Jon vuelve a suspirar. Es un suspiro distinto.
—Adiós a mi fertilidad.
—No exageres. La cantidad que habrás absorbido será el equivalente a siete u ocho radiografías. Tu esperma está bien. Además, creía que no querías tener hijos.
—Me gusta tener las opciones abiertas.
—Los niños no traen más que miseria.
En ese momento se apagan las luces del puente, y de pronto son dos figuras en la oscuridad. Una, inmensa, se agita inquieta. La otra, minúscula, saca el móvil del bolsillo y enciende la linterna.
—Veo que la visita a tu hijo ha ido muy bien —dice Jon, sacando a su vez una linterna del bolsillo. Una de verdad—. ¿Qué estamos buscando?
—Manchas de sangre. Especialmente en los bordes metálicos.
Paradójicamente, a veces es más fácil ver las manchas de sangre a oscuras. El Luminol ayuda mucho, una sustancia milagrosa que esparcida sobre la escena del crimen es capaz de hacer brillar la sangre y otros materiales orgánicos bajo una luz ultravioleta. A falta de Luminol, cuando la sangre es ya vieja puede adoptar tonalidades caprichosas que van desde el marrón al negro, dependiendo de la superficie donde haya caído, el tiempo transcurrido y la oxidación a la que se haya visto sometida. En estos casos Antonia y Jon prefieren trabajar a oscuras, centrándose sólo en el pequeño círculo de luz que está frente a ellos, peinando la zona poco a poco.
Ver menos para ver más.
—¿Por qué no has bajado? Te estábamos esperando —reprocha Jon, sin dejar de pasar la linterna por las superficies cercanas. Está intentando comprender el comportamiento de Antonia. Lo cual nunca es sencillo.
—No sé nadar.
—Hay ochenta centímetros de agua. Incluso tú haces pie.
—Suficiente para ahogarte. Incluso tú te has caído.
Jon aprieta los labios. Desearía que la Reina Roja no hubiera visto caer de culo a su Escudero, al hombre que se supone que tiene que protegerla. También desearía estar en casa frente a unos callos a la vizcaína. Y que el veinteañero con el que ha estado tonteando por Grindr se decida a quedar con él de una vez. Y la paz mundial.
Como dice amatxo, te jodes y bailas.
Y eso es lo que toca con Antonia. Sacarla a bailar. Aunque sólo ella oiga la música.
—No es propio de ti quedarte tan lejos de la escena del crimen.
—A veces veo mejor desde la distancia —responde Antonia.
Por el rabillo del ojo, el inspector Gutiérrez percibe los síntomas de su compañera, síntomas de que su particular cerebro está funcionando a más velocidad de lo aconsejable. Son ya muchos meses en los que ha aprendido a leer la particular rigidez de los hombros y el cuello. La respiración entrecortada. La voz una octava más aguda. Los dedos que se abren y se cierran sin que ella se dé cuenta.
Jon se lleva la mano al bolsillo de la chaqueta, donde aguarda la familiar forma cuadrada de la caja de pastillas. Pero no llega a sacarla. En lugar de eso, se agacha y sigue explorando la barandilla con lentitud. Centímetro a centímetro.
No.
No hasta que ella lo pida.
No tiene más tiempo para pensar en ello, porque ha encontrado algo en el borde de la barandilla. Una mancha marrón, reseca.
—Mira aquí.
Antonia se da la vuelta y se acerca a él. Ahora están agachados, ambos, bajo la barandilla, mirando hacia arriba.
—¿Esto es lo que buscas? —pregunta Jon.
Antonia parpadea varias veces. Otra señal que Jon ha aprendido a leer. Es como cuando escuchas el disco duro de un portátil, zumbando, mientras el cabezal busca la información.
—Podría serlo. La mancha es compatible con que el asesino arrojara a la víctima desde aquí.
Por el extremo del puente llega Aguado, con las herramientas necesarias para continuar el trabajo. Ambos se ponen de pie, para dejarle espacio, y apagan las linternas.
—No quieres comprometerte, ¿verdad? Es eso.
Antonia asiente, en la oscuridad.
—No quiero verla. No quiero, si no es ella.
Jon sabe, porque lo ha vivido, que la mirada acusadora de los muertos a veces te arranca promesas que no se pueden cumplir. Antonia le hizo una a un adolescente desangrado, en una mansión desierta, hace siete meses. Una promesa que colisionaba con la que le había hecho a Marcos, su marido, de que nunca volvería a hacer nada que les pusiera en peligro. Ha roto ambas.
—Yo también sé lo que es mirarles a los ojos, bonita. Pero en este caso no hubieras tenido que preocuparte. Se los han comido los peces.
—No veo cómo eso pudiera hacer que me preocupe menos —dice Antonia, que es al sarcasmo lo que Superman a las balas—. La ausencia de globos oculares reduce las posibilidades de identificación.
Jon tarda en contestar. Porque lo que tiene que decirle a continuación a Antonia, lo que le ha encargado Mentor que le diga, no va a gustarle nada.
Lola
Centro Comercial Paraíso, Marbella
Lola Moreno salva la vida por un cúmulo de casualidades. La primera es que el cochecito de bebé que está mirando a través del escaparate de Prenatal es de color azul marino. Si hubiera sido de color claro, el cristal no hubiera reflejado la pistola que ha alzado el hombre a su espalda. Si no fuera la esposa de quien es —y supiera que el asesinato cabe dentro de lo posible en su vida—, es poco probable que su reacción hubiera sido tan adecuada.
En lugar de quedarse clavada, de darse la vuelta o enfrentarse a su agresor, Lola se arroja al suelo justo a tiempo de que las tres primeras balas de la Makarov hagan añicos el cristal y conviertan en harapos la capota del cochecito.
Salva la vida… momentáneamente. Poco dura la alegría en casa del pobre, le dice siempre su madre. Lola Moreno, que viste vaqueros de Balmain, jersey suave de cachemir y bolso de Prada, no es pobre, pobre.
No es pobre de dinero.
Pobre de tiempo, ya es otro tema.
Treinta kilos de vidrio del escaparate se derrumban sobre Lola, que se cubre la nuca con las manos, confiando en que Tole se encargue del asunto. Que para eso le pagan, y muy bien.
(Lola está gritando algo al respecto, pero no se entiende.)
Anatoly Oleg Pastushenko cobra bien. Tan bien que se ha podido permitir volverse adicto al café de Starbucks. Por lo de mantenerse alerta. El problema es que las dieciocho cucharadas de azúcar de cada Frappuccino Venti le han vuelto lento y descuidado. Gordo de reflejos, dice Yuri, que a veces equivoca las palabras en castellano con gran acierto.
Llevar una bebida enorme en la mano en la que tienes que sacar la pistola también es un obstáculo para un guardaespaldas, y sobre todo si en la otra vas mirando en el móvil cómo quedó anoche el Spartak. Por muy rápido que tires al suelo ambas cosas, el asesino armado tarda menos en girarse hacia ti que tú en desenfundar.
A Tole le alcanzan cuatro de las cinco balas.
Una en la pierna, cuando el asesino aprieta por primera vez el gatillo, casi sin apuntar. La que más dolió.
La segunda y la tercera abren un par de agujeros en la chaqueta negra, para alojarse en el pulmón izquierdo y en el bazo, que revienta. A Tole le va a resultar mucho más difícil respirar y luchar contra las infecciones en los seis segundos que le quedan de vida. Esas dos balas no duelen nada, no obstante. La adrenalina y el dolor de la primera bala no dejan sitio.
Tole logra sacar el arma entre el tercer y cuarto disparos de su contrincante. Él dispara una vez, consiguiendo sólo rozar el brazo del asesino y haciéndole perder la puntería. La cuarta bala rebota en un letrero de la pared y acaba rodando, inofensiva, cayendo por el hueco bajo la baranda de cristal hasta el piso de abajo. Desde donde suben los gritos y las carreras de la gente que ha escuchado los disparos. Donde un aburrido empleado de la limpieza la barrerá mañana, sin darse cuenta, junto con el resto de los desperdicios.
La quinta bala —la que le mató— abre un agujero perfecto sobre la ceja izquierda de Tole, cavando un surco en su cerebro, perdiendo fuerza a medida que la va frenando la masa encefálica, y deteniéndose sin llegar a alcanzar el hueso parietal.
Cae.
Lola deja de gritar a tiempo de ver el rostro de Tole desplomándose en el suelo, sobre un charco de Frappuccino, a escasos centímetros de ella. Una pompa escarlata asoma de entre sus labios sanguinolentos. La mirada amable y leal de su chófer y guardaespaldas, que cada mañana desde hace seis años ha estado viendo en el espejo, es ahora de asombro e incomprensión. Tole, muerto a los cuarenta y siete sin haber hecho gran cosa en la vida, ni haber cumplido ninguno de sus sueños.
Ese pensamiento no pasa por la mente de Lola ahora, claro. Ni lo hará después, cuando cruce descalza el parking del centro comercial, con los pies sangrando, tratando de sobrevivir. Lo hará esta noche, cuando se acurruque en un cuarto de baño para llorar —tapada con una chaqueta robada, temblando de miedo— y no lo consiga.
La pompa en los labios de Tole revienta, salpicando las mejillas de Lola de minúsculas gotas de sangre y saliva. Y eso —más que los disparos, más que la necesidad de proteger a su hijo no nacido— dispara su respuesta de estrés agudo. Esa pompa, que ha reventado con el último aliento de Tole.
Cuando las envidiosas se cruzan con Lola a la salida de los restaurantes caros y las tiendas de moda, se codean entre ellas. Codazos que significan «mujer florero», cuando las codeantes son españolas. «Esposa trofeo», cuando son inglesas o rusas.
Lo cierto es que Lola tiene más tiempo que otras mujeres en los treinta y tantos (según Lola, veintimuchos) para ir al gimnasio. Y eso vuelve a salvarle la vida cuando:
– Se incorpora haciendo un burpee, apoyando las manos en el suelo, sacudiéndose de encima los cristales, e impulsándose hacia arriba con un movimiento explosivo de glúteos y recto femoral (Zumba, miércoles de 11.00 a 11.45).
– Consigue saltar por encima del cuerpo de Tole de un salto vertical sin perder el equilibrio (Body Balance, martes de 12.15 a 13.00).
– Lanza un doble gancho de codo al pómulo del asesino (Cardio Box, lunes y viernes a las 10, su favorita).
Por pura casualidad —y porque Lola se tropieza un poco—, el doble gancho de codo impacta las dos veces, aunque no con mucha fuerza. Lola es alta. Metro setenta y cinco. Pero no ha pegado un puñetazo de verdad en su vida, y lo del Cardio Box está bien para que un ama de casa endurezca el culo, no para romper pómulos. Aunque el asesino se echa un poco hacia atrás, confundido.
También se le mueve un poco el pañuelo que le tapa la boca.
Lola tarda medio segundo en reconocerle.
Un segundo entero en darse cuenta de que está jodida.
Menudo percal, piensa.
Cuando nuestro cerebro se enfrenta a una amenaza, la médula adrenal nos suministra una descarga inmediata de catecolaminas en el torrente sanguíneo, ofreciéndonos de inmediato energía para luchar o huir. Lola ya ha luchado —esos dos débiles ganchos de codo han sido el pobre resultado—. Ahora el terror le exige la huida.
Al levantarse, perdió una de las sandalias de Miu Miu. Al darse la vuelta despavorida, se resbala sobre los cristales y se cae de bruces al suelo. Vejigazo, que dicen en Marbella. Pierde la otra sandalia cuando intenta incorporarse, clavándose las esquirlas de vidrio en los pies desnudos. Ignora el dolor, porque siente demasiado miedo como para ceder a él, y vuelve a levantarse, ofreciendo a su asesino un blanco perfecto mientras huye hacia la salida de emergencia al final del pasillo.
El asesino, que se ha recuperado ya de los dos golpes en la cara, alza la pistola y aprieta el gatillo. El jersey rosa es una diana fácil a tan poca distancia, pero es requisito indispensable para que una pistola dispare que haya balas en el cargador. El de la Makarov sólo albergaba ocho. Tres al cristal, cuatro al cuerpo de Tole, una al segundo piso. Así que el esperado blam, blam, blam se convierte en un inofensivo clic, clic, clic. El asesino maldice —está acostumbrado a otras armas con más cartuchos— y se mete la mano en la cazadora para sacar un segundo cargador que nunca creyó tener que usar. Forcejea con la corredera de la pistola y logra meter el cargador, pero no tiene tiempo de disparar al cada vez más alejado jersey rosa, porque a su espalda suena un:
—¡Manos arriba!
Y el asesino alza las cejas —seguro que está pensando ¿en serio? ¿Manos arriba? ¿En serio?— y se da la vuelta. El guardia de seguridad de la joyería Chocrón —revólver en mano, bigote en labio superior, barriga cervecera en cintura— ha salido de la tienda y le está apuntando.