– Un disparo recto, a bocajarro. Le estaban apuntando a la cara.
– El perro, un pastor caucásico enormemente receloso de los extraños, estaba encerrado en el recinto de la piscina.
– Lola Moreno recibe un mensaje de su marido, avisándola de que iban a por ella.
– Alguien intenta asesinar a Lola Moreno, al mismo tiempo que a su marido.
– La lejía en la escena del crimen.
– Yuri Voronin era confidente de la policía.
Todo vuelve al mismo sitio. Todo vuelve a la muerte de Voronin. Antonia recuerda el desasosiego que sintió en la escena del crimen. Cómo los monos se agitaron, intentando hacerle entender algo que estaba ahí desde el principio. La posición del cuerpo. El ángulo del disparo.
Erupaṟakkiṟatu.
Desviar al buey por mirar la mosca.
—El perro. El perro, Jon.
—¿Qué le pasa al perro?
—Para el coche.
Jon pone los intermitentes, se pega a la derecha. Están en pleno paseo de Recoletos, camino del hotel, pero a esa hora no hay casi tráfico.
—Déjame conducir.
—Pero si estamos casi llegando.
—Tenemos que volver. Cuanto antes. Y tú no estás en condiciones.
Sin creerse del todo lo que está haciendo, Jon le cambia el asiento a Antonia. El frío del exterior —están tres grados bajo cero— le espabila un poco.
—¿Se puede saber qué mosca te ha picado?
Erupaṟakkiṟatu, piensa Antonia, que echa el asiento hacia delante para ajustarlo a su cuerpo. No es que Jon esté gordo. Se pone el cinturón, y arranca. Hace un giro bastante ilegal para torcer en plaza de España. Pisa la línea continua, se salta un semáforo, luego dos.
El inspector Gutiérrez, que ya podía oler la cama, se ajusta el cinturón, y maldice el agotamiento que le ha hecho bajar la guardia y cederle el volante a una conductora profundamente desequilibrada. Otra vez. Cuando había prometido que jamás volvería a ocurrir.
—Me estás asustando.
—Llama a Mentor.
—¿Para qué?
—Que le llames.
Jon marca. Contesta una voz adormilada.
—El furgón en el que va Lola Moreno —dice Antonia—. Necesito que lo localices. Hay dos agentes de la policía judicial a bordo. Se dirige ahora mismo hacia Madrid, según mis cálculos deben de estar entre Villaverde y Usera. Es cuestión de vida o muerte. ¿Has comprendido?
—Ahora mismo —dice Mentor, muy serio. No pide explicaciones. Ha reconocido el tono.
Jon cuelga. Él sí pide explicaciones.
—¿Se puede saber por qué nos estamos jugando un accidente?
Antonia no responde. Está demasiado ocupada en el manejo a noventa kilómetros por hora Cuesta de San Vicente abajo. Esquiva por los pelos a un taxi que salía de la calle Ariaza, que pega un frenazo. El sonido del claxon no llega a alcanzarles.
—El perro, Jon —dice, cuando alcanzan la M-30, y el camino más despejado le permite poner el coche a ciento ochenta.
—Ya, ya. El perro. Que se lo ha llevado la asistenta. ¿Por qué quieres ahora al perro?
—Ahora no. El día del asesinato de Voronin. ¿No lo entiendes? ¿Dónde estaba el perro?
—Encerrado en su piscina —dice Jon, sacudiéndose el cansancio. Que se le está pasando, gracias a la adrenalina que produce adelantar coches, aunque sean pocos, sesenta kilómetros por encima del límite. Y sujetarse bien fuerte a la manija.
—Voronin encerró al perro. ¿Por qué? Porque sabía que iba a recibir visita.
—Conocía a los que le mataron. Eso ya lo sabemos.
—Claro. Pero los que le mataron no iban a matarle. Sólo querían asustarle para que hablara. ¿Qué sentido tenía matarle y luego registrar la casa en busca de lo que querían?
—No es práctico, no. ¿Y por qué le mataron, entonces?
Erupaṟakkiṟatu.
—Por error, Jon. Le amenazaron con la escopeta, pero en ese momento el perro tuvo que revolverse, ponerse a ladrar. El recinto de la piscina está al lado de la barbacoa.
—El que sostenía la escopeta se asustó.
Y luego, los dos a la vez:
—Pum.
—Vale, pero sigo sin entender por qué estamos dando la vuelta —dice Jon, encogiéndose cuando adelantan a un camión que queda peligrosamente cerca.
—A Lola Moreno intentaron matarla varios minutos después. ¿Por qué?
—Porque había fallado lo del marido —dice Jon, que empieza a comprender.
—Lo hemos enfocado mal desde el principio. Siempre creímos que era un ajuste de cuentas y que iban a por los dos a la vez.
—Pero Orlov se empeñó en dejar clara la traición de Voronin en el funeral. Que era un chivato.
Antonia se muerde el labio inferior, cierra los ojos, intenta pensar. Sin darse cuenta de que, a esa velocidad, no es una buena idea. El volante se le desvía un milímetro. Pasan tan cerca de un monovolumen de color rojo que el retrovisor izquierdo del Audi desaparece. Dejando sólo un cable que se agita, frenético.
—¡Me cago en todos tus muertos, Scott!
—Perdón —dice Antonia, enderezando el volante—. Orlov no sabía lo del dinero entonces. De lo contrario no habrían matado a Ustyan y quemado los archivos de Voronin. Ése fue su gran error, porque encontramos el contenedor.
—¿Entonces?
—Piensa, Jon. Voronin era un negado. Tiraba peras con la punta del pene, según Orlov.
—¿Perdona?
—Luego te lo explico. Era un negado, conoce a Lola Moreno y se vuelve el Da Vinci del blanqueo y del contrabando.
Jon asiente, despacio. Es como uno de esos trampantojos que te muestran una imagen escondida dentro de otra. Una vez que has descubierto el secreto, no hay manera de dejar de verlo. Camuflada detrás de todos los estereotipos sociales, se había reído de todo el mundo durante años. Incluso ahora ellos la habían tratado como una víctima desesperada.
—Qué hija de puta.
—Ella ha sido el cerebro desde el principio. Manipulando a su marido, robando a Orlov. Y un día debieron de cometer un error, y alguien les apretó. ¿Cómo funcionan los confidentes, Jon?
—Tú miras para otro lado, y ellos te cuentan cosas a cambio. Sale más rentable para todos.
—Y a veces te manchas —dice Antonia, con voz suave.
Jon no responde. Bien sabe él qué ocurre, incluso con la mejor de las intenciones. No se puede vadear un río de mierda vestido de novia.
—Ahora dime por qué huyó Lola Moreno y no acudió a la policía.
Jon ata cabos también. Con una claridad estremecedora. Sí, es sólo una chispa minúscula, y casi todo el trabajo lo ha hecho ella, mostrándole a Lola Moreno como quien realmente es. Una mujer manipuladora, con dinero, increíblemente inteligente. Sólo es una chispa minúscula. Pero, por un breve instante, Jon vislumbra lo que debe de ser estar dentro de la cabeza de Antonia Scott.
—Conocía a su atacante.
—Alguien que se había implicado con Voronin y con ella demasiado. Alguien que vertió luego lejía en la escena del crimen —dice Antonia, hablando cada vez más deprisa—. Alguien que había sido herido superficialmente. Alguien cargado de hombros, que apenas movía uno de los brazos cuando le conocimos.
Jon traga saliva, despacio.
—Joder, cielo. Jo. Der. Más te vale estar segura.
Antonia aprieta las manos sobre el volante con determinación. No, aún no lo comprende todo. Quedan cabos sueltos, muchos. Sobre todo los que tienen que ver con la Loba Negra. Hay más fuerzas actuando sobre este tablero de lo que ella es capaz de ver con la información de que dispone. Pero ha eliminado lo imposible hasta que sólo le ha quedado lo improbable.
—Estoy tan segura de que fue Belgrano, como de que no dejarán que Lola llegue a la sede de la UDYCO con vida.
Grabación 16 Hace dos semanas
YURI VORONIN: No quiero seguir con esto.
COMISARIA ROMERO: Creo que hace tiempo les dejamos claro que sus preferencias no importan, Voronin.
YURI VORONIN: No lo entiende. Lola no sabe que estoy aquí. Por eso no la he traído.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Mira que me extraña. Si es ella la que te lleva de la correa.
YURI VORONIN: Ella es la que piensa cosas. Yo soy el que tiene que rebuscar en basura, hablar con gente para enterarme de cosas que contarles. Bratvá y fuera de Bratvá.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Eso es algo que haces muy bien. Y era el acuerdo. Nosotros te facilitamos las cosas, tú nos facilitas las nuestras.
YURI VORONIN: Bueno, pues se acabó.
SUBINSPECTOR BELGRANO: ¿Y esta ventolera que te ha dado?
YURI VORONIN: Lola está embarazada. Queremos dejarlo.
COMISARIA ROMERO: Me temo que es imposible.
YURI VORONIN: ¡He hecho todo lo que me pidieron!
SUBINSPECTOR BELGRANO: Y vas a seguir haciéndolo. (Pausa de ocho segundos.)
YURI VORONIN: No.
SUBINSPECTOR BELGRANO: ¿Cómo dices?
YURI VORONIN: He dicho no. (Ruido de una silla cayendo al suelo.)
SUBINSPECTOR BELGRANO: Menuda hostia que te voy a dar, enano. Te vas a cagar.
YURI VORONIN: No va a tocarme. No va a tocarnos a ninguno de los dos.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Te voy a borrar esa sonrisa a patadas.
COMISARIA ROMERO: Subinspector. Me gustaría saber por qué el sospechoso está sonriendo, cuando sabe que le tenemos cogido.
YURI VORONIN: Usted lo ha dicho. Soy bueno enterándome de cosas. Sé cuánto dinero había en el coche que incautaron a los serbios.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Tú qué vas a saber.
YURI VORONIN: Seiscientos mil euros. Ustedes declararon cuarenta mil.
COMISARIA ROMERO: Es curioso que sepa eso, señor Voronin. Teniendo en cuenta que el conductor murió cuando se resistió al arresto.
YURI VORONIN: Porque yo mismo lo puse ahí.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Dijiste que era un envío de los serbios.
YURI VORONIN: Mentí. El envío era de Orlov. Un pago por una deuda. Yo lo organicé para que fuera así. Ayudé al pobre Jovovic a estibar la carga. Antes de que saliera le pregunté si iba armado.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Debió de armarse después.
YURI VORONIN: Perdimos el envío, perdimos al conductor. La vida sigue, Orlov no se enfada.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Verás cómo se enfada cuando se entere de que eres una rata.
YURI VORONIN: No se lo dirán. Porque si no, yo lo cuento todo. He grabado todas nuestras conversaciones.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Tienes que estar de puta coña.
YURI VORONIN: También camuflé una cámara en el coche. Streaming 4K. Todo grabado. Incluso el momento en el que sacan a pobre Jovovic de coche y le pegan dos tiros, subinspector. (Ruidos metálicos, golpes, gritos. Barullo indistinguible durante cuarenta y dos segundos.)
COMISARIA ROMERO: Vamos a calmarnos todos y discutimos cómo arreglamos esto.
YURI VORONIN: No hay nada que discutir. Ustedes dejan en paz a mi familia y a mí. Si no, habrá consecuencias.
13
Un silencio
Ocurre en sólo tres segundos. Pero qué tres segundos.
El furgón está recorriendo los últimos kilómetros del trayecto por la A-4, a la altura de la depuradora La China. La planta que limpia las aguas de casi millón y medio de madrileños.
Ella, la conductora, se llama Noelia Pardeza, tiene cuarenta y un años y un niño de seis. Hoy no le tocaba trabajar, pero su compañero, el agente Alonso, estaba con fiebre. Así que aquí está.
En el asiento del copiloto viaja Mateo Carmona, treinta y seis años, soltero, sin hijos. Tiene tres perros y vive con su padre, que es mayor, el hombre. Va medio amodorrado, y se ha quitado el cinturón porque con esta mierda no hay quien duerma, y total, quién nos va a multar a nosotros, que somos la policía. Ese sentimiento de invulnerabilidad estúpido e irracional es lo que le salva la vida.
El furgón cruza por encima del Manzanares un poco antes de llegar a la depuradora. Dejan las piscinas de decantación a la izquierda, y continúan el recorrido. Ahora paralelos a las vías del AVE, que transcurren a la derecha de su posición, y a unos cuatro metros de altura. La autovía pasa por encima de la prolongación de la calle Embajadores, del apéndice recóndito donde ésta viene a morir.
La calle desierta, la noche ideal.
La agente Pardeza mantiene la aguja del Citroën a un ritmo constante de cien kilómetros por hora. En una autopista de cuatro carriles, de madrugada, es una velocidad muy segura.
A no ser que te embistan de forma intencionada.
El todoterreno (sin luces) sale del espacio que queda bajo las vías del AVE, invade la autovía a setenta kilómetros por hora, el máximo que ha conseguido su conductor en tan poco espacio. El golpe (certero) alcanza al Citroën en el lateral de la puerta del copiloto y buena parte del motor, en trayectoria diagonal.
A esa velocidad, un vehículo de tonelada y media que recibe un impacto para el que no ha sido diseñado se convierte en una especie de Euromillones de la física. Cualquier cosa puede suceder, siempre que recordemos el principio de conservación de la energía. La energía cinética transferida es la misma que haría falta para parar en seco a un elefante cayendo desde un octavo piso.