—Tiene su propio Hombre del Saco.
—No es el Hombre del Saco —dice Mentor—. La Loba Negra es a quien manda a matar al Hombre del Saco.
Jon se pasa la mano por la cara, se cruza de brazos. Que él sólo es un chico de Santutxu.
—De puta madre. Éramos pocos y parió la prima de Keanu Reeves. ¿Tú no decías que los mafiosos eran aburridos?
2
Un aviso
—Una cosa más —dice Mentor, antes de colgar—. He decidido dar por concluida vuestra participación en el caso de Lola Moreno.
Antonia, que estaba perdida en algún lugar dentro de su cabeza, la levanta con extrañeza. Jon también, pero con perplejidad. Los tres saben lo que va a ocurrir a continuación. La única duda es qué palabras elegirá Antonia para mandarle a pastar.
—Eso no va a ocurrir.
Mentor se calla. Parece que el vídeo se ha quedado congelado, pero no, es sólo que ha optado por el silencio. Jon también. No se le ha olvidado la historia que Mentor le contó hace unos meses, la historia del perro al que tuvo que sacrificar porque había sido incapaz de controlarse. Así que le extraña que alguien que conoce tan bien a Scott haya elegido esta forma tan poco adecuada para comunicarle una decisión estúpida.
Pasan unos segundos incómodos. Segundos de esos marcados bajo la etiqueta «Si hablas, pierdes».
—Inspector Gutiérrez… —dice Mentor.
—A mí no me mire. Ya sabe lo que hay.
—Lo que hay es una situación imposible. Con demasiadas variables peligrosas. Están ahí solos, sin apoyo forense. El equipo de Madrid está ocupado ayudando a esclarecer lo que ha sucedido a Inglaterra y Holanda. Si no les mando volver, es por miedo a que les suceda algo.
—Tenemos que quedarnos aquí. Entendido. Pues ya que estamos, vamos a aprovechar el tiempo.
—Scott. Ya os habéis encontrado dos veces con esa mujer. Es un milagro que no haya ocurrido algo peor. No sois una unidad de intervención. Vuestras capacidades tienen un uso muy concreto.
—Venga ya. Esto será como lo de Valencia —dice Antonia.
—Tú y yo recordamos Valencia de forma bien distinta —suspira Mentor.
—Puede ser. Pero vamos a encontrar a Lola Moreno y a descubrir lo que ha pasado aquí.
—Eres demasiado valiosa para perderte por esto, Scott.
—¿Cuánto?
Mentor la mira con desconcierto.
—No entiendo.
—¿Cuánto de valiosa? Dime una cifra.
—No creo que…
—Me encantaría saberlo. ¿Cuánto valgo? ¿Como dos mujeres? ¿Tres mujeres? ¿Ocho mujeres muertas, como las del contenedor?
Jon recuerda el olor. La podredumbre. La sangre que tuvo que limpiar del cuerpo de Antonia, del suyo propio. La promesa que ella hizo. Un susurro suave emitido por una mujer minúscula y medio rota. Una mota minúscula en un universo indiferente. Apenas perturbó la oscuridad.
Y, sin embargo…
—Yo no elijo adónde ir. Qué hacer con esto —dice, tocándose la frente con el dedo índice. Suave y despacio.
—Eso no es justo.
—Tú eliges dónde entramos. Pues bien, yo elijo cuándo salimos. Y si no te gusta…
Hace una pausa.
—Si no te gusta, te puedes ir a tomar viento.
La cara desencajada de Mentor, con los ojos del tamaño de pelotas de golf, es lo último que queda en la pantalla, congelada por un instante, cuando Antonia corta la comunicación.
—¿Qué tal lo he hecho? —dice, volviéndose hacia su compañero.
El inspector se acaricia la barba, simulando pensar.
—Te doy un diez en la ejecución, un cinco por la elección del taco y un cuatro en oportunidad.
—¿Una media de seis con tres? —dice Antonia, con un mohín.
—Subes puntos por la cara que ha puesto. Digamos un siete.
—No está mal. Mejor que mis notas de la facultad.
Jon se pone en pie. Vuelve junto a la ventana, se mete las manos en los bolsillos. Emite con todo su cuerpo señales de «pregúntame qué me sucede» que hasta una radio rota como la de Antonia pueda captar.
—¿Qué ocurre?
—Ha sido divertido ver cómo le ponías en su sitio. Pero creo que tiene razón.
Jon no necesita ninguna superficie reflectante para ver la decepción en la cara de Antonia. Ni ojos en la nuca, como los del padre Carlos, en catequesis. Ése sí que tenía superpoderes.
—Tú también, no.
—No te estoy diciendo que lo dejemos —dice Jon, volviéndose hacia ella y alzando las manos en ademán conciliador—. Lola Moreno sigue siendo la clave para coger a Orlov. Pero ahora ha aparecido Xena, la princesa guerrera. Y busca lo mismo que nosotros.
—Ya nos la encontramos una vez. No somos su objetivo.
Jon se acaricia el cuello, que todavía guarda un recuerdo de ese momento.
—No somos su objetivo mientras no nos pongamos en su camino. Ya viste lo que pasó con el policía que se levantó.
—Nos hemos enfrentado a asesinos antes. ¿Qué hay de Sandra Fajardo?
—Una rata astuta que usaba el engaño. Eso podemos manejarlo. Pero esto…
—No es más que un ser humano. Escapó por los pelos.
—Descolgándose con cuerdas desde la azotea. No es nuestro campo, cari.
Antonia se cruza de brazos.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Nos encerramos en la habitación a ver la tele?
—Tampoco es eso. Pero la policía ya está haciendo el trabajo de calle. Y no va a ser la solución. Ahora tiene dinero, así que podrá esconderse. Sólo te pido que no corramos como locos por todas partes durante un par de días. Búscala aquí dentro —dice Jon, tocando el iPad—. Y aquí dentro —dice, señalando su frente.
Antonia clava la mirada en el minibar durante un largo rato. Los argumentos hacen cola tras sus dientes. Pero finalmente decide apretarlos y dejarlos encerrados dentro.
—Está bien. Déjame sola. Necesito pensar.
Grabación 11 Hace ocho meses
COMISARIA ROMERO: Esto no era lo que habíamos acordado.
YURI VORONIN: Lo que habíamos…
SUBINSPECTOR BELGRANO: Cállate, Voronin. Ya sabemos que eres un cero a la izquierda.
COMISARIA ROMERO: Es así, ¿verdad, señora Moreno?
LOLA MORENO: No sé de qué me habla.
COMISARIA ROMERO: Por supuesto que no.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Seguís dándonos mierda.
YURI VORONIN: Es buena información.
COMISARIA ROMERO: No es la información que queremos.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Os pedimos información sobre Orlov. Lo que nos estáis dando es chivatazos sobre sus rivales.
YURI VORONIN: Y usted cogiéndolos.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Estáis eliminando la competencia.
YURI VORONIN: Quería cocaína, quería heroína. Ahí está. Armas, también. Los bielorrusos moverán algo el mes que viene.
COMISARIA ROMERO: Queremos a Orlov.
LOLA MORENO: No, comisaria. Ustedes lo que quieren son titulares. Es lo que nos pidió. Y eso es lo que le estoy dando. Lo que le estamos dando.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Ay, el subconsciente.
COMISARIA ROMERO: No es eso lo que…
LOLA MORENO: (Hablando a la vez, le interrumpe.) Ya ha pasado por esto antes. En la Operación Oligarkh, en la Operación Mármol Rojo. Si coge a Orlov, tardarán diez años en juzgarle. (Pausa de siete segundos.)
SUBINSPECTOR BELGRANO: Para entonces se habrá muerto de viejo o será demasiado viejo para ir a prisión. (Pausa de tres segundos.)
COMISARIA ROMERO: ¿Qué es lo que propone, señora Moreno?
LOLA MORENO: Propongo que aumente la presión. Siga consiguiendo redadas, titulares. Deje de perseguir el pez gordo y hártese a peces chicos. (Pausa de veintitrés segundos.)
COMISARIA ROMERO: Supongamos que me interesa su propuesta. ¿Cuál sería el primero de esos peces chicos?
YURI VORONIN: Hay un envío que va a salir dentro de unos días. Serbios. Droga y dinero, destino Barcelona. Un coche lanzadera y un coche correo.
3
Una necesidad
Tan pronto como Jon se marcha, Antonia abre la puerta del minibar y se come las chocolatinas.
No han parado de llamarla con sus voces insinuantes y sus atractivos paquetes de colores desde esta mañana. Las engulle a grandes bocados, las baja con una Coca Light, eructa y se siente al mismo tiempo mejor y como una cerda. La dicotomía de la comida ultraprocesada. Antonia podría escribir un tratado al respecto.
En cuanto intercambia la necesidad de dulce grasiento por culpabilidad, otra urgencia diferente toma el control.
Lleva mucho tiempo posponiendo esta conversación consigo misma. Una especialidad en la que nunca ha destacado de forma positiva.
Antonia ha funcionado siempre como un cohete pirotécnico. Prendida su mecha, sólo puede ir en una dirección, quemando la pólvora, hasta estallar en una nube de magnesio, antimonio y sales de estroncio. Eso incluye no preguntarse durante el proceso qué es lo que va a suceder al final.
Pero ahora, incluso es capaz de ver que tiene un problema.
La electricidad que le hormiguea en las manos, el pecho y la cara está presente de forma casi permanente. Mantener su respiración controlada es más difícil, aunque no imposible. Pero el temblor de las manos ha ido aumentando. Ahora ni siquiera puede sostener el iPad con la derecha sin que las letras se emborronen en un baile incomprensible.
Cada vez le cuesta más controlarlo en público. Sabe que a Jon no puede engañarlo. Ya le ha visto más de una vez no mirando sus manos temblorosas de forma deliberada. O estudiándola con recelo, cuando cree que ella no se da cuenta.
Tres cápsulas, piensa Antonia. Tres es todo lo que necesito.
Sólo tres.
Parecen pocas en comparación con las cuatro que consumió ayer sólo para mantener sus pensamientos bajo control. Abrió las cápsulas y echó el polvo en un vaso de leche, confiando en que la grasa del líquido le proporcionara una absorción más constante en el torrente sanguíneo.
Funcionó, a medias.
Las tres que quiere consumir hoy parecen pocas, salvo que se supone que sólo debería utilizar una en aquellos momentos en los que su cerebro no pueda manejar los estímulos externos ni el exceso de histamina que produce su hipotálamo.
Anụ ọhịa-azụ.
En igbo, idioma que hablan dieciocho millones de nigerianos, la bestia de tu espalda que se come tu comida y sólo deja que te alimentes de sus despojos.
Se quita la camiseta y el sujetador, se arrodilla junto a la bañera y abre el grifo de la ducha. Diez minutos de agua helada en el cuero cabelludo la dejan temblorosa y agarrotada, pero ha conseguido reducir la necesidad. Al menos hasta que acaba de secarse el pelo.
Anụ ọhịa-azụ.
Antonia conoce muy bien el rostro de esa bestia. De los cientos de ellas que pueblan su cabeza, saltando de liana en liana y enseñándose los colmillos.
Sólo la vio una vez, en la vida real. Una mañana de domingo, en el zoo de Barcelona, acompañada por su madre. Pelo hirsuto y pardusco, cara negra. Brazos largos y delgados, larga cola prensil. Se movía como un fantasma por las cuerdas tendidas en su hábitat. En sus ojos azules había algo sobrenatural. No maligno, pero desde luego no amigable. Parecía saber demasiado para su propio bien.
Antonia lloró al verlo.
—Es un mono araña. Comen fruta. No te hará daño —dijo su madre.
Al ver que Antonia no dejaba de llorar, Paula intentó apartarla de la jaula, pero ella no quiso. Se quedó allí, sosteniendo la mirada de aquel fantasma sabio, que golpeaba el cristal con sus manos sin pulgares, como intentando advertirla de algo.
Fue la última salida que Paula Garrido hizo con su hija. Una semana después ya no pudo salir del hospital. Un mes después, el cáncer ganó.
El monstruo lo sabía, pensó Antonia.
Anụ ọhịa-azụ.
Antonia no quiere ceder tan pronto a la ansiedad, pero necesita su mente despejada. Saca tres cápsulas de la bolsa, las mete en la cajita metálica. Por si acaso.
Sólo quedan otras seis.
Después tendrá que recurrir a Jon. Explicarle lo que ha estado pasando.
No se lo tomará bien.
Guarda la cajita metálica en el bolsillo de los pantalones, y la bolsa con las seis restantes la esconde bajo la cama. Prefiere afrontar a la bestia que hacer daño a Jon. Tendrá que ocurrir, antes o después. Pero, como cantaban en aquella película, el sol brillará mañana.
Menuda estupidez.
De pronto, las palabras de Jon vuelven a su cabeza con nitidez. Lo que había dicho acerca de la Loba Negra.
No somos su objetivo.
Entonces ¿cuál es?
Sólo hay una manera de averiguarlo.
Antonia se viste, sale al pasillo del hotel. Rehúye el ascensor y usa las escaleras, donde no hay ningún peligro de encontrarse al inspector Gutiérrez. En la calle sube a un taxi, y da una dirección de la calle Salvador Rueda. Una con la fachada pintada de malva obsceno.
Por el camino, programa en su iPad dos mensajes para Jon. Dos mensajes que le llegarán con dos horas de diferencia.
Va a odiarme por esto. Pero es la única solución.
El taxi se detiene frente a la peluquería Tere’s. Antonia paga, se baja y se cambia de acera.