa.
Pero Rebo no se mueve.
Lola le observa durante largos segundos, hasta que comprende qué es lo que sucede. Y ve también su oportunidad.
—Han intentado matarte —dice, con voz suave.
Kiril Rebo se agita, suelta un gruñido ronco, pero no responde.
—A Orlov le ha dado igual que estuvieras aquí. Creías que era tu amigo, ¿verdad? Pues aquí tienes la prueba de su amistad.
El mafioso se arrastra fuera del asiento y gatea hacia ella. En la oscuridad, sus ojos vacíos han perdido el brillo azul pálido y se vuelven aún más amenazadores.
—Tú no hablas así —dice, agarrándola por el cuello.
Lola no se achanta. Ha escuchado muchas veces a Yuri hablando de Orlov y de Rebo. Cómo fueron los primeros en llegar aquí, cuando comenzó la invasión de la Costa del Sol. Inseparables, los dos. Uno el guante de seda, el otro el puño de hierro.
—¿Cuántos años llevas con él? —dice Lola, con la voz ahogada—. ¿Cuántos son suficientes para que te traicionen?
Rebo afloja la presión sobre su garganta.
—Suéltame. Sácame de aquí, y te prometo que haré que te compense.
—Tú lleva a dinero.
—Hazlo rápido, antes de que venga la policía.
El mafioso le dedica una mirada perturbadora.
Después se arrastra fuera de la furgoneta. Vuelve al cabo de medio minuto, con una barra de hierro azul en la mano. La introduce entre la abrazadera y el chasis, y hace palanca. La abrazadera salta de su soporte al tercer intento.
Lola se suelta, se quita el cinturón, y se deja caer.
Rebo la espera en el exterior. Está temblando, hace un frío insoportable. Se ha quitado la chaqueta y la ha arrojado al suelo, por alguna razón que Lola no alcanza a entender. Tiene tantos tatuajes en los antebrazos que parece como si se los hubiera tapizado.
—Me engañas, te mato —dice Rebo, mostrándole el trozo de hierro azul.
Lola asiente. Lo tiene claro.
—Necesitaremos un coche.
Se escuchan voces que vienen de lo alto del puente, por donde transcurre la autovía. Rebo y ella echan a correr por debajo del paso elevado de las vías de tren, y continúan por la calle desierta. Es poco más que una carretera secundaria. A la derecha hay una nave solitaria, rodeada de altos muros. A la izquierda, un desvío en dirección a Madrid. Otra calle sin un solo coche a la vista. Un letrero, pegado por un emprendedor optimista bajo una señal de ceda el paso, anuncia en letras negras sobre fondo amarillo:
LOCAL DE ENSAYO CASTLE ROCK
A 300 M
Lola sigue a Rebo en esa dirección. Cuatro minutos después, llegan a un polígono industrial. Hay un aparcamiento semivacío a la entrada.
Rebo camina entre los coches, hasta que se detiene delante de un Renault Clio.