Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

Ahora ha quedado en ridículo.

Aslan se retuerce en la silla. Después de una hora, hasta el más cómodo de los asientos de mimbre es una tortura para el culo huesudo de un jubilado. No le queda más remedio que llamar a San Petersburgo, y explicar lo sucedido. Tendrán que pedirle explicaciones a la Loba.

El teléfono suena varias veces, hasta que contesta una voz ajada, aguardentosa.

—Aslan. Qué dicha tan grande escucharte.

Pakhan —le saluda Orlov, con respeto, con el título que se le da a la cabeza de la organización, al Padrino. Puede imaginarlo, al otro lado, con su sempiterno bastón de plata, con sus ojos ciegos y vacíos. Un libro, en braille, abierto en la mesa cercana.

—¿Qué puedo hacer por ti?

Orlov se lo explica, le cuenta el fiasco de la noche pasada. Incluso hay un policía herido, algo que traspasa todas las normas. El pakhan le escucha con amabilidad, sin interrumpirle.

—Todo está transcurriendo según lo previsto —dice el anciano, cuando Orlov concluye.

El mafioso, confuso, inclina la cabeza, mira a los lados con recelo. No comprende. Y muchos años en la Bratvá le han enseñado que no comprender lo que sucede es la antesala de una muerte segura.

Pakhan

—No sufras, Aslan. Comprendo tu desazón.

—No entiendo qué sucede. ¿Por qué no está muerta la mujer?

—¿Para qué te envié ahí, vor?

—Para establecer una…

—Te envié ahí para lavar nuestro dinero. Una labor que has desempeñado con cierta soltura.

—Sólo hago mi trabajo.

—Ah, pero ésa es la cuestión. Que tú no lo hacías. Lo hacía Voronin. Un simple bojevik, que en pocos años se convirtió en un mago de las finanzas. Era demasiado bueno para ser verdad. Y lo era.

Una sombra aparece detrás de Orlov. El mafioso se da la vuelta, sobresaltado, convencido de que vienen a matarle. Así ha sido siempre cuando te sientes temnote, en la oscuridad. Alguien surge de ella y te clava un puñal en la garganta.

Sólo que esta vez el puñal tiene el tamaño y la forma de un montón de papeles.

—Observa esos documentos que te acaban de entregar, vor. Porque comprenderás que la traición de Voronin es mucho más grave y dañina que la de hablar con la policía.

Orlov hojea los papeles en cirílico que le ha alargado Kiril Rebo con un encogimiento de hombros. Y no puede creer lo que lee.

—Esto significa…

—Esto significa que te ha estado robando. Vaciando la obshchak delante de tus narices, Aslan. Si esto llegara a saberse…

Orlov sintió un escalofrío descendiéndole por la espalda. Tener un chivato dentro de la organización era un peligro. Un ladrón era un desastre inimaginable. Si corría la voz en la Bratvá de que la Tambovskaya se dejaba robar, sería lo mismo que pintarse una diana en la frente. En un mundo de alimañas, el más leve signo de debilidad era una condena.

—Fui yo quien envió a la Loba Negra una semana antes de que la reclamaras, Aslan. No tú. No son tus instrucciones las que sigue, son las mías.

—Si hubiera tenido conocimiento…

—Quizá no hubieras mandado a tus hombres a quemar los archivos de Voronin. Esa decisión fue incorrecta. Ahora será mucho más difícil localizar el dinero. Pero es la única razón por la que sigues vivo.

—La mujer de Voronin sabe dónde está el dinero —dice Orlov.

—La Loba lo encontrará. Y cuando lo haga, quizá sigas siendo el vor. O quizá no.

La comunicación se interrumpe, aunque Orlov aún tarda un rato en retirarse el móvil de la oreja y dejarlo sobre la mesa.

No ha eludido la sentencia de muerte por sus errores. Sólo la ha pospuesto.

Hasta que aparezca el dinero, si es que aparece.

Vuelve a estudiar los papeles. Las cuentas no dejan lugar a dudas. Aunque Voronin ha sido astuto, el rastro que ha dejado ha terminado por aflorar, aunque lleve a un callejón sin salida.

Un centenar de tarjetas de crédito anónimas, que han estado haciendo pagos de grandes cantidades durante meses.

Orlov maldice, no por última vez, lo estúpido que ha sido confiando en Voronin. Él, que hizo todo por ayudar a ese patán.

¿Cómo ha sido capaz de engañarme de esta forma?

¿Y en qué demonios se ha gastado seiscientos cincuenta y tres millones de euros?

TERCERA PARTE
LOLA

Condenamos al lobo, no por su naturaleza,
sino por nuestra percepción.

FARLEY MOWAT

Loba negra

1
Un currículum

Jon Gutiérrez está aún dolorido.

No en la espinilla. Antonia Scott necesitaría media hora y un martillo para llegar a hacerle un moratón. Pero el alma, ay, el alma. El alma de Jon es de naturaleza frágil y quebradiza, y el hecho de que Antonia lograra engañarle y zafarse de él con tanta facilidad aún le tiene escocido. De un humor levantisco. Y la agenda de hoy no va a ayudar a que mejore en absoluto.

Hay un solo punto.

Llamar a Mentor.

Les ha convocado a los dos para una videoconferencia a la una en punto. Y les ha pedido que no salgan del hotel hasta entonces.

Jon ha aprovechado para cumplir con dos tareas pendientes.

Una.

Comprobar que el mozo del Grindr sigue sin dar señales de vida. Maldecir con desespero.

Otra.

Llamar a amatxo, que se ha desgranado en quejas contra la vecina del 2.º B, a lo largo de media hora. Jon, siempre dispuesto a chismorrear de la vecina —menuda lagarta, lengua bífida, pues anda la que montó con lo de los geranios—, escucha sólo con media oreja. Ya no le divierte tanto como antes poner verde a la susodicha. El agua apaga al fuego, y al ardor, los años. Esta enemistad vecinal que ya dura media vida se le antoja hoy un gasto de tiempo mezquino y ruin. Y se arrepiente al instante de pensarlo, porque no está bien ignorar a los que nos ofenden.

No sin permiso de amatxo. Estaría bueno.

Cuando cuelga, Jon se siente peor de lo que estaba al principio. Últimamente las llamadas a su madre se han convertido en una obligación, con sus propios ritmos mecánicos, oxidados y chirriantes. Y no debería ser así. A sus cuarenta y pocos tacos, Jon se ha independizado, por fin. Y no le gustan los peajes emocionales que vienen aparejados.

Jon es lo único que ella tiene.

Pero ¿y yo? ¿Qué es lo que tengo yo?

Como en cualquier relación asimétrica —y pocas no lo son—, una de las dos personas necesita más al otro. Y la balanza tiende a inclinarse, a echar más granos de arroz en el platillo que más pesa, hasta que la cadena se parte y el arroz se desparrama.

De pronto, Jon no está tan seguro de que estas reflexiones sean sólo sobre su madre.

Antonia le abre la puerta de su habitación a las 12.57. A las 13.11, Mentor sigue sin llamar.

Ahí están los dos, cada uno en un sillón, sin hablarse. Él mirando las noticias en su móvil. Ella, leyendo un libro. A su propio, desconcertante ritmo.

—¿Qué lees?

No es la primera vez que la ve inmersa en un libro de papel. Casi siempre, densos manuales de criminología. Sesudos análisis sobre serología o psicopatología en otros idiomas. Con títulos imposiblemente largos y aburridos. Jon los rebautiza en la mejor tradición española. Mi vecino siempre saludaba. Limpiar manchas de sangre es fácil si sabes cómo. Soñando, soñando, triunfé asesinando.

Pero este que sostiene ahora tiene un aire distinto.

—Te lo digo si prometes no reírte —exige Antonia.

Jon jura por lo más sagrado. Por amatxo, por el txuletón con patatas, por los trajes de raya diplomática.

Antonia le enseña la portada. Hay una foto de una zapatilla tirada en el suelo. Y un título que pone a prueba la hombría y el saber estar del inspector Gutiérrez.

Niños: manual de instrucciones.

Con expresión pétrea, Jon se pone en pie y mira por la ventana, que ofrece un precioso paisaje de patio interior marbellí, con sus churretes de humedad en las paredes, con sus charcos de rojo oscuro sobre el terrazo rojo claro.

—Será mejor que contengas esa sonrisa antes de que se te parta la cara por la mitad —dice Antonia.

—Estoy de espaldas a ti.

—Y el cristal es una superficie reflectante.

Jon se rinde. Se da la vuelta, con el arma humeante estampada en el rostro.

—Bueno, y qué. ¿Algún consejo útil?

—La verdad es que no. Un montón de variaciones de «escucha y haz lo que puedas».

—Eso te lo podía haber dicho yo por menos de veinte euros.

—Sí, pero tú no tienes fotos de bebés cada nueve páginas.

—Pues más a mi favor.

Cuando Mentor aparece en la pantalla del iPad, con casi una hora de retraso, tiene un aspecto horrible. Incluso Antonia, poco dada a comentarios sobre el aspecto ajeno, se da cuenta.

—¿Qué sucede?

Mentor se aclara la garganta y se retuerce las manos.

—Algo muy grave, Scott. Han muerto dos Reinas.

Jon y Antonia se miran, alarmados.

—¿Quiénes?

—Inglaterra y Holanda.

—¿Por eso estás en Bruselas?

—Ya no estamos en Bruselas. No puedo decirte dónde estamos.

Tras él no se ve más que una pared blanca, desnuda. La luz dicroica acentúa sus rasgos cansados. Lleva varios días sin afeitarse.

—Pero sí, por eso nos reunimos todos los jefes de equipo. La situación es muy compleja.

—¿Cómo ha ocurrido?

—No puedo entrar en más detalles.

—¿Necesita que vayamos? —pregunta Jon.

—¡No! —salta Mentor—. No, no necesito que vengan. No, hasta que la situación no se aclare un poco, lo que necesito es que se queden donde están, lejos de Madrid.

—Ha habido juego sucio —dice Antonia.

—No pienso decirte nada, Scott. No intentes manipularme, ya sabes que todos los trucos que conoces te los enseñé yo.

Antonia se repliega en la silla, contrariada.

—Aquí la situación tampoco es una bicoca.

—Lo sé. Tengo aquí la información que le pediste a Aguado —dice Mentor, mostrando unos papeles a la cámara—. Ya hablaremos de cómo lo has conseguido, Scott. Ha sido una irresponsabilidad por tu parte. Pero tengo mayores problemas ahora mismo. Y vosotros también.

—¿Ha encontrado algo sobre la mujer?

—Oh, sí. Te va a encantar.

Y así, Mentor comienza a leer.

—Olena Jovonovich, aka Chernaya Volchitsa. Hija de un campeón de sambo, el arte marcial ruso, y una Gran Maestra de Ajedrez. Nació en 1990 en Kstovo, a las orillas del Volga. Se la arrancaron de las manos a sus padres al nacer, diciéndoles que el bebé había muerto.

—Qué maravilla.

—En España también era costumbre hasta hace poco, no sé de qué se sorprenden —dice Antonia.

—La niña entró a formar parte de un programa secreto del KGB, entonces moribundo. Eran tiempos de paranoia, antes de que descubrieran que podían controlar el mundo con ordenadores. Querían crear el arma humana definitiva. Un experimento que ya habían intentado antes los nazis o los norteamericanos, aunque con menos éxito. Los rusos partían de los fallos de sus rivales. Estaban decididos a lograrlo, por eso secuestraron a cientos de bebés. Algunos fueron desechados. Otros sobrevivieron. Niños como ella, con una inteligencia y unas cualidades físicas excepcionales.

Jon cree detectar un deje nostálgico y celoso en la voz de Mentor.

Mejor cogerles cuando están frescos. Así no te saldrían agentes que deciden por sí mismos, piensa, mirando a Antonia.

—Cuando cayó el muro, el programa de los Osobyye Deti (Niños Especiales) quedó en manos del SVR, el Servicio de Inteligencia Extranjera. Cuando los niños crecieron, los jefes del SVR ya habían descubierto que para mantener su dacha en el campo, el Mercedes en el garaje y el aumento de pecho de sus lyubovnitsa, había que comenzar a vender activos.

—Por eso Asia y África se llenaron de armas automáticas y de misiles tierra-aire —dice Antonia—. Los traficantes hicieron su agosto con el dinero de dictadores y terroristas.

—Y cuando se les acabaron las bombas, vendieron a los niños.

—Eso me temo. Salvo que no eran niños, inspector. Eran armas. No sabemos el número exacto de Deti que le vendió el SVR a la Bratvá. Los informes varían. Media docena, una docena. Casi todos constan como muertos en las bases de datos del FSB.

—Casi todos —dice Antonia.

—Casi todos. Ésta no.

—¿Antecedentes?

Mentor se enciende un cigarro y rebusca entre los papeles.

—Hay muchas conjeturas, pocos datos confirmados. Dos muertos en Amsterdam, cuatro en Belgrado. Un juez asesinado en Moscú, otro en Daguestán. Todos ellos enemigos de la Tambovskaya.

—¿Testigos?

—Muy pocos. Todos coincidían en que una mujer desconocida surgió de la nada.

—Eso me suena —dice Jon.

—Por supuesto, no hay ninguna foto —dice Antonia.

Mentor sacude la cabeza.

—Ya tienes un segundo fantasma para tu colección, Scott.

—¿Algo más?

—El resto de la información que tengo es tan confusa e indistinguible de la leyenda que no merece la pena que te la transmita. Ejecuciones imposibles, enemigos abatidos a docenas. Casi todo falso, seguramente. Pero ha servido para que la Tambovskaya alimente el terror entre sus rivales.