Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—¿Eso no es lo que hacen con los pulpos?

—No. Los pulpos son capaces de sacar comida de un tarro. Esto es algo mucho más complejo. Está el tubo, el agujero, la herramienta. Y los investigadores descubrieron que el cuervo era capaz de sacar el trozo de carne incluso cuando cambiaban el agujero de posición.

Fin del preámbulo, piensa Mentor para sus adentros.

—Los humanos no somos demasiado buenos en razonamiento diagnóstico. Como especie, me refiero. Hemos desarrollado una maquinaria cerebral complejísima, que busca atajos para funcionar. Así que lo que hacemos es contarnos relatos para simplificar el razonamiento diagnóstico. O para ahorrárnoslo. La Tierra es plana, a Paul McCartney lo cambiaron por un doble…

—El gobierno está montando una agencia de agentes secretos superinteligentes… —aporta Mentor.

—Incluso esa burda parodia que acaba usted de realizar es un ejemplo válido. Lo que hacemos aquí trasciende todo lo que se ha hecho nunca en el campo de la neurociencia.

—No necesito que me recuerde cuál es nuestro verdadero propósito —dice Mentor—. Lo que necesito es que me ayude a desbloquear a Scott.

—Si me escucha hasta el final…

—Espero que esto vaya a alguna parte —dice Mentor, apoyándose en el cristal.

Nuno vuelve a carraspear.

—Para demostrarle la importancia de las historias en el razonamiento diagnóstico, le contaré una.

Había un tendero judío en la Alemania nazi que llegó una mañana a su local y se encontró el escaparate cubierto de cruces gamadas e insultos racistas. Limpió la pintura con gran esfuerzo, y abrió la tienda. Al día siguiente volvió a suceder lo mismo. Así que, al tercer día el tendero se quedó toda la noche en vela, y cuando vio aparecer a los camisas pardas con los botes de pintura, se acercó a ellos y les dijo:

—Os doy diez marcos si pintáis ese escaparate.

Los camisas pardas aceptaron encantados el dinero, puesto que iban a hacer gratis el trabajo de todas formas.

Cuando se fueron, el tendero limpió el escaparate. A la noche siguiente, volvió a esperarles.

—Os doy nueve marcos si pintáis ese escaparate.

Y así continuó haciendo, noche tras noche, hasta que la última les ofreció un solo y triste marco por ensuciar el escaparate. Los camisas pardas se negaron. ¡No estaban dispuestos a hacer el trabajo por tan poco dinero!

Se fueron y nunca volvieron.

—¿Qué nos dice este relato sobre el razonamiento diagnóstico?

—Que el tendero podría haber cogido un tren con esos cincuenta y cuatro marcos y haber salido huyendo antes de que los nazis se cansaran de pintadas y le metieran en un campo de concentración —dice Mentor.

Nuno parpadea, sorprendido.

—Ése es, en efecto, un análisis del pobre razonamiento del tendero. Pero me refiero a que los humanos nos desviamos con mucha facilidad del diagnóstico correcto. Los camisas pardas no recordaban ya cuál era el auténtico motivo de sus afanes, porque habían sustituido la causa por un análisis consciente. Por aritmética.

—¿Y qué tiene esto que ver con Antonia Scott?

—¿Qué hace Cristiano Ronaldo cuando va a tirar a portería? ¿Piensa en echar la pierna hacia atrás, levantar un brazo para equilibrarse, apretar los abdominales para mantener recta la columna?

—Se limita a chutar el balón —dice Mentor, comprendiendo por fin adónde quiere ir a parar el doctor Nuno.

—Esta mujer es el ser humano más asombroso que ha existido nunca —dice el médico, golpeando en el papel que le ha dado Mentor con una uña larga, dura y amarillenta—. Si usted está fallando en guiarla hasta su pleno potencial, es porque está enseñándola a hacer diagnósticos con un pensamiento dirigido.

—Dígame qué he de hacer, entonces.

—Tiene que ayudarla a encontrar su relato —responde el doctor—. Si encuentra su relato, dejará de pensar en chutar, para limitarse a hacerlo.

Nuno parte el papel en varios trozos irregulares y los arroja al aire.

—Y entonces, bum.

16
Una lista

Lo que le pide Antonia Scott a la doctora Aguado es:

– Una lista de las personas a las que Lola Moreno sigue en Facebook e Instagram, junto con sus nombres y direcciones.

– Un archivo con los mensajes directos que se han cruzado en los últimos quince días, incluyendo aquéllos que hayan sido borrados por los usuarios (pero que la plataforma conserva para siempre).

– Acceso a los emails de Lola, con especial atención a cualquier actividad reciente.

Sólo hay dos opciones: La primera, a Lola la está ayudando alguien, en cuyo caso la información estará en sus redes sociales.

Aunque Antonia se va a volcar con todas sus fuerzas en intentar encontrar algo en esa información, será un trabajo sin recompensa. Pero sí que lo tendrá la última de las cosas que le pide.

Que nos lleva a la segunda opción.

O bien la protege alguna persona cercana en la que no hemos reparado, o bien está sobreviviendo en la calle como puede, piensa Antonia. En ese caso

—Necesito que pinche cualquier llamada al 112 que se haga en Málaga provincia.

—Puedo enviar el archivo de audio en cuanto la persona que llame corte la llamada. Ahora están digitalizados. Pero serán demasiados.

Antonia no responde. El temblor en su mano derecha es cada vez más grande. La desliza entre su pierna y el asiento del coche, para evitar que Jon la vea.

—¿Scott?

La necesidad de una cápsula roja está de nuevo presente. Va y viene en oleadas, tanto más fuertes como intensos son los estímulos que debe afrontar, o más relacionados están con su entrenamiento. Los monos de su cabeza se vuelven aún más locos cuando llega a una escena del crimen, o cuando tiene que pensar en nuevas teorías sobre el caso.

Ahora mismo los pensamientos de Antonia van tan deprisa que su cuerpo está sufriendo un estrés máximo. Tiene las mejillas hundidas, profundas ojeras sobre los ojos. Esta mañana cuando se ha visto en el espejo no se reconocía apenas.

Necesita una cápsula roja. Pero se niega a tomarla.

—¿Puede filtrar por palabra clave? —dice Antonia, regresando a la conversación a duras penas.

—Sí, es posible. ¿Cuáles quiere que introduzca?

—Joven, embarazada, robo, farmacia, casa de empeños, hospital, supermercado, alimentación. Que llegue cualquiera que contenga dos de los resultados.

»Una cosa más —añade Antonia antes de colgar—. Necesito que busque en las bases de datos un nombre en clave: Chernaya Volchitsa. Loba Negra. Interpol, Europol. FSB.

Jon enarca una ceja al escuchar ese último. El Servicio Federal de Seguridad no es una entidad que se anime a compartir información con la Unión Europea.

—No es un buen momento para entrar en las bases de datos de Rusia sin autorización —dice Aguado—. Descubrirán que hemos sido nosotros. Y tendré que responder de ello.

—Ya lo sé. Haga lo que tenga que hacer. Ya nos preocuparemos de las consecuencias.

Lola

Había una vez una niña que lo tenía todo.

Se lo dijo a Yuri.

La mañana en la que murió, no. Esos momentos significativos y trascendentales justo antes de perder a un ser querido no pasan nunca en la realidad. En la ficción un padre puede transmitirle una verdad incontrovertible a su hijo, e instantes después sufrir un infarto. O que se lo lleve un tornado.

En la vida real, lo último que Lola le dijo a Yuri fue:

—¡Me voy de compras!

Yuri contestó algo ininteligible a través de la puerta del baño de invitados, que sólo usaba para lo que Lola no le dejaba hacer en el baño principal (Yuri comía mucho picante).

Y eso fue todo. Ni un triste beso, ni un te quiero.

En retrospectiva, el asesinato de Yuri era algo que se veía venir, y que se podía haber evitado. Es muy fácil predecir el pasado, tal y como saben todos los economistas, columnistas y sus cuñados, que sólo tienen que añadir un «estaba claro» al titular de ayer.

Pero es que Lola llevaba tiempo avisando a Yuri.

—Lo tenemos todo. ¿Qué más quieres?

Y Yuri no respondía.

¿Qué es lo que quiere alguien que lo tiene todo?

Más, como todo el mundo.

La sensatez de Lola no era constante, más bien se presentaba de forma vaga e intermitente. Como el propósito de aprender inglés, empezar dieta o apuntarte al gimnasio. El noventa y cinco por ciento de esos buenos deseos se materializan «mañana». Es cierto que Lola no le insistía mucho a Yuri.

La ingenua Lola, que creía estar enamorada de él. O que lo estaba de verdad. En lo tocante al amor, ¿acaso no es lo mismo creerse enamorada que estarlo de verdad?

Lola creía estar enamorada. Y creía que tenían que cambiar de vida. Quizá por eso tiró la píldora a la basura y agujereaba con un alfiler muy fino cada condón que entraba en casa. Porque inconscientemente quería quedarse embarazada.

Y se quedó.

Creyendo que eso haría a Yuri mover el culo.

Y movió el culo, claro. Salvo que el muy papafrita, el muy gilipollas, lo hizo sin contar con ella. Pensando por su cuenta, como si eso fuera una buena idea.

Y ahora aquí está Lola, metida en semejante percal.

Esa voracidad, ese querer más y más, es lo que ha hecho que Lola acabe perseguida y amenazada. Pero también puede ser la clave de su salvación. No es cuestión de buscar la ironía a la vida, sería demasiado fácil. Irónicamente.

Cae la tarde, pasan de las siete, y el sol ya se ha metido en la cuna del mar a roncar. Lola baja por la calle Enrique del Castillo y sale a la avenida Ramón y Cajal. Tuerce a la izquierda. Tres tiendas de telefonía más adelante está el local de Edik Gusev.

Por fuera le ha puesto un letrero de Instant Cash, pero por dentro todos los que son alguien saben lo que hay.

Gusev es un perista y un hijo de puta. En ambas profesiones ha alcanzado la excelencia.

También es conocido de Yuri. Amigo sería decir mucho, Yuri siempre le trató con amabilidad pero con distancia. Si hasta Yuri —que recogía por la calle a cuanto excremento social encontraba siempre que hablara en la lengua de Tolstói— era capaz de ver que Gusev era veneno, muy mal tenía que estar el percal.

La puerta de la tienda se abre con un din don mecánico, que no parece alertar a nadie. Lola pasea su mirada por los tostadores ¡seminuevos!, las cafeteras ¡de ocasión! e incluso un optimista ¡oportunidad! al lado de una grabadora de CD.

Entonces aparece Gusev.

Tarda en reconocerla. Lola lleva días sin maquillarse, su pelo está fosco y sucio. Tiene unas ojeras del tamaño y forma de hamacas caribeñas.

—Un gusto verla, señora Voronin —dice, tras unos segundos de incertidumbre—. Está más guapa que nunca.

Gusev es un hombre pequeño, gordo, con una cara cuyo anterior trabajo parece haber sido de diana en una galería de tiro, de tantas pústulas como tiene.

—Hola, Gusev.

Los dos se quedan mirándose con cierto reparo. Lola sabe que le ha puesto en un compromiso al acudir a la tienda sin previo aviso.

—La echamos de menos en el funeral de su marido.

—Me fue imposible acudir.

—Estuvo muy concurrido. No faltó nadie.

Lola no necesita escuchar más. La obligación de Gusev es avisar a Orlov de que la ha visto. Quizá hasta cobrar una recompensa, si es que La Fiera ha puesto precio a su estúpida cabeza. Pero Gusev no es idiota. Sabe que Lola lo sabe. Y sabe por lo tanto que no se hubiera arriesgado si no fuera importante.

—¿Qué le trae por aquí tan de… imprevisto?

Gusev tiene un dominio del castellano mejor que muchos españoles, aunque se equivoca a veces. Y habla con voz baja, que gotea desagradables posibilidades.

—Necesito vender una pieza con urgencia.

No hace falta decir para qué.

—Veámosla, entonces.

—Aquí no —dice Lola, mirando de reojo a la calle.

Gusev asiente, va a la puerta y cierra con llave. Le da la vuelta al cartel de ABIERTO.

—Sígame.

La trastienda es un lugar apretujado, lleno de cajas y de monitores de seguridad. Mediría cuatro metros cuadrados si no estuviera atestada de cacharros. Hay trozos de muñeca, piezas de relojes, minas de bolígrafo. Videojuegos que ya nadie quiere.

Lola no se deja engañar. El almacén de Gusev está en otro sitio, lejos de miradas indiscretas. Sus auténticos negocios los hace por la noche, y consisten en comprar y vender todo. Todo.

—Una vez vendió el hígado de un niño —le había contado Yuri, mientras merendaban en un bar.

—Te lo estás inventando.

Yuri se encogió de hombros y se comió otro torrezno.

Lola no se lo había creído. Ahora se lo cree. Estar a tan poca distancia de Gusev en ese lugar cerrado hace que crea cosas muy oscuras.

—Veamos eso que tiene para mí —dice Gusev, ansioso.

Lola se agacha, como si fuera a atarse la zapatilla. Lo que hace es desatarse la pulsera. Se la ha enganchado al tobillo porque es todo lo que le queda.