La pulsera se la había regalado Yuri, cuando ella se quejó de que la que tenía, de oro rosa, no le combinaba con casi nada.
Yuri sonrió con suficiencia y le compró la pulsera. Una pulsera que no necesitaba, un derroche absurdo, un capricho de niña consentida.
Ahora es su salvavidas.
También es lo único que le queda de Yuri.
No quería desprenderse de ella bajo ningún concepto. Primero, porque nadie querría comprársela sin una prueba de identidad. Y segundo, porque está muy unida a ella. Aunque estar aquí sea una locura, necesita el dinero. Y Zenya se ha negado a aceptarla como pago. No queda otro remedio.
Se la tiende a Gusev.
El perista la sostiene a la luz, con ojo experto. El otro, entrecerrado y bizco, está clavado en Lola, que va recitando las bondades de la mercancía.
—Es de De Beers. Oro blanco de dieciocho quilates. Tiene treinta diamantes engarzados. Debe costar unos…
—Veinticinco mil euros, señora Voronin. Es un regalo de su marido, entiendo. Es una cosa demasiado bonita para comprársela uno mismo.
Le da otra vuelta en los dedos.
—Quizá algo más, está muy bien conservada. Y los diamantes han subido mucho de precio este año.
Lola no puede contener un suspiro de alivio al ver que Gusev no intenta rebajar el valor de la joya.
—Necesito cinco mil euros. Eso es todo. Si me da eso, se la puede quedar. Conseguirá un gran beneficio.
Gusev sonríe, y se pasa la mano por la camisa, que un día fue blanca, condecorada en la pechera por una mancha de huevo.
—Me temo que no puedo darle ese dinero, señora Voronin.
A Lola se le borra la sonrisa del rostro.
—¿Cuánto…? ¿Cuánto puede darme?
—Nichego. Nada —responde Gusev, agitando los dedos en el aire.
—Está bien —dice Lola, tendiendo la mano para que se la devuelva—. Ya buscaré otro sitio.
Gusev expande aún más su sonrisa. Tiene los dientes blancos. Bien cuidados. El efecto es extraño, en un hombre tan desastroso que se revuelca en la vileza.
—No lo ha comprendido —se da la vuelta y hurga en un cajón—. Me voy a quedar con la pulsera, y no voy a darle nada.
Del cajón ha sacado una pistola. La apunta a la cabeza de Lola, que se echa hacia atrás con terror. La espalda le golpea en la estantería repleta de cajas.
—No puede hacerme esto. Es… una descortesía. Nos conocemos. Yuri le ha ayudado cuando lo ha necesitado.
—Se equivoca de nuevo. Voy a hacerlo porque puedo. Y no mencione al idiot de su marido. Es un traidor a la Bratvá. Puedo hacer con usted lo que quiera. De hecho…
Los brazos de palillo de Gusev obligan a Lola a girarse. Una mano aprieta la pistola contra su nuca, la otra le hurga en el cierre de los pantalones.
Lola contiene un quejido. No quiere llorar. No quiere suplicar. No puede evitarlo.
Los dedos encuentran la manera de desabrochar los pantalones, se enredan en la goma de las bragas. Las uñas le arañan cuando se las baja. Lola siente un escozor infeccioso en la piel, que le hace soltar un respingo.
Gusev pelea con sus propios pantalones. Están ambos de pie y Lola le saca una cabeza, así que la penetración es imposible. Tanto más porque el pene lo tiene blando y fofo.
—Si hubiera sabido que venías me hubiera tomado algo para recibirte como te mereces —dice Gusev, mientras le restriega el miembro flácido contra los muslos—. Tú y tu marido siempre os creísteis mucho más que los demás, ¿verdad? Pues ahora no sois nada.
Agarra a Lola del pelo y la arrastra hasta la puerta.
—Corre, zorra. Huye. Quizá no llame a Orlov, después de todo. Como tú dices… sería una descortesía.
Grabación 06 Hace diez meses
SUBINSPECTOR BELGRANO: Hemos tenido demasiada paciencia contigo. Y ya se nos ha acabado.
YURI VORONIN: Espere un momento.
COMISARIA ROMERO: Es demasiado tarde, Voronin. Hemos venido a avisarle de que mañana presentaremos las pruebas a la fiscalía. El caso contra usted está preparado y tenemos pruebas suficientes.
LOLA MORENO: Les dije que yo podría ayudar.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Señora, dijo que nos traería algo consistente. Y no hemos recibido más que basura.
COMISARIA ROMERO: Déjela hablar, Belgrano.
LOLA MORENO: No podemos ayudarles con lo que quieren. Pero podemos darles algo mientras tanto. (Ruido de papeles.) (Pausa de cuarenta y un segundos.)
COMISARIA ROMERO: Aquí está todo menos la fecha y el nombre del barco.
LOLA MORENO: Se lo diré. Necesito que nos dejen al margen de esto.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Si cree que va a librarse con un soplo de mierda, lo lleva claro, señora.
YURI VORONIN: Son cuatrocientos kilos.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Es hachís. A nadie se la pone dura el hachís.
COMISARIA ROMERO: Belgrano, si es tan amable. Ese vocabulario.
LOLA MORENO: Con el debido respeto, comisaria. Son cuatrocientos kilos. Es un alijo enorme. Y los marroquíes que lo traen son mala gente.
COMISARIA ROMERO: Señora Moreno. Este barco es un punto de partida. Voy a aceptarlo, como prueba de buena voluntad. Haremos la redada. Pero es poca cosa.
YURI VORONIN: Son cuatrocientos kilos.
COMISARIA ROMERO: No para de repetir eso, como si significara algo. Las cantidades no son importantes. Lo que importan son los sustantivos.
LOLA MORENO: Importantes, ¿para qué?
COMISARIA ROMERO: Si mañana cogemos seis toneladas de rubio marroquí, como mucho nos darán seis segundos en el telediario nacional.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Y la mitad de los que lo vean se encogerá de hombros, y dirá «si es que tienen que legalizarla». Como si esa mierda fuera a hacer algún bien.
LOLA MORENO: ¿Y entonces?
COMISARIA ROMERO: Deme heroína. Deme cocaína.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Y nada de moros. Los moros son un chiste.
YURI VORONIN: Puedo asegurarle que…
COMISARIA ROMERO: Conocemos muy bien la brutalidad y la represión de los delincuentes marroquíes, Voronin. Pero no compran titulares.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Rusos. Eso es sexy.
COMISARIA ROMERO: O nos entrega a Orlov directamente, o tendrá que dárnoslo a trocitos.
LOLA MORENO: Lo que quiere es que trabajemos para usted.
COMISARIA ROMERO: Lo que quiero es limpiar esta playa de basura. Pero la cuestión, señora Moreno, no es lo que yo quiero. Sino lo que puedo hacerles si no me lo dan.
Lola
Había una vez una niña que escapó a duras penas de un ogro sucio y maloliente.
Lola sale a la calle, con la ropa deshecha y las lágrimas empapándole el cuello de la sudadera. Las luces de las farolas le parecen imaginarias, el aire libre tenue, volátil, como si la atmósfera estuviera a punto de desaparecer. Trastabilla calle arriba mientras se abrocha el pantalón —las bragas le han quedado enrolladas a media nalga, pero no es capaz de notarlo—. Sus pies apenas rozan las baldosas, ingrávidos. Una señora le habla con preocupación, pero las ondas de sonido se pierden antes de alcanzar sus oídos.
Nada de todo esto es real.
Nada de esto está pasando.
Lola siente que sólo un hilo le ata al suelo, delgado y quebradizo como algodón de azúcar. Con una buena ráfaga de aire se desengancharía del todo. Se elevaría y se alejaría de un soplo, como los vilanos de los dientes de león.
Nada de todo esto es real.
No me han quitado mi única oportunidad de salir de todo esto. No puede ser.
Lola, que siempre sabe qué hacer. Lola, que guarda en su interior una frialdad árida, amarga como suelo de cementerio. Lola, que desde que era una niña hace planes para cuando se le acaban los planes, se ha quedado, por primera vez, en blanco.
Quizá por eso no se reconoce en lo que hace, se disocia de su cuerpo mientras éste se bambolea hasta el restaurante de la esquina, que a estas horas de febrero sólo sirve a un par de jubilados despistados. Se acerca a la primera mesa con el servicio puesto, y coge un cuchillo.
—Oiga. Oiga, señora.
Lola no escucha al camarero más de lo que oyó a la señora que la abordó en la calle.
—¡Señora!
El camarero no sale tras ella en un primer momento porque lleva una comanda en la mano (ensalada, calamares a la romana congelados). Para cuando echa a andar detrás de la intrusa, Lola está abriendo la puerta del Instant Cash. El camarero se frena al verla entrar, hace un silogismo apresurado —tiene, por supuesto, la licenciatura en Filosofía— y decide que lo mejor es llamar a la policía.
Todo se reduce a una simple elección, empeñarse en vivir o empeñarse en morir, piensa Lola mientras se abalanza hacia la trastienda, sobre un Gusev desprevenido.
Lo pilla ocupado, manoseándose la entrepierna mientras mira algo en su monitor. Lola no puede ver qué es, porque está ocupada a su vez en apuñalarle en el brazo y en la espalda. El cuchillo es uno de esos que los camareros te ponen para que te pelees con el filete hasta que le pides uno que realmente corte, así que el primer ataque no consigue más que escarbar la piel de Gusev y desgarrarle la camisa blanca con mancha de huevo.
El segundo le alcanza en el omoplato, que dobla la punta y desvía la trayectoria de la hoja, que se introduce entre el hueso y el músculo, se desliza entre éstos a lo largo de seis centímetros, desgarrando la carne y extrayendo un grito de dolor de la garganta de Gusev cuando Lola arranca el cuchillo, y la punta doblada destroza un buen número de fibras musculares en su camino.
El tercero da en el respaldo de la silla.
El cuarto se lo lleva ella, en su propio brazo, cuando Gusev se deja caer sobre ella. Mientras ruedan por el suelo, Lola se da cuenta de que el perista se ha meado encima, y la crudeza, la brutalidad de lo que está sucediendo se le hace por primera vez evidente.
Aún le queda dentro rabia para un último golpe, que se hunde en la tripa gruesa y dura de Gusev, fallando el ombligo por unos pocos centímetros. Ahí se queda, clavado hasta la empuñadura, mientras Gusev lo observa con incomprensión. Lola reconoce esa misma mirada de irrealidad, porque es la que colgaba de sus ojos hace menos de dos minutos.
Sorpresas te da la vida.
—He llamado a Orlov, súka. Puta zorra. Estás muerta, eres zorra muerta.
Lola se pone en pie, agarrándose el brazo herido. Se remanga la sudadera, y ve que no es más que un rasguño que apenas ha perforado la piel. Duele, pero no demasiado. No puede preocuparse ahora de eso.
Gusev, por el contrario, no tiene otra preocupación que el cuchillo que emerge de su tripa esférica como la bandera de Neil Armstrong de la superficie lunar. Se la agarra con las dos manos he intenta sacarla un poco, pero el dolor que le produce la hoja de sierra, de forma triangular, es insoportable. Aúlla de nuevo, mientras un par de arroyos de sangre brotan de los bordes de la herida y se dirigen dirección sur, tiñendo la camisa blanca de Gusev a su paso.
—Yo no haría eso. ¿No has visto nunca la tele? Te puedes desangrar si sacas el cuchillo —dice Lola.
Su pulsera está sobre la mesa. La pistola la encuentra en el cajón, tras pasar la pierna sobre el cuerpo sollozante del perista y rebuscar un poco. Una se la mete en el bolsillo del pantalón. La otra la apunta a la cara de Gusev.
—La caja fuerte.
Un perista tiene que tener mucho dinero en efectivo. Es su herramienta de trabajo. Pero Gusev no parece dispuesto a colaborar a la primera.
—No tienes quitado el seguro, zorra.
Lola le da la vuelta al arma, la estudia durante unos segundos, y finalmente decide que la palanquita colocada sobre las cachas debe de ser lo que está buscando. La empuja con cuidado, escucha un satisfactorio clic y la apunta a la cara de Gusev, que emite un aún más satisfactorio argh.
—Gracias. La caja fuerte.
—No pienso darte nada.
Lola levanta la pierna derecha lo justo para rozar un poco el mango del cuchillo con el borde de la zapatilla, provocando un nuevo alarido.
—Puedo hacer esto todo el día.
En realidad no puede, porque vuelve a notar cómo se está mareando de nuevo, y la boca tan seca que le cuesta mover la lengua. Tiene que pincharse, cuanto antes. El muy cerdo ha llamado a Orlov. Quizá el camarero haya llamado a la policía. Debe irse.
Pero no tiene la insulina, no tiene dinero para comprarla, no tiene el dinero para Zenya y ese hijo de puta le ha pasado el nabo por la pierna. Así que no va a marcharse de ahí sin quitarle lo que pueda. Aunque lo más lejos que vaya sea hasta el interior de un coche patrulla.
O de un coche fúnebre, piensa Lola, levantando de nuevo la pierna.
—Está bien. Está bien. Ahí detrás —dice Gusev, señalando un punto de la estantería.
Lola aparta de un manotazo un montón de películas antiguas, y descubre la caja fuerte. Hay un teclado numérico. Obtener la combinación le cuesta solo tres patadas a Gusev en las costillas. Le sale mucho más caro en segundos, pues se le va otro valioso minuto.