Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—No es una amenaza —avisa Antonia—. Que nadie dispare.

Lola lleva el arma en la mano, pero la sostiene por el cañón, entre el índice y el pulgar. Tiene los brazos en alto, la espalda encorvada. Camina muy despacio, alejándose de la puerta de la tienda.

—Señora Moreno —berrea el megáfono—. Tiene que tirar el arma.

—¡Lo de antes ha sido un accidente!

—Tiene que tirar el arma ahora, señora. Es nuestro último aviso.

Lola mira hacia ellos con los ojos abiertos por el miedo. Pero hay algo más en ellos. Los mueve de un lado a otro. Esperando.

—Pasa algo —dice Antonia.

Hasta ahora estaba de pie. Se agacha, muy despacio. Tampoco es que ofreciera mucho blanco. Una mano diminuta engancha el borde del chaleco antibalas de Jon, y tira de él hacia abajo también.

—Señora, no se lo voy a repetir. Tire el arma —dice Belgrano, invalidando su promesa.

—Ha sido un accidente. Juro que ha sido un accidente. Tienen que dejar que me vaya —dice Lola, entre sollozos.

Da otro paso hacia su derecha, alejándose más de la entrada de la tienda.

—Quieta, señora. ¡Tire el arma!

La comisaria Romero coge el micrófono de su walkie talkie, y aprieta el botón de emisión.

—Bravo Uno, permiso para disparo de incapacitación.

—¡No! —dice Antonia, intentando incorporarse. Jon la sostiene por la cintura.

—Bravo Uno, ¿me recibe?

Ruido de estática.

Silencio.

—Soler, ¿dónde cojones está? —insiste Romero, apretando dos veces más el botón de intercomunicación.

—Su hombre fuera —responde una voz de mujer. Resuena por el auricular de Romero, el de Belgrano, el de cada uno de los seis policías.

—Ésta es una frecuencia reservada a la policía —dice Romero, con un bufido—. Salga del canal o…

—Su hombre fuera. Yo uso su radio.

Los policías se miran entre ellos, con incomprensión. Romero y Belgrano intercambian una mirada algo distinta.

—¿Quién habla? ¿Está bien el agente Soler?

Romero hace un gesto con la cabeza a Belgrano. El subinspector deja el megáfono en el suelo y hace un gesto hacia uno de los agentes que están parapetados tras el coche.

—Hombre bien. Tú no mueve.

—Oiga, no sé quién es usted, pero…

—Rueda derecha —dice la voz por los auriculares.

A más de ochocientos metros por segundo, la bala revienta el neumático del Citroën C4 antes de que el sonido del disparo alcance a los policías congregados frente al Instant Cash. Cuando lo hace, se funde con el ruido de la explosión de la rueda, convirtiendo la detonación en ensordecedora. El coche patrulla se inclina hacia un lado, al tiempo que los agentes se tiran al suelo, buscando la procedencia del tiro y protegiéndose como pueden.

Jon también se ha arrojado al suelo. Sólo que él lo ha hecho cubriendo con su cuerpo el de Antonia. Que intenta revolverse y asomar la cabeza.

—Ahí arriba —dice Antonia, señalando a la azotea que está situada tras ellos.

Romero sabe dónde está el tirador. En el mismo sitio donde ella había apostado al agente Soler con un rifle de francotirador PSG1. Una joya de la precisión. El agente Soler tiene sólo veinticuatro años, pero es capaz de hacer maravillas con el arma. Puede acertar a una sandía a seiscientos metros de distancia. O más bien desintegrarla, porque el PSG1 usa una munición 7.62, capaz de atravesar un bloque de cemento de cinco centímetros.

Conseguir esa arma para la UDYCO Costa del Sol fue un triunfo. Romero tuvo que insistir para que desde Madrid les enviaran uno de aquellos rifles de precisión, que suelen ir a unidades como los GEOS o para departamentos en ciudades como Bilbao o Barcelona. En manos que sepan usarla, es un arma imparable, había dicho Romero cuando el paquete llegó a la comisaría. Hubo fiesta.

Ahora hay menos.

—Tenéis que subir a la posición de Soler. Como sea —exige Romero, tirada en el asfalto, cabeza con cabeza con Belgrano.

El subinspector se arrastra por el asfalto en dirección al furgón, pero no llega muy lejos. De nuevo resuena la voz por los walkie talkies.

—Coche grande rueda izquierda. Coche pequeño rueda trasera.

Las detonaciones, muy seguidas, vuelven a resonar por toda la avenida Ramón y Cajal, despejando de curiosos y periodistas las inmediaciones del cordón policial. Y de molestos jubilados las terrazas. La rueda del coche revienta limpia, la del furgón, más pesado, lo hace enviando trozos de goma negra por todas partes.

—Comisaria, la sospechosa se está marchando —avisa uno de los agentes, que ve por debajo del coche patrulla cómo los pies de Lola se alejan de ellos.

—¡Deténgala! —ordena Romero.

El agente se incorpora un poco, levanta el arma.

Esta vez no hay aviso.

La bala le alcanza en el muslo izquierdo, entrando por detrás. La fuerza del impacto es brutal, quebrando su fémur en tres partes, y dispersando pequeños fragmentos de hueso en su salida. Quedan allí, blanquísimos, sobre la sangre y el asfalto, como una tirada de dados en la que la banca gana.

Cuando el sonido de la cuarta detonación se desvanece, hay un instante de silencio. Un instante congelado de quietud, que no paz. Un instante detenido de caras desencajadas, de ojos abiertos de par en par. Un instante de esa clase de miedo atónito, de soberbia abofeteada, que siente el cazador cuando se convierte en presa.

La cagamos, resume Jon.

El silencio lo desgarran los gritos del agente herido, que se agarra la pierna destrozada con ambas manos. Otro agente se acerca hacia él, se quita el cinturón, hace un torniquete en la pierna.

—Tú no mueve —repite la voz por los walkie talkies.

Lola Moreno, mientras tanto, ya ha alcanzado la esquina. Cuando llega allí, se encuentra a un cámara de televisión, parapetado en la esquina con la calle Enrique del Castillo. El cámara y la reportera que le acompaña la miran fijamente. Lola alza la pistola al cielo y dispara dos veces. El cámara y la reportera huyen.

Lola también. Se mete en el parque de la Alameda y echa a correr sin mirar atrás.

La cara de la comisaria Romero, mientras tanto, es pura rabia. Mejilla en al asfalto, dientes rechinando, puños apretados. Todo su autocontrol y su hieratismo están ahora dedicados a mantener el cuerpo pegado al suelo. En lugar de empuñar el arma y liarse a devolver los disparos.

—¿Cuántas balas? —le susurra Antonia, al menos la parte de ella que consigue sobresalir de su abrigo de ciento diez kilos de bilbaíno.

—¡¿Qué?!

—¿Cuántas balas tiene el cargador? —repite Antonia.

Romero se fuerza a pensar. Pero no consigue recordarlo. Los gritos de su hombre en el suelo no le dejan pensar en otra cosa. Se llama Vázquez. Tiene mujer y dos niñas. Una vez vinieron por la comisaría. A ver dónde trabajaba papá, deteniendo a los malos.

—El modelo. Dígame el modelo —insiste Antonia.

—PSG1 —dice Romero, automáticamente. Trece formularios de solicitud rellenados hacen imposible que se olvide.

—Eso son cinco. Ha disparado cuatro —dice Antonia.

Le da una patada en la espinilla a Jon, que afloja los brazos durante un instante, lo suficiente como para que Antonia se ponga en pie y ruede hacia su izquierda.

El disparo cruza el aire que ella acababa de ocupar hace un segundo, hundiéndose en la puerta del coche patrulla y abriendo un agujero perfectamente redondo en la franja gualda.

—Y cinco —dice Antonia, con un jadeo.

Romero por fin reacciona.

—¡Tiene que recargar! ¡Moveos!

Hay que correr.

Nunca había disparado antes un PSG1, pero ha estudiado su funcionamiento. Es un arma potente, diseñada por los alemanes tras la masacre de Munich para que su policía fuera capaz de eliminar a distancia a enemigos armados.

Por desgracia, se tardan varios segundos en recargarla. La mujer pequeña la ha cogido por sorpresa. No contaba con que se levantara de golpe, y su cuerpo y el entrenamiento han hecho el resto. El dedo apretó el gatillo de forma instintiva, el cargador quedó vacío.

No se molesta en cambiar el cargador del fusil. Retrocede, apartándose del borde de la azotea, agachada. Pasa por encima del cuerpo inconsciente del agente.

Conoce bien las normas. No se mata a policías. Acercarse a él fue sencillo, dejarlo fuera de combate sin causarle daños graves algo menos.

Huir no va a serlo en absoluto.

Y menos después de haber herido a uno de ellos.

Puede oírlos en la radio, coordinando sus movimientos, pero no entiende buena parte de las palabras, así que se quita el cable de la oreja y arroja el aparato al suelo. Calcula que tiene al menos cuarenta segundos hasta que alcancen la azotea. Ha inutilizado el ascensor, así que al menos les llevará ese tiempo subir los siete pisos a la carrera. Otros siete segundos para reventar la puerta de la azotea, que ha asegurado con cuerdas.

Va a ir muy justa.

Corre hacia la pared oeste del edificio. Allí ha dejado la cuerda de escalada y los ganchos. Menos de cuarenta euros en total en la tienda de deportes dos calles más allá. Si comprueban las grabaciones de la cámara de seguridad, tendrán una idea de su aspecto actual. No ha sido una solución ideal. Pero ha tenido que improvisar. El mensaje en su móvil, enviado por la gente de Orlov, sólo contenía una dirección.

Estaba a seis minutos en moto.

Llegó en tres.

Demasiado tarde.

Ocurra lo que ocurra, Lola Moreno no puede caer en manos de la policía. No antes de que haya terminado con ella. Después la policía puede recoger lo que quede.

Se coloca el casco y los guantes. Comprueba dos veces el gancho de acero. No hay tiempo para mosquetones, arnés o frenos, así que bajará a pelo. Se pasa la cuerda por entre las piernas, por detrás de uno de los muslos, por encima del pecho y por detrás del hombro, y comienza a descender. Hay un motivo por el que esa técnica no se usa desde hace un siglo, y es que produce una intensa fricción. Puede manejar eso. Los pantalones y la chaqueta son de cuero grueso. Pero la tensión sobre la espalda, eso ya es otro asunto. Con cada nuevo salto, el dolor se incrementa. Sus piernas la impulsan hacia fuera, mientras las manos van soltando cuerda. Pero en el arco descendente, cuando sus pies se aproximan de nuevo al edificio, aprieta los dientes. Flexiona las rodillas cuando las suelas de sus botas rozan la fachada, pero no es suficiente. El impacto envía un latigazo por toda su columna, una descarga eléctrica que le hace gritar. A tres metros del suelo, está a punto de vomitar dentro del casco. No se suelta de puro milagro. Arriba oye los gritos de los policías, y es vagamente consciente de que alguien le ha hecho una fotografía o un vídeo desde una de las ventanas.

Los brazos le fallan en el penúltimo salto. El dolor le hace perder el agarre, y da una vuelta sobre sí misma, enganchada por la cuerda como un extraño yoyó en manos de un niño torpe. Consigue agarrarse en el último momento lo suficiente como para desplomarse de frente, no de espaldas. Es una caída de metro y medio, y no tiene manera de amortiguarla. El casco se lleva la peor parte. La visera, negra, se quiebra, dejando a la vista un ojo, que mira a lo alto de la azotea. Los policías asoman por el pretil, con las armas en la mano.

Impulsada por la adrenalina, logra sobreponerse al dolor de la espalda, rueda sobre sí misma y se pega a la fachada, donde ofrece muy poco blanco a los policías de la azotea. La moto está cerca, aparcada detrás de un contenedor.

Sólo un poco más. Sólo unos metros más.

Envuelta en una nube de dolor, alcanza la Kawasaki. Los 310 caballos del motor rugen, desbocados, cuando pone en marcha el motor.

Se oyen disparos, que no encuentran nada.

Unos segundos después, ya no está.

Aslan

Aslan es un hombre desconcertado, vaya eso por delante.

No hay más que verlo. Sentado en su terraza habitual del paseo Marítimo, frente a su desayuno favorito. Los huevos se han vuelto chiclosos, las tostadas, duras. Las salchichas, frías, revelan su verdadera naturaleza: ochenta por ciento grasa, veinte por ciento restos de carne.

Aslan ni siquiera ha tocado los cubiertos. Lleva más de una hora sentado, intentando comprender qué ha ocurrido. Por qué Lola Moreno no está muerta, como él había ordenado que ocurriese. Por qué la Loba Negra la ayudó a escapar de la policía, en lugar de limitarse a meterle una bala en la cabeza.

Le han detallado cómo ocurrió. Hasta el más mínimo pormenor. Y La Fiera sabe que ha causado inquietud en la comunidad. El mensaje que él había dado en el funeral de Voronin era muy claro. Nadie traiciona a Aslan Orlov y vive para contarlo. Kiril Rebo, su mano derecha, hizo correr la voz de que ella había llegado para consumar la venganza.