—Algo por el estilo.
Uno de los gorilas le acerca a Orlov la identificación de Antonia. El viejo la deposita encima de la mesa.
—Europol. Es la primera vez que veo una de éstas.
—No somos muchos. Pero hacemos nuestro trabajo.
—¿Y cuál es su trabajo?
—Encontrar a Lola Moreno.
—Parece que tenemos entonces… ¿Cómo se dice? Conflicto de intereses.
—No tiene por qué. Podemos ayudarnos.
Orlov apoya los brazos sobre la mesa, se inclina un poco hacia delante.
—Explíqueme cómo, policía.
—Su problema no es con Lola Moreno. Era con su marido.
—Ah, Yuri. Cuando llegó no era nada.
Entonces Orlov emplea un término que va derecho al tesoro de palabras imposibles de Antonia.
Juyem grushi okolachivat.
En ruso, hacer caer las peras del peral dando con la polla en el tronco.
—Significa gandul, ¿verdad? —dice Antonia.
—Sí, disculpe. Habla usted mi idioma muy bien, quizá le exijo demasiado.
—No se preocupe. Lo que no comprendo lo deduzco por el contexto —dice Antonia, girando la cabeza y escupiendo un poco de sangre, que le chorrea por la comisura de los labios.
—Mujer lista. Gosha, tráele una servilleta.
Uno de los gorilas le alarga un rollo de papel de cocina. Orlov arranca un poco y se incorpora para secarle la sangre.
Aslan Orlov es un hombre amable, eso ya había quedado claro.
Antonia no sabe si le desagrada más el contacto de aquellos dedos largos de aspecto cremoso, o el hecho de que haya cortado el papel de cocina sin seguir la línea de puntos.
—Yuri era un gandul. De pronto, se volvió listo. Demasiado listo.
—Usted no necesita a Lola Moreno.
—Ella tiene que morir.
Antonia sonríe. Ha llegado el momento de jugar su órdago. Para eso ha venido.
—La Loba Negra podía haberla matado ayer. La tenía en el punto de mira. Y no lo hizo.
Orlov la mira con interés. Con cálculo. Hay pesos, medidas, cintas métricas en el escrutinio que le dedica.
—Es por eso por lo que ha venido.
—Yo creo que está claro —dice Antonia, que no tiene ni idea de lo que está hablando.
—Ahora comprendo su juego. Quiere cambiar el dinero por Lola Moreno. ¿Qué vale esa mujer para usted?
—Una vida. Supongo que para usted no es gran cosa. Ya vi los resultados de su ecuación en el puerto de Málaga.
—Fue usted —dice Orlov, abriendo la boca y los ojos muy despacio, como si comprendiera algo de pronto—. ¿Y también la que visitó a Ustyan?
—Culpable.
La Fiera echa la cabeza hacia atrás, y suelta una carcajada gutural, detestable. Suena como una vejiga inflada estallando al calor del fuego.
—Es irónico. ¿Sabe dónde estamos?
—No.
—En casa de Ruben. Estaba desocupada, así que era el sitio para tener una charla con usted. Usted lo mató con su intromisión, claro. Y ahora me ha dicho todo lo que necesito saber.
Se pone en pie, se acerca a su prisionera y se agacha hasta que sus narices casi se rozan.
Si Antonia pudiera oler, percibiría el tufo a linimento, a crema hidratante. A pomada para la artritis.
—No creo que sepa dónde está el dinero. Pero, por si acaso, voy a dejarla en manos de mis hombres. Les llevará un rato. Pero siempre consiguen que la gente hable —dice, dirigiéndose a la puerta—. Ya sabe. Matemáticas.
Antonia traga saliva —mezclada con sangre— y ruega por que sus propios cálculos no estén equivocados.
6
Una espera
El inspector Gutiérrez recorre la distancia hasta la habitación de Antonia, intentando contener el enfado que le está cociendo el hígado a baja temperatura. Sus pasos suenan a «me va a oír».
Los nudillos repiquetean, con impaciencia.
Nada.
Hay una camarera al fondo del pasillo, arrastrando un carrito. Jon le enseña la placa, le pide que le abra la puerta de la 512.
—No puedo ayudarle, tendrá que preguntar en recepción —dice la mujer.
Jon resopla, con desagrado. Nadie tiene respeto por la policía estos días.
Echa el cuerpo hacia atrás, alza la pierna y patea la cerradura con todas sus fuerzas.
—¡No puede hacer eso!
—Llame a la policía.
A la segunda patada la cerradura salta, llevándose por delante un trozo de marco. Jon irrumpe en la habitación, comienza a revolver todo. Tarda menos de un minuto en encontrar la bolsa con el alijo. Puede que otras cosas no se le den tan bien, pero esto… esto lleva décadas haciéndolo.
En ese momento llega un mensaje de Antonia.
Jon, éste es un mensaje programado. Si lo recibes, significa que tengo un problema. Espera en el coche a mi segundo mensaje. Te rogaría que, cuando lo recibas, conduzcas como si fuera yo.
Debajo, un sticker de un pato con gafas de sol.
Es difícil explicar con palabras educadas los sentimientos que cruzan por la mente del inspector. Jon ya llegaba con un cabreo importante, que le había acelerado el pulso y predispuesto a la pelea. O al conflicto. El mensaje de Antonia llega con las calderas bullendo y la presión alta.
Los juramentos que profiere, camino del coche, son irreproducibles.
Entra en el Audi, aparcado a cincuenta metros del hotel, se quita la chaqueta, cierra con un portazo, se pone el cinturón, gira la llave para que el sistema eléctrico se active, sin llegar a poner en marcha el motor. Jura un poco más.
Fuera ya ha oscurecido.
Desde fuera, un observador casual que pasara junto al coche —con un habitáculo perfectamente insonorizado— volvería la cabeza con estupor. El espectáculo de un hombre gritando en silencio, como una televisión sin volumen, mientras intenta arrancar el volante a manotazos, no se ve todos los días. El observador casual aceleraría el paso enseguida, porque el hombre en cuestión es enorme. No es que esté gordo.
El desahogo no sirve para serenar a Jon. En absoluto.
Y lo que viene ahora, menos.
Esperar una llamada, un SMS, un WhatsApp o un mensaje de Grindr es un suplicio en nuestros días. Acostumbrados a la inmediatez, al doble check, a la respuesta instantánea, nos hemos vuelto caprichosos. Infantiles.
Véase el inspector Gutiérrez. Con el teléfono en la mano, comprobando cada pocos segundos que las cuatro barras que indican la cobertura estén llenas. Apretando los puños, mirando a su alrededor por si acaso Antonia decidiera doblar la esquina por arte de magia. El asiento del copiloto, dolorosamente vacío.
Esperar le vuelve indefenso, le encadena a un limbo extraño entre pausa y acción. Y como no recibe lo que espera, comienza a hablarse a sí mismo. Un vamos, vamos, vamos, intermitente, ineficaz. Entre cada exhortación, la amenaza crece. Lo que le está sucediendo a Antonia ahora mismo, mientras espera, se vuelve la peor clase de amenaza. Esa inconcreta, en la que el monstruo de la incertidumbre va mutando de forma, sin detenerse en ninguna concreta el tiempo suficiente como para poder decidir cómo enfrentarse a ella. Cada niño que ha existido y se ha quedado solo, conoce bien a este monstruo. Habita en el periodo que transcurre entre que gritamos, llamando a nuestra madre, porque las sombras han revelado una garra, un hocico sediento de sangre, y el momento en el que ella aparece. En esa espera, la madre ha muerto de mil formas horribles, dejándonos a merced de la oscuridad.
Cada instante de espera, cada segundo transcurrido, va encogiendo más y más a Jon, hasta transformar su ansiedad y su miedo en un único punto candente. Un agujero negro de violencia y desesperación, que devora todo.
Entonces, el mensaje.
Ven a buscarme, si eres tan amable. Pincha aquí.
PD: Espero no estar muerta.
Debajo, un sticker de un perro horrible enseñando los dientes superiores.
Jon arranca el motor y pisa el acelerador. Tan a fondo que el pie roza el asfalto.
Ojalá no te hayan matado todavía. Porque pienso matarte yo.
7
Una cocina
Antonia ha perdido la cuenta de las bofetadas.
Están siendo cautelosos. Saben que no pueden darle demasiado fuerte. Antonia pesa la mitad que cualquiera de ellos. Si se pasan, le partirán el cuello, o la cabeza, o algo peor.
Por ahora llevan una ceja y los dos labios.
No les está funcionando.
A ella, menos.
Antonia pierde la consciencia en uno de los golpes. No es mucho, sólo unos segundos. La despierta el sonido pulsante y desagradable de un carillón en el interior de su cabeza. La sacude, revelando que el sonido es en realidad un tono de llamada. No escucha la conversación, pero ve a los gorilas hablando entre ellos a través del reflejo de la cafetera bruñida.
Le cuesta mantener el ojo izquierdo abierto. La hinchazón de la ceja aumenta, a medida que los capilares rotos acumulan sangre. Ahí ya no siente dolor. De esa parte se encargan su nariz y, sobre todo, los dientes. Tiene que apretarlos fuerte con cada golpe, para evitar morderse la lengua o el interior de los carrillos. No lo ha conseguido todas las veces, y ya se ha lacerado el interior de la boca. Los músculos de su mandíbula acusan el esfuerzo. Al igual que los de su cuello, que tensa, cada vez, para poder acompañar la dirección de la bofetada.
A la décima, deja de parecer fácil.
A la vigésima, sólo quieres que te maten.
Con todo, no está funcionándoles. Antonia no les ha dicho dónde está el dinero. Sobre todo porque no lo sabe. Y algo les ha transmitido esa llamada. Algo importante. Antonia está segura de que lo es. Uno de sus monos quiere llamar su atención, mostrarle algo, pero una nueva bofetada le hace esfumarse.
—¿Dónde está el dinero? —escucha, a lo lejos.
—Me gustaría saber qué hora es —musita Antonia, en español.
—¿Qué? ¿Qué dices?
—La hora. Me gustaría saber qué hora es.
O, por lo menos, que me dierais la vuelta.
O que no me peguéis.
Se cumple una de las tres cosas, cuando uno de los hombres gira la silla bruscamente. Después de haber estado contemplando la esquina contraria de la cocina, con el convencimiento de que lo último que viese podía ser una baldosa, contemplar otra parte del mundo se antoja una bendición. En esto está, hasta que se fija en que el más alto ha sacado uno de los cajones de la cocina y está eligiendo objetos que pinchen, corten y trituren.
Así que no eran cautelosos. Sólo me estaban hablando, piensa Antonia.
El otro, aquel al que Orlov llamó Gosha, se decide por un instrumento de acero. Mareada, bizqueante, Antonia no puede ver bien de qué se trata.
Apenas si puede ver el reloj de la cocina, y eso que está a menos de tres metros.
—¿Vas a hablar ahora? —dice el hombre más bajo.
Le muestra el objeto que ha cogido antes. Es una pinza para marisco. Capaz de hacer trizas la quitina del exoesqueleto de los crustáceos decápodos. Como, por ejemplo, una langosta. O el meñique izquierdo de Antonia, cuya falange distal está apretando ahora mismo.
—¿Dónde está el dinero? ¿Lo sabes? ¿Lo sabe el poli gordo? Habla.
El dolor intenso en el dedo hace a Antonia abrir los ojos de golpe. Consigue fijar la vista en la encimera de la cocina. El lugar donde hasta hace un momento estaba la paletilla de jamón.
—Está bien, está bien. Voy a deciros algo —susurra Antonia.
El que sostiene la pinza la suelta, se agacha, acerca la boca al oído de su prisionera. El otro se acerca un poco también.
—¿Qué?
—Se acerca el infierno.
El más alto debe de intuir algo. Lo cual redunda en su perjuicio, porque cuando gira la cara ofrece un blanco perfecto para que la parte externa de la paletilla —denominada maza— le atice en pleno hueso frontal.
Antonia hace el cálculo involuntariamente. Un sistema de ecuaciones de fuerza para el impacto de un cuerpo de cinco kilos golpeando un cráneo.
Considerando que:
– La masa se desplaza a unos cincuenta kilómetros por hora.
– La superficie de contacto ha sido de unos 400 mm cuadrados.
– El espesor de un cráneo humano es de unos 6 mm y su punto de ruptura medio es de 150 newtons/mm2.
La fuerza de impacto total es:
Ocho toneladas.
Antonia concluye el cálculo en el tiempo que transcurre entre el crujido del cráneo al romperse y el ruido del mafioso desplomándose al suelo. Muerto, con toda probabilidad.
—No estoy gordo —dice Jon, dejando caer la paletilla. Estoy lleno de odio.
El otro bojevik se pone en pie, se saca una navaja de mariposa del bolsillo, la abre y se abalanza sobre Jon. El inspector da un paso atrás, luego otro, esquivando como puede las cuchilladas, que cortan el aire con silbidos aguzados.
Cuando ha conseguido apartarle lo suficiente de Antonia —que era su objetivo desde el principio, y por eso no lo ha hecho antes—, Jon saca la pistola y la apunta a la cara del mafioso, que detiene uno de sus ataques a la mitad y deja caer la navaja, contrariado.