—¡Hola! ¡Mafiosos!
Agita los brazos hacia la terraza del segundo piso, donde hay un par de señores de aspecto eslavo. Sentados en sillas de plástico, con sus camisetas sobafresh y sus tatuajes en los brazos. Se asoman, perplejos, al escuchar los gritos de aquella desequilibrada.
—Me gustaría ver al señor Orlov. Díganle que sé dónde está Lola Moreno.
4
Un problema
A Jon Gutiérrez no le gusta el servicio de habitaciones.
No es una cuestión de comodidad. Te suben en una bandeja hipertrofiada un montón de comida. Tirando a fría, para que no te abrases. Sabes que va a saber exactamente igual que tu anterior pedido en ese hotel de la misma cadena, situado a mil kilómetros. Porque a nadie le gustan las sorpresas. Puedes degustarlos en la tranquilidad de tu habitación. Muy a menudo contemplando en alguno de los múltiples espejos la imagen de tu cuerpo en calzoncillos y calcetines.
La oportunidad del contacto humano es también apreciable. Abrirle la puerta a un desconocido, que invade tu espacio personal con una enorme sonrisa. Fingiendo no ver la cama deshecha, la ropa interior desperdigada. Escuchar cómo recita los platos solicitados. Asegurarle por tu primogénito que no necesitas nada más. Que ya has estado mirando la carta durante diez minutos antes de llamar. Jurar que llamarás para que recojan la bandeja. Saber que lo que harás será asomar la cabeza al pasillo, mirar hacia los lados como el inspector Clouseau, y deslizar la bandeja por la moqueta cuando no haya moros en la costa.
Nada de todo esto molesta a Jon Gutiérrez del servicio de habitaciones.
Si son todo ventajas.
Lo que a Jon Gutiérrez le jode del servicio de habitaciones es que le hace sentirse aún más solo. Soledad de náufrago, de muelle al alba, de estrella en la negrura. Soledad de domingo por la tarde, en pleno jueves. Que no calma la tele encendida, ni el constante tirar hacia abajo para refrescar en los mensajes de Grindr, ni el ruido del polvo en la 604. Ella, corriéndose con discreción. La discreción de una campana de bronce rodando escaleras abajo. Dos veces.
Que son las cuatro de la tarde, señora.
La soledad de Jon se convierte en una siesta, interrumpida de la peor manera. Con una llamada de teléfono de Mentor.
—Déjeme adivinar, ahora tenemos que enfrentarnos también a un albino malvado del Opus.
Mentor ignora su primera frase, como siempre. Jon ha decidido que la próxima vez que hablen le recitará la alineación del Athletic, a ver si se confirma la teoría.
—¿Está solo?
—Estoy solo —dice Jon, echando vinagre en la herida.
—Necesito hablar con usted sobre Scott. ¿Ha notado algo raro en ella últimamente?
Jon hace memoria de la última semana.
Sin orden particular. Sin ánimo exhaustivo.
Carreras fuera de la escena del crimen, botellas arrojadas al Manzanares, quedarse catatónica tras rescatar a una mujer agonizante de un contenedor lleno de cadáveres, enfrentarse en la oscuridad a una asesina, decir uno, no, dos tacos, ordenar el hackeo de la base de datos de un gobierno extranjero, atraer intencionadamente los disparos de un francotirador, rechazar el postre.
—Tendrá que ser más específico, oiga.
Mentor suelta un bufido exasperado. De perro al que le niegan el borde grasiento del filete.
—Me refiero a su comportamiento. A su físico.
Jon visualiza la mano de Antonia, temblando. Tratando de esconderse bajo la chaqueta.
—Es posible.
—Necesito estar seguro, inspector. Necesito que me cuente más cosas.
—Pues ya somos dos.
Jon puede escuchar al otro lado el chasquido del mechero, el humo largo y exhalado de una primera calada.
—¿Qué tal el vapeo? ¿Funciona?
—Oiga, inspector. La situación aquí es muy grave. Sé que trata de protegerla, pero necesito saber.
—Y yo necesito que me diga por qué coño pregunta. Así podré decidir cómo proteger a mi compañera.
Mentor hace una pausa de tres caladas y dos sacudidas en el cenicero.
—Está bien. Hemos detectado un problema en el almacén de la sede de Madrid. En la cámara de seguridad refrigerada.
—¿Qué clase de problema?
—Faltan cápsulas. Cincuenta cápsulas rojas y diez azules.
Ajá.
—¿Ha hecho una lista de los que tienen acceso?
—Sí, es bastante corta. Sólo yo.
—Pues sí que es un problema.
—¿Va a ayudarme ahora?
Primera regla de un interrogatorio. Haz tus preguntas en forma de afirmación.
—Cree que ha sido Scott.
—Si Scott quisiera adivinar el número de diez dígitos del panel numérico, podría. Podría también conseguir una copia de la llave física. Incluso saltarse las medidas biométricas, incluyendo mi huella dactilar. Pero hacer todo lo anterior sin ser detectada por las cámaras de seguridad, está complicado, inspector.
Jon se rasca la cabeza con fuerza. No tiene sentido.
—Si yo me tomo una de esas cápsulas rojas, ¿qué pasaría?
—Pues efectos secundarios, sobre todo. Gastroenteritis, enrojecimiento de la piel, casi seguro. Mareo, quizá. Dependiendo de lo que haya comido.
—Pero no me volverían más listo.
—El compuesto químico está fabricado a medida del cerebro de Scott. Lo único que hace es ayudarla a regular la dopamina y el control de estímulos. Ella es el mecanismo, inspector, no las cápsulas. De hecho creemos que no las necesita. El problema es lo que ella cree.
—¿A qué se refiere?
—Parte del compuesto está diseñado para estimular la liberación presináptica de ácido gamma-aminobutírico. Y su uso continuado demandará más presencia del compuesto en el organismo.
—¿Y en cristiano?
—Es adictiva de pelotas.
Ajá.
—Por eso no puede tomar más que una cápsula en la escena del crimen, que es el momento en el que su entrenamiento la ha condicionado para tener un máximo de estímulos. Más de eso sería muy peligroso.
Segunda regla de un interrogatorio. Vuelve a hacer tus preguntas una y otra vez hasta que obtengas respuesta.
—Y usted cree que ella podría estar detrás de todo —insiste Jon.
—Créame, me tranquilizaría. Por grave que fuese, sería asumible. Me preocupa mucho más que tenga que ver con lo que está pasando en el proyecto. Y ahora dígame: ¿ha notado algo diferente en Scott estos días?
Pues salvo el hecho de que no me ha pedido ni una sola cápsula, que tiene síntomas de abstinencia intermitentes y de que está más irascible de lo habitual…
—No, nada de nada.
—Está bien —responde Mentor, con la voz rezumando pesadumbre—. No le diga ni una palabra de esto a Scott, ¿me ha comprendido?
—Por supuesto que no le diré nada. ¿Por quién me ha tomado? —dice Jon, que ya se ha puesto los pantalones y va camino de la habitación de Antonia.
5
Una ecuación
El viaje ha sido corto.
Unos quince minutos, o menos. No le han vendado los ojos, ni puesto una bolsa en la cabeza. El cañón de una pistola apretado contra las costillas, sí, pero poco rato. El tiempo justo para dejar una marca en la piel, y dejar claro que la cosa va en serio.
El que se hayan saltado los procedimientos habituales en las películas no le resulta a Antonia nada tranquilizador. Es de donde suelen sacar sus ideas los aficionados. Los profesionales no le dan tanta importancia al hecho de que veas dónde te llevan, sobre todo si el viaje va a ser sólo de ida.
El sitio es más bien feo. No al nivel de la casa de Voronin, un monumento al mal gusto. Este lugar simplemente carece de él. Un adosado neutro, de paredes blancas y gres rojo en el suelo. Como un millar más de los que le rodean. No hay fotos en las paredes ni cuadros. Los muebles son funcionales.
La llevan a la cocina.
Sólo restos de sal en la encimera, una mancha de aceite aquí y allá. Un jamón a medio comer. Huellas dactilares en la cafetera de acero bruñido. Un hueso de aceituna olvidado, junto a la pata de una silla, hacen ver a Antonia que allí ha vivido alguien. La pila llena de agua, con un plato dentro.
Una sola persona, que usaba muy pocos compartimentos de la alacena, deduce, observando el polvo acumulado en algunos pomos, inexistente en los más bajos.
—Buenas tardes, señora. Me temo que no tengo el placer —dice una voz a su espalda.
Antonia se gira. Orlov. Moreno denso, melena blanca. Ojeras pronunciadas, que no tenía en el funeral. Algo más cargado de espaldas, quizá. Saturado de preocupaciones. Ha cambiado el traje caro por un chándal de diez euros. Marca TEX. Recién comprado, aún con la marca del antirrobo en la solapa derecha.
—Me llamo Antonia Scott —dice ella.
No adelanta la mano.
Él tampoco.
Lo que hace es un gesto hacia los dos bojevik. No hacen falta dos gorilas de noventa kilos cada uno para reducir a Antonia sobre la mesa de la cocina, cachearla, quitarle la mochila. Hubiera bastado con medio.
Ella se deja hacer.
Una a una van sacando sus cosas. Al menos las que ella ha dejado para que encontraran. Las llaves de casa, unos AirPods. Un cargador, varios cables. Una batería portátil. El iPad, unas gafas de sol. Su identificación de la Europol. Un paquete de Smint. Su teléfono móvil.
Ella se deja hacer. Incluso cuando le quitan la cajita metálica con las cápsulas del bolsillo.
—¿Qué es esto? —dice uno de los gorilas.
—Para mis dolores de cabeza —dice Antonia.
El gorila se encoge de hombros y vacía la cajita en la pila.
—Tú ya no necesitas más nunca.
Antonia intenta no gritar.
El iPad y el móvil reciben un par de martillazos en la encimera, tan cerca de la cara de Antonia que varios trocitos de cristal le golpean en las mejillas. Después van a hacer compañía a las cápsulas y al plato en remojo.
Por último, los dos gorilas atan a Antonia a los brazos de una de las sillas de la cocina, pasándole esparadrapo por las muñecas. La silla la aproximan a la mesa circular. Antonia aprieta los labios, rogando que la sitúen de cara al reloj, pero éste queda a su espalda.
Maldita sea.
Eso complica mucho las cosas.
Orlov se aproxima a la mesa y se sienta en la silla frente a ella, en ángulo perfectamente recto. Una disposición diseñada para reuniones serias, para que dos personas se miren y lean las intenciones del otro mientras negocian. O para un interrogatorio con tortura.
—La recuerdo. Usted estuvo en funeral, da?
—Creo que será más fácil si nos comunicamos en su idioma, señor Orlov —dice Antonia, en ruso.
—Vaya. No hay verdad en las piernas —dice Orlov, gratamente sorprendido. Una expresión común, ayudando a que el interlocutor se sienta como en casa.
—Ah, me temo que sus hombres ya me han invitado a sentarme —dice Antonia, señalando sus muñecas.
—Una precaución necesaria. Como ya sabrá, soy un hombre amenazado.
—Supongo que lo normal en su línea de negocio.
Orlov hace un gesto con las manos huesudas.
—Ha dicho a mis hombres que quería verme.
—Necesito hablar con usted.
—Estamos hablando. ¿Dónde está Lola Moreno?
—Ya llegaremos a eso. Antes me gustaría llegar a un acuerdo con usted.
El viejo sonríe. Es una sonrisa afilada.
—No sé qué es lo que le hace pensar que su opinión es importante.
—¿Acaso no lo son todas?
—Ésa es la mayor debilidad de Occidente. Un día decidieron que podían engañar a la gente repitiendo esa mentira hasta la saciedad. Llevan casi un siglo insistiendo. Expandiendo la mentira para que alcance hasta al miembro más inútil de la sociedad. Y ya ve lo bien que les ha ido.
—¿Es mejor usar la fuerza, cree usted?
—La fuerza son matemáticas, señora —dice Orlov, encogiéndose de hombros—. Ahora, por ejemplo. Observe.
Hace un gesto, y uno de los sicarios se coloca junto a Antonia y le da una bofetada. No muy fuerte, pero suficiente para teñir de sangre su labio inferior.
—Seguro que es usted capaz de resolver la ecuación que acabo de plantearle.
—Está bastante clara —dice Antonia, pasándose la lengua por el labio.
—Pues entonces responda a mi pregunta. ¿Dónde está Lola Moreno?
—No lo sé.
Orlov inclina la cabeza, con extrañeza. Entrecierra los ojos, que parecen desaparecer en el interior de ese rostro enjuto y lleno de cavidades.
Es como una morena, piensa Antonia. Replegándose al interior de la roca.
—¿Por qué ha venido, entonces?
—Porque quiero negociar con usted.
—Negociemos, entonces —dice Orlov.
Hace otro gesto.
Una nueva bofetada cruza la cara de Antonia, que nota cómo los dientes le castañetean con el impacto. Su oído derecho emite un zumbido desagradable.
—No me parece forma de negociar —dice Antonia.
—De nuevo, señora, vuelve a sobrevalorar su opinión. ¿Dónde está Lola Moreno?
—No lo sé.
Orlov se tironea de la oreja, asiente despacio.
—Está bien. Comencemos por lo más fácil. ¿Es usted policía?