La caja se abre con un chirrido. Un olor golpea la cara de Lola, amargo y terroso. Una bolsa de cocaína del tamaño de una pelota de tenis, abierta sobre un montón de documentos en el estante superior, tiene la culpa.
En el inferior hay varios fajos de billetes de cincuenta euros atados con gomas. Unos papeles cuadriculados entre la goma y los billetes, con una anotación escrita a mano, indican cuánto hay en cada fajo. Lola se mete varios de ellos en los bolsillos de los pantalones cargo, disfrutando de los gemidos que Gusev emite durante la operación. Parece que el saqueo le está doliendo más que la cuchillada en el estómago.
—Estás muerta, eres zorra muerta —repite, algo más débil. Los párpados se le están cerrando, y los dedos en torno al cuchillo no aprietan ya con la fuerza de antes.
Se está desangrando.
Una gran pérdida, piensa Lola, dirigiéndose hacia la puerta.
Da un paso en dirección a la zona pública de la tienda, llega a poner el pie derecho fuera de la trastienda.
En ese momento es cuando el policía aparece en la puerta. Alto, con barba, cansado. Pone una mano en el tirador. Su cara pasa inmediatamente del hastío a la alarma, cuando ve a través del cristal a Lola con la pistola en la mano.
En ese momento, también, Gusev, que sigue tendido en el suelo, decide alargar la mano y atrapar el pie izquierdo de Lola por el talón. No tiene apenas fuerza en las manos ya, es un agarre débil. Los dedos resbalan sobre el cuero de las zapatillas de Lola, dejando tres surcos rojos en la piel blanca. Pero el pie había comenzado a levantarse, así que Lola trastabilla un poco, su diafragma se encoge por el reflejo del miedo, y eso hace que el dedo índice de su mano derecha se contraiga a su vez.
Blam.
La bala abandona el cañón en dirección al policía. Falla por milímetros su cabeza, la puerta de cristal se desintegra. El policía se aparta de la puerta, con un grito muy poco masculino, pero comprensible dadas las circunstancias.
Todo lo anterior ha sucedido en menos de tres segundos.
Lola se apoya en la pared para no caerse, apunta el arma hacia Gusev —que parece haberse desmayado—, vuelve a mirar el arma sin comprender. En sus ojos desmesuradamente abiertos se reflejan las luces azules del coche de policía. Fuera, se escuchan gritos.
JOOODER.
17
Una avenida
—Pues parece que al final ha aparecido —dice Jon, bajando del coche.
—Tú mismo lo dijiste —dice Antonia, uniéndose a él camino del cordón policial—. Hay cosas que son inevitables.
Jon y Antonia se presentan en mitad del jaleo con media hora de retraso. A ellos, claro, no les ha llamado la comisaria Romero para compartir los progresos en la localización de Lola Moreno. Quizá porque estaba ocupada rodeándola con dos coches patrulla y un furgón, que han cortado la avenida Ramón y Cajal y colocado a seis hombres armados, apuntando con sus pistolas a un escaparate de tres metros de ancho.
Antonia estaba volcada en los datos que le había mandado Aguado a su iPad cuando entró el archivo con la llamada al 112. Su intuición se ha probado cierta. Con suerte. La misma suerte que libró la cabeza del policía de la bala del escaparate. Que suerte no es más que muerte con una letra cambiada.
A ellos no les ha llamado nadie, y eso está provocando en Jon un mosqueo de campeonato. Se le nota en el paso fuerte, de romper asfalto, y en el rostro enrojecido. Pero una situación con rehenes no es momento para andar dando gritos. Menos aún cuando hay una docena de jubilados grabando el asunto en sus teléfonos móviles desde las terrazas de los edificios cercanos. Y eso que los altavoces del furgón ruegan a los curiosos que se aparten de las ventanas y vuelvan al interior de sus casas, crujido de estática, esto es un mensaje urgente del Cuerpo Nacional de Policía, crujido de estática, hay un sospechoso armado e igual se llevan un tiro, crujido de estática.
La gente es gilipollas, piensa Jon, con gran acierto.
La cara de Belgrano y de la comisaria cuando aparecen Antonia y Jon es acogedora. Como un gulag.
—¿Quién les ha avisado? —pregunta el subinspector.
—Lo hemos leído en Twitter —dice Jon.
—Su participación ya no va a ser necesaria —dice la comisaria Romero—. Ya hemos localizado a la sospechosa.
—Lola Moreno, el ama de casa. ¿Se ha apuntado a Al Qaeda? —dice Jon, señalando a las pistolas desenfundadas, a los policías parapetados detrás de los coches.
—Tiene un arma de fuego y ha disparado a un agente que respondió a una llamada al 112. Se ha parapetado dentro de la tienda y amenaza con matar al dueño, un tal —Belgrano consulta su documentación— Edik Gusev, ciudadano ruso con permiso de residencia permanente en España.
—Les agradecemos su colaboración, pero a partir de aquí nos encargamos nosotros —dice la comisaria Romero. Gélida. Se está poniendo el chaleco antibalas encima del uniforme.
—Nos gustaría quedarnos como observadores hasta su arresto, comisaria —dice Antonia, con voz de corderito—. Si a usted le parece bien.
Romero observa a Antonia con extrañeza. Esperaba una lucha de poder, no una petición humilde. Tiene demasiadas cosas en las que pensar y demasiada gente mirando como para negarse.
—Procuren no interferir.
Jon se lleva a Antonia unos pasos más lejos.
—Veo que has recibido muy bien mis lecciones de civismo.
—No era momento para decirle ahora que me está tocando nada. Tenemos que quedarnos para ayudar en lo que podamos. Hay mucho machote armado por aquí —dice Antonia, mirando a su alrededor con inquietud.
Los policías están nerviosos, con las armas cargadas y la disposición de usarlas. Y son muchos. Quién suelte el primer tiro es lo de menos. La responsabilidad se diluye en el grupo. Y esa mujer de ahí dentro ha intentado matar a un compañero. Uno al que han llevado al hospital con un ataque de ansiedad. Eso que es tan común que suceda en una situación como ésta, y que nunca sale en las películas. Una ansiedad que no se va con el agente en la ambulancia, sino que se queda y se multiplica en los seis que quedan a sus espaldas. Enroscándose en sus espinas dorsales, extendiendo sus zarcillos ponzoñosos hacia los pulmones que respiran con más dificultad, rozando el corazón y acelerándolo, en su camino hacia el dedo índice curvado sobre el gatillo.
—Hay que sacarla de ahí como sea —dice Jon.
—Ha disparado ya —dice Antonia—. A un policía. Si no se rinde del todo, y pronto, sólo saldrá de una forma.
Lola
Había una vez una niña que estaba atrapada por culpa de la maldad de otras personas.
Lola está sentada con la espalda contra la estantería de la trastienda. Gusev se ha desmayado, respira muy despacio. Huele a meados y a sangre. Huele a derrota.
—Salga con las manos en alto —berrea un altavoz.
—Déjenme en paz. ¡Váyanse!
El dolor de cabeza sigue aumentando. Se ha instalado detrás de su ojo izquierdo, extendiéndose hasta las sienes. Es como tener unos alicates retorciéndose en su interior.
Y la sed.
Su saliva es espesa como pegamento. Su garganta parece cuero viejo, secado al sol. El deseo de beber se vuelve acuciante, desesperado.
En el despacho de Gusev sólo hay una botella de agua pequeña a la que le queda un culín. Por más que le asquee beberse las babas del perista, Lola cede al impulso primario y coloca la botella en horizontal, dejando que las preciosas gotas caigan sobre su lengua. Es un alivio breve e ineficaz. Y repugnante.
Lola se lleva la botella al ojo, mira a través del agujero hacia el fondo, como si pudiera llenarla mágicamente. Lo único que obtiene es una imagen por sextuplicado de Gusev agonizante, o muerto.
Lola le arroja la botella con desgana. Aterriza en el pecho del perista, desciende hasta los rollos de carne de la papada, y se queda ahí por un breve instante hasta resbalar al suelo por el otro lado.
Voy a morir aquí.
Voy a morir sola y encerrada con un cerdo repugnante.
Los síntomas de la hiperglucemia se han incrementado, a medida que la glucosa se va acumulando en su sangre. Se encuentra débil, desorientada. La visión borrosa. El vientre hinchado, no solo por el embarazo.
Y la sed.
Tiene todo el dinero que necesita dentro de la sudadera, pero ninguna manera de gastarlo. Piensa en las tiendas de su alrededor, repletas de agua y refrescos. Piensa en las tuberías que corren por las paredes, inalcanzables.
Voy a morir aquí.
Quizá sea mejor rendirme, aceptarlo.
Sigue teniendo la pistola en la mano —la causante de todo este lío—. Por un momento se le pasa por la cabeza utilizarla sobre sí misma, pero después se ríe. Una carcajada áspera como suegra de adúltero, como lima de presidiario. Hay un humor salvaje en esa risa que rebota por las estanterías abarrotadas de licuadoras, calzoncillos usados, deshumidificadores estropeados. Todos esos desechos de la sociedad de consumo que quisieron ser algo, fracasaron y se resisten a morir.
No voy a acabar como una yogurtera.
Seguir viva. Eso que cada día daba por sentado. Nunca fue tan difícil.
Ojalá supiera cómo.
Entonces suena el teléfono.
El cencerreo metálico, maleducado, irrumpe, intruso en la angustia contenida entre aquellas cuatro paredes con olor a polvo, coca, sangre y orina.
Lola contempla el aparato con aversión y pasmo, como quien encuentra un escorpión en un huevo Kinder. Lo deja repicar, hasta que la llamada se extingue, abrupta.
Vuelve a sonar.
Extiende la mano. Descuelga con miedo, se lleva el auricular a la oreja como si de ella fuera a brotar un policía armado, o uno de los bojevik de Orlov.
—Escucha —dice una voz de mujer—. Russki? ¿Ruso?
—Nemnogo. Un poco.
—Hacer yo digo. Coge pistolet. Ponimayesh?
Ponimayu. Lola entiende. Pero no comprende nada.
—¿Quién eres?
—No tiempo. ¿Tú viva? ¿Tú quiere viva?
Lola respira hondo.
Oh, sí. Yo quiere mucho viva, piensa.
—Hacer yo digo.
18
Una salida
Romero da instrucciones a sus hombres. Los coches están cruzados en mitad del asfalto de la avenida. Es ancha, y en el tramo de calle frente a la tienda de Gusev hay media docena de árboles. Son los únicos ocupantes de una acera desierta. El restaurante de la esquina está vacío y a oscuras, los locales de telefonía, cerrados hace rato. Sólo el escaparate de Instant Cash permanece encendido.
—¿Dónde está el negociador?
—Han encontrado una en Cádiz. Ha negociado un caso de violencia de género —informa Belgrano—. Estará aquí dentro de tres horas, nos dicen desde la Jefatura Provincial.
—Tres horas —repite Romero, con hastío—. Tres horas para conseguir una profesional, que llegará hecha una mierda. Y así todo.
Jon se ha puesto el chaleco antibalas, y ha logrado que Antonia se lo ponga también, tras mucho insistir. Junto a Belgrano y la comisaria, son los únicos que lo llevan. Otro rasgo de la alarmante falta de presupuesto. Jon leyó cómo hace unos meses los compañeros entraron en una nave donde los colombianos procesaban la droga y tuvieron un enfrentamiento armado. La paradoja es que los narcos llevaban chalecos y fusiles de asalto AR-15, mientras que los policías iban a pelo y con sus pistolas reglamentarias.
Nadie murió, porque los narcos se acojonaron. En un país donde las cárceles son hoteles de tres estrellas, te piensas dos veces disparar a la policía. Las armas son por si la competencia.
Nadie murió esa vez.
Pero el problema persiste.
—¿Qué hacemos? —pregunta Belgrano.
—No vamos a esperar tres horas. Haremos salir a la sospechosa.
—No va a hacer falta —dice Antonia—. Está saliendo.
—Hay movimiento, comisaria —dice uno de los policías parapetados tras el coche patrulla.
Una sombra aparece en la puerta.
—No disparen. Repito, no disparen —dice la comisaria—. No quiero ningún escándalo, ¿estamos?
—¡Salga con las manos en alto! —dice Belgrano, a través del megáfono. El aparato distorsiona su acento granadino, hasta volverlo menos amenazador de lo esperable. Pero hay poco de divertido en los cañones de las pistolas que apuntan al recuadro iluminado.
—¡Voy a salir! —contesta una voz. Hermosa, algo ronca. Teñida por el miedo, pero no exenta de belleza—. Por favor, no disparen.
Lola Moreno está hecha un auténtico desastre. El pelo apelmazado y sucio, las ojeras marcadas, los labios cortados y secos. La piel deshidratada reluce bajo los faros encendidos de los coches, que recortan su sombra contra la pared de la tienda.
Y sigue siendo guapa, piensa Jon.
Él es el único de los presentes que no ha tocado su arma. Incluso la comisaria ha sacado su pistola. Y el subinspector Belgrano sostiene el altavoz con la izquierda, mientras que la derecha está apoyada en la funda que lleva en la cintura.