Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Pero capta una frase.

Abre los ojos.

Jon sigue abrazándola.

—Creo que sé dónde está Lola Moreno —dice ella, apartándose de él.

Jon frunce el ceño, se rasca el pelo con impaciencia. Ha habido demasiadas emociones ese día. Lo inteligente sería retirarse cuando aún van empatando.

—Vamos al coche. Pero antes pararemos en una farmacia —avisa, señalando el accidente en el que se ha convertido su cara.

Antonia asiente, agradecida, y se dirige hacia la puerta de la cocina. Tiene que saltar por encima de los dos bojevik para alcanzarla. Cuando pasa las piernas por encima del más alto, aquel al que Jon golpeó primero, le invade una extraña certeza, que sólo puede expresar en forma de pregunta.

—¿Tú me quieres?

Jon le dedica una sonrisa cansada.

—Ay, cari. Te quiero tanto que todavía no te he matado.

Kot

Es el más pequeño de la camada.

Sus hermanos y hermanas son los primeros en comer, en encontrar el lugar más caliente para dormir. El pastor entra en el cobertizo, ve al pequeño y pasa de largo. Tras muchos años y muchas camadas, conoce cómo funciona la naturaleza. Siempre muere alguno. Esta vez la perra ha tenido ocho. Cuando llegue la primavera, con suerte, quedarán tres.

Los inviernos en Goris, en la provincia de Syunik, en Armenia, son duros. La temperatura alcanza los doce grados bajo cero, nunca asciende por encima de tres. Es un pueblo hermoso, agreste, perteneciente a otro siglo. Sí, hay coches y teléfonos móviles, porque el virus de la civilización infecta incluso los lugares más remotos. Pero el puñado de casas que se arraciman a los pies de las montañas Zangezur, buscando protección contra el viento, están ocupadas por gente diferente. Gente que convive con un fatalismo ancestral, atávico. Nacen entre un cielo vacío y una tumba abierta, y no arquean una ceja cuando uno no les contesta o la otra les reclama.

Por eso el pastor mira al cachorro con indiferencia. Otro en su situación habría llevado un platillo de leche al cobertizo, le habría envuelto con una manta. El pastor pasa de largo, y deja que la naturaleza haga su trabajo.

Bastantes preocupaciones tiene. El rebaño en invierno da mucho más trabajo. Hacinadas en el cercado, las ovejas piden agua y heno y producen enormes cantidades de estiércol que hay que palear. Solo con su hijo pequeño —el mayor murió en la guerra, hace diecisiete años—, el pastor no es capaz de nada más que de desplomarse en la cama, agotado, cuando ha cumplido todas sus tareas.

Cuando llega la primavera y las nieves desaparecen, el mundo se vuelve un lugar más amable. Las ovejas salen a ramonear, pastan la hierba baja de las laderas, y sólo hay que conducirlas de un punto a otro. Subido en el percherón, con una vara larga en las manos y un zurrón repleto en la espalda, el pastor ve recobradas las fuerzas y la dignidad. El sol devuelve parte de su fuerza a los miembros cansados, y la vida se vuelve soportable.

Los perros ayudarán, cuando llegue el momento.

El pastor caucásico es una raza antigua. Los soviéticos dicen que fueron ellos los que la crearon tras la Gran Guerra, mezclando varias razas de perros molosos de las montañas de Osetia del Norte junto con razas de Armenia y Azerbaiyán. El pastor tuerce la cara con desagrado cuando escucha esa mentira, repetida hasta la saciedad. Él tiene sesenta y tres años, y de niño creció con los nagazi, pues ése, y no otro, es su nombre. Y así lo hicieron su padre, y antes que él su abuelo. Típico de los rusos querer apoderarse de todo aquello que ven.

La tierra, las mujeres. Los niños.

Los nagazi son fuertes, tan grandes como un hombre adulto, a veces aún más. Dotados de una melena espesa y marrón con zonas negras y de unas patas grandes y altas, llegan a pesar noventa kilos. El pastor recuerda un ejemplar enorme, el abuelo de esta camada, que casi alcanzó los cien. Su inteligencia, su fiereza y su marcado instinto territorial los han convertido en protectores del ganado y de la familia. Y en esa tarea sobresalen en un aspecto por encima de todos.

Matar lobos.

El cachorro superó el invierno.

Una mañana gélida de comienzos de primavera, el pastor lo encontró en el exterior del cobertizo. Tenía una paloma entre las patas. Restos de nieve en polvo le cubrían el hocico. Mezclada con la sangre de la paloma, la nieve refulgía como rubíes sucios al sol del amanecer.

Miró al cachorro con sorpresa. Debía de tener ya doce semanas, y hacía cinco que creía que había muerto, devorado por la madre. Las perras sabían bien que no todos conseguían vivir, y se limitaban a acelerar el proceso.

—¿Ése no es el pequeño? —preguntó su hijo.

El pastor asintió.

—No sé qué haremos con él. Ya tenemos demasiados.

Habían sobrevivido cuatro cachorros. Con este, cinco. Una camada especialmente fuerte. Y alimentar a cuatro perros de noventa kilos ya es bastante difícil. Entre todos pueden comerse treinta ovejas al año, además de pollos, hortalizas y fruta. Nada de pienso para los nagazi, no cuando tienes comida que crece y se reproduce a cambio de agua y hierba. No, si quieres que el rebaño sobreviva. Hace siete años, una manada de lobos consiguió entrar al cercado de los vecinos. Mataron a ciento veinte ovejas en una sola noche.

Aún tiembla al recordarlo.

Pero no pueden quedárselo.

—Lo bajaré al pueblo. Nikol me lo comprará.

El pastor hace una mueca de desagrado. Un animal como éste debe ser libre. No mercancía. No es un ser estúpido y servil como las ovejas.

Reprime el gesto de acariciarlo, con sus manos nudosas y agrietadas. No es un hombre sentimental. Pero sabe que, si lo hace, no permitirá a su hijo que se lo lleve.

Y bien sabe Dios que necesitan el dinero.

—Está bien.

—¿Cómo se llama? —preguntó Nikol, observando aquella bola de pelo, engañosamente plácida. Nikol es el dueño de un supermercado y un almacén de pienso para animales, y conoce muy bien el temperamento de los nagazi.

—No lo sé. Kot.

Kot. Cachorro. Está bien —dice, alargándole un puñado de billetes.

Nikol cuidó del perro durante seis días, que fue el tiempo que tardó un adiestrador de Volgogrado en responder a su anuncio. Kot voló hasta Rusia en un carguero que salió de Erevan al día siguiente. En Rusia pasó tres semanas en la finca del adiestrador, un hombre cuyo negocio consistía en encontrar auténticos molosos de montaña y educarlos para servir a hombres adinerados. El adiestrador sabía lo que vendía. Aquellos perros eran orgullosos e inteligentes. No habían nacido para ser meros animales de compañía, para obedecer órdenes. En las prisiones rusas patrullaban las murallas, y si un preso las saltaba, los guardias los soltaban y los dejaban hacer. Fotos a todo color de los resultados quedaban siempre a la vista de los internos en los pasillos.

Así que había que domar su carácter, pero sin quebrarlos. Uno de aquellos ovcharka —el adiestrador usaba el nombre soviético con orgullo, pues creía que los soviéticos eran sus creadores— se dejaría matar antes que ceder.

Cuando el perro estuvo listo, el adiestrador colgó una foto en su página web, anunciando un ejemplar perfecto de ovcharka, nacido en las montañas nevadas. El precio serían cuatro mil dólares más desplazamiento, cien veces más de lo que Nikol le había pagado al hijo del pastor.

Al otro lado del mundo, un joven y borracho Yuri Voronin llamó a su mujer y la sentó en sus rodillas delante del ordenador.

—Mira, cariño. Creo que ya sé lo que necesitamos para nuestra nueva casa.

Lola

Había una vez una niña que fue a rescatar a su perro. Consiguió sacarle y huyó con él a un lugar donde los hombres malvados ya nunca, nunca podrían alcanzarla.

Lola sabe que la pesadilla está a punto de acabar. Jack está a punto de huir de casa del gigante, descendiendo por la mata de habichuelas.

Las últimas horas han sido horribles. Consiguió escapar corriendo. La policía montó un operativo para localizarla, difundió su fotografía por los informativos, pero se centraron sobre todo en cómo iba vestida. Con dinero de sobra, Lola pudo hacer muchas cosas. Primero, entrar en un almacén oriental. La sudadera la arrojó a la basura. Vestida ahora con una gabardina de corte poco favorecedor y una gorra deportiva, con una mochila al hombro, su imagen poca relación guardaba con la fotografía que habían hecho pública.

Subió a un taxi que la llevó hasta Estepona. Allí le fue fácil encontrar un apartahotel donde no le pidieron el DNI, porque, claro, se lo había olvidado y mañana tenía una reunión importante para un puesto de trabajo aquí, le pagaré el doble por un par de días. Y no lejos había una farmacia de guardia donde le vendieron su preciada insulina. Lola se dio la vuelta y extrajo un billete de la mochila y lo introdujo en el cajetín metálico con mano temblorosa, temiendo que en cualquier momento el farmacéutico la reconociese. El farmacéutico la miró durante unos segundos más de lo necesario, pero acabó metiendo la insulina y las vueltas en el cajetín y cerrando con un chasquido.

Menos de dos horas después de haber disparado al aire en la esquina de la avenida Ramón y Cajal, Lola estaba llorando en la estrecha ducha de su habitación, incapaz de dejar de temblar de miedo y de ansiedad.

Apenas durmió esa noche, aunque atrancó la puerta con la mesa. No paraba de saltar al menor ruido, imaginando que ya estaban allí, que la habían encontrado. Consiguió conciliar el sueño cuando el sol ya clareaba a través de las persianas. De puro agotamiento. Durmió hasta bien entrada la mañana.

Se levantó, se inyectó la insulina, desayunó en una cafetería. Fue hasta un Mango, donde compró ropa cómoda, gafas de sol, vaqueros y zapatillas. A pesar de que iba caminando con la cara vuelta hacia la pared, a pesar de que cada mirada le parecía sospechosa, y que el tiempo que estuvo en la tienda no dejaba de volverse hacia la entrada, nadie se le acercó, nadie la reconoció.

La vida continuaba con una normalidad desconcertante, después de todos los sucesos de los últimos días. Cuando se detuvo a comer en un restaurante de la avenida España, cargada de bolsas de la compra, perdió por un instante la consciencia de su situación, y buscó en el bolso recién comprado (que no contenía más que unos pocos billetes) el móvil para llamar a Yuri y ver cómo estaba.

Al instante, la vida le recordó la realidad con la sutileza de una pedrada.

Se echó a llorar sobre el segundo plato.

Seguía siendo una fugitiva de la justicia. No tenía identificación, ni modo de conseguir una. Tampoco amigos a los que recurrir, ni familia que no estuviese vigilada.

Podría huir, subirme a un autobús en dirección a Madrid, o Valencia, perderme allí entre sus calles, conseguir un trabajo, desaparecer.

No.

No voy a irme sin mi perro.

Regresar a Marbella era un riesgo muy grande, pero había recobrado las fuerzas y la confianza en sí misma. Y sólo tendría que estar una hora en la ciudad.

Una hora más, y se acabó.

Qué lugar tan horrible, piensa Lola, mientras rodea el recinto desde fuera.

La perrera municipal está a las afueras, al final de una carretera estrecha de un solo sentido. Las perreras comparten algo con los tanatorios, las residencias de ancianos y los cementerios. Las colocamos en el sitio donde menos probabilidades tengamos de verlos. Porque nadie quiere saber qué ocurre realmente tras esas vallas altas, aunque intuyamos que ocultan una realidad a la que no queremos enfrentarnos.

El tiempo, medido en dinero, es la droga más efectiva y peligrosa que existe. La dosificamos de forma cicatera y egoísta para dar la espalda a cualquier mínimo atisbo de sinceridad. El tiempo es nuestra justificación para el egoísmo que nos aísla de la verdad, de esa destrucción que causamos, la que carcome a otros, la que en última instancia nos carcome a nosotros mismos. No tenemos tiempo, nos decimos. Y así continúan los perros abarrotando las jaulas y los ancianos alzando el cuello arrugado y lleno de colgajos hacia la puerta cada vez que se abre.

No hay tiempo para la verdad.

Tampoco hay tiempo para Kot.

Como perro potencialmente peligroso —y pocos lo serán más que él— la ley dicta que, si no es adoptado antes de diez días, será sacrificado.

Lola ha comprado una cizalla en una ferretería de la plaza de las Delicias en Estepona antes de volver a Marbella. También unos guantes de trabajo para poder doblar los alambres de la valla.