Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—No la he visto inclinada a creernos —responde Antonia.

—Yo te creo —dice Jon, acariciándose el cuello, aún dolorido—. Aunque no sé de dónde narices salió. Hice un barrido con la linterna antes de comprobar los cuerpos.

—¿Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta?

—Es el procedimiento habitual.

—Ya lo sé. Y, al parecer, ella también. Estaba subida al archivador.

El archivador. Metálico, de cinco cajones. Metro y medio de alto. Jon rememora lo que hizo al entrar. Apuntar a cada una de las esquinas, pero al punto en el que se encuentran con el suelo. Que es lo que te enseñan en la Academia, porque no tienen previsto que te enfrentes con Batman.

—¿Quién demonios era esa mujer?

—Una profesional. Muy peligrosa.

Si no me dices más.

—¿Y no deberíamos asegurarnos de que Romero la busque?

—Los de la científica le explicarán que la mujer mató a los Fomin. Pero esa escena del crimen es irrelevante. No tenemos que encontrar a tu atacante. Tenemos que encontrar a Lola Moreno. La comisaria ha sido muy clara.

—Tú tampoco te has quedado atrás.

Antonia reclina la cabeza en el cristal, con agotamiento.

—No soporto que haya intentado responsabilizarnos. Sobre todo cuando su informante es directamente culpable de la muerte de esas mujeres.

—A ver, cariño. Te voy a dar un consejo. Por muy enfadada que estés, no puedes, repito, no puedes decirle a un jefe «yo mando más que tú». Aunque sea verdad.

Ella se frota el puente de la nariz entre el pulgar y el índice, con los ojos apretados.

—Estaba… no sé cómo expresarlo.

—¿Cómo expresar qué?

—Ese sentimiento. Cuando alguien te acosa para molestarte, pero de forma sibilina. Subrepticia, esperando una reacción negativa por tu parte. Tiene que haber alguna palabra en algún idioma para expresar eso.

Paran en un semáforo. Jon aprovecha para mirarla, intrigado.

—Intenta explicarte en este idioma, cari.

Antonia hace una de sus pausas valorativas de treinta segundos. Y luego otra, y otra más. El semáforo les permite el paso, pero no continúan la marcha. La calle está desierta en este lugar apartado. Jon se limita a parar el motor y observar cómo la luz va cambiando.

Verde.

Rojo.

Otra vez verde.

La vida es lo que pasa mientras esta mujer se decide a hablar, piensa Jon.

—A veces… a veces busco palabras en otros idiomas. Palabras que no tienen traducción. Es una cosa que tenía… Que tengo con Marcos. Capturamos sentimientos. Cuando encontrábamos una especial, nos la regalábamos. Yo encontraba más que él, claro. Y él tenía que anotarlas, las apuntaba, las apunta todas en un papel.

Jon aguarda. Paciente. Sin comentar el baile de tiempos verbales. Tan significativo en alguien con la enfermiza precisión de Antonia Scott. Sin comentar, pero notándolo. Cada vez habla más de su marido en pretérito imperfecto. Muchas veces Jon se pregunta (a escondidas, con las luces apagadas) cuándo será el momento para hablar con ella de eso.

No es fácil.

En la lista de los tabúes conversacionales con Antonia, el coma de Marcos está en el centro de un templo perdido en las junglas de Perú, protegido por tarántulas, lanzas y una roca gigante.

—Ponme un ejemplo —la anima a seguir, cuando se hace evidente que se ha encallado en la introspección en detrimento de la narrativa.

—¿De palabras especiales? No sé cuál elegir.

—La primera que te venga a la cabeza.

Está claro que no le hace caso, porque se lo piensa. Quizá descartando algunas demasiado personales. Quizá buscando el espécimen perfecto.

Boketto —dice por fin.

Y se calla.

—Claro. Boketto. Me pasa mucho.

—No, a ti no te pasa.

—¿Cómo podría saberlo?

Antonia parece darse cuenta de pronto de cómo funciona una conversación. Que hay que emplear términos comprensibles.

—Es japonés. Significa «ese sentimiento que te entra cuando te quedas mirando fijamente en la distancia y te pierdes dentro de ti mismo sin motivo aparente».

—Eso te pasa a ti, mucho —dice Jon, procurando no sonreír.

Antonia intenta no sonreír tampoco.

—Espera. Creo que esta otra te va a gustar. A ver si sabes en quién estoy pensando. Backpfeifengesicht. Es alemán.

—¿Y significa?

—Una cara que necesita urgentemente una bofetada.

Jon se queda parado, con la boca entreabierta, antes de mirar a Antonia a los ojos y pronunciar, al mismo tiempo que ella:

—Mentor.

Los dos se ríen.

—Creo que entiendo por qué te gusta este juego.

—No es sólo un juego. Es… más. No sé explicarlo.

Y ése es el problema, piensa Jon.

Alguien como Antonia, que vive encerrada en la prisión de su propio cerebro, percibe con mucha más claridad que los demás seres humanos una verdad inapelable. Que los límites de tu lenguaje son los límites de tu mundo. Aun sin expresarlo en estos términos, cualquier fanático de la lectura lo comprende de forma intuitiva, y por eso nunca puede leer lo suficiente.

Antonia lo ha llevado al extremo, aprendiendo una decena de idiomas, y buscando en aquéllos que no conoce las palabras imposibles de encontrar en los que sí.

Jon no es de leer libros ni de aprender idiomas. Es de ver series y levantar piedras. Así que todo lo anterior lo resume en un socrático:

Esta chica tiene que conocerse un poco.

—En esto tuyo que es más que un juego, ¿vale si tiene más de una palabra?

—Un idiomatismo.

—¿Un qué?

—Una frase. Valdría si sólo tiene sentido en ese idioma.

—Entonces tengo una palabra para lo que te estaba haciendo Romero.

—¿Cuál? —dice Antonia, inclinándose un poco hacia él y abriendo los ojos con anticipación.

—Me estás tocando el coño.

Antonia se queda parada ante la grosería. Violenta, casi.

—¿Qué pasa, no te gusta?

—No me gustan los tacos —dice ella, frunciendo los labios con disgusto—. Empobrecen.

Jon pone los ojos en blanco. Menudo prejuicio. Cuánto bien le haría a esta mujer pasar una temporada en Bilbo. Poteando por Pozas y García Rivero. Salmón con piperrada en El Mugi, felipadas en el Alameda. Tres txikitos escuchando a la fauna local, y se le quitaba la tontería.

—Cielo, los tacos son cultura. Son capaces de precisar emociones que muchas otras palabras no pueden. Piensa en la comisaria Romero, por ejemplo.

Mira a Antonia, hasta que ella comprende que de verdad está pidiéndole que piense en la comisaria.

—Imagina que la tienes delante. Y ahora dilo: «Me estás…».

Ella sacude la cabeza. Se ha puesto roja y todo.

—No pienso decirlo. Me da vergüenza.

Jon se inclina sobre su compañera. Alcanza el tirador de su lado. Abre la puerta del coche.

—Hazlo, o te bajas.

Ella le mira, dudando si el chantaje va en serio. Comprende que sí. Mira al cielo, color uranio empobrecido. De nuevo las nubes amenazan tormenta. Decide aceptarlo, por no arriesgarse.

—Está bien. Está bien.

Y luego:

—Me estás tocando el coño —dice, en voz baja.

Inaceptable, piensa Jon, meneando la cabeza.

—Más fuerte. Tiene que llenarte por completo. No sólo estás diciendo cómo te sientes. Estás meando en tu territorio, levantando el muro de Berlín. Estás diciendo «por aquí no pasas, guarra». Otra vez.

Antonia toma aire como para aceptar un Oscar.

Y, por fin:

—Me estás tocando el coño —proclama, con la boca llena. La eñe rebota, enérgica, en el parabrisas.

Jon aplaude. Sobrio, como es él. Pero encantado por dentro. Siente que ha conseguido algo. Aunque no sabe muy bien qué.

—Así se hace. ¿Cómo te sientes?

—Como si hubiera capturado un sentimiento.

No hace falta que lo diga. Resplandece como si se hubiera tragado un fluorescente.

Pero sí hace falta que lo diga.

—Bien por ti —responde Jon, poniendo de nuevo el coche en marcha. Se acuerda, de pronto, que no sabe adónde ir—. ¿Qué vamos a hacer ahora?

El rostro de Antonia vuelve a su habitual tono sombrío, a medida que el mundo real desvanece el momento My Fair Lady.

—El rastro del dinero era nuestra única opción. Y nos lo han quemado.

—Todo pasa por encontrar a Lola Moreno. Empiezo a pensar si no se la habrá tragado la tierra. O si habrán hecho que se la trague.

—He considerado esa opción. No, los rusos no seguirían montando guardia frente a la peluquería de la madre. Y empiezo a pensar que no sólo la están buscando como venganza por la traición de Yuri. Creo que en todo esto hay mucho más de lo que parece a simple vista.

Jon se rasca el cogote con ímpetu. Se pregunta si habrá una palabra intraducible para cuando te frotas para estimular el flujo de las ideas. No le dice nada a Antonia, no vaya a existir.

—No sé. A veces las cosas son lo que parecen.

—Sí —dice ella, muy despacio—. A veces.

Lo que viene a querer decir que en tu mundo no, bonita. Pero como vives en el mío, va a haber que darte de comer algo, piensa Jon, alertado por la alarma de su estómago. Que no es de las que tienen botón de posponer.

—Pausa del almuerzo. Y luego le das todas las vueltas que quieras.

—No tengo hambre —miente Antonia.

—Hay cosas que son inevitables.

—Tienes razón. Hay cosas que son inevitables —dice Antonia, tras un par de segundos.

Jon se vuelve hacia ella. Ha escuchado la expresión en su cara antes de verla.

—No. Esa cara no.

—¿Qué cara?

—La cara de «me has dado una idea con lo que has dicho, aunque no tengas ni la más remota idea de qué es, y ahora mis procesos mentales están funcionando a toda máquina y no voy a molestarme en explicártelo». Es imposible que sea más molesta.

Antonia añade a la expresión una media sonrisa, probando que Jon se equivoca. Sí, la cara podía ser aún más molesta.

Luego saca el teléfono, llama a la doctora Aguado y le recita una lista de cosas que necesita. Jon no puede entender lo que contesta la doctora, aunque por el tono apresurado no parece que la llamada haya llegado en el mejor momento.

—Una cosa más —añade Antonia antes de colgar—. Necesito que busque en las bases de datos un nombre en clave: Chernaya Volchitsa. Loba Negra. Interpol, Europol. FSB.

Una pausa. Más tono apresurado.

—Ya lo sé. Haga lo que tenga que hacer. Ya nos preocuparemos de las consecuencias.

Lo que le hicieron entonces

En la cabina de observación del proyecto Reina Roja, Mentor conversa con un octogenario pequeño, tembloroso, calvo y medio ciego, vestido con una chaqueta de cuadros escoceses. El viejo no tiene muy buen aspecto. Tiene, más bien, un pie en la tumba y otro en una piel de plátano.

Tampoco nos quedamos con su edad. Quizá sea el genio neuroquímico más grande de su generación. Su nombre sonaría entre los candidatos al Nobel si no estuviera un tanto desequilibrado.

—No está lista para comenzar, doctor Nuno.

Al otro lado del cristal, una joven Antonia Scott, ajena a que en el futuro perderá un marido y le arrebatarán a un hijo, pone todo su empeño en ordenar una serie de números en secuencias lógicas. Tiene unos electrodos colocados en el cráneo, está vestida sólo con una bata de hospital.

—¿Cuánto tiempo lleva con el entrenamiento?

—Más que ninguno de los otros candidatos. Pero no consigo sacarla de su zona de confort. Es muy frustrante.

—¿Cómo ha reaccionado al compuesto?

El doctor Nuno alarga una mano sembrada de venas varicosas que parecen una tormenta de rayos púrpura y recoge el papel que le pasa Mentor.

—Los datos están muy bien. Mejor que bien, de hecho. Ningún otro candidato ha dado marcadores tan elevados.

—Y sin embargo no veo resultados. Sigue yendo demasiado deprisa o demasiado lento. La pastilla roja consigue que se centre, pero sólo por un tiempo pequeño.

Nuno carraspea, respira hondo, y entonces Mentor intuye que viene un discurso. Siente una fuerte tentación de mandar a los de seguridad que le reduzcan, le lleven a un callejón oscuro y le hagan desaparecer discretamente. Podría hacerlo. Y nadie protestaría.

—¿Sabe qué es lo que nos diferencia de los animales, Mentor?

—¿Las quinielas? —dice, porque cualquier respuesta que no sea la correcta no importa.

—La capacidad de razonamiento diagnóstico. Mirar los trozos de jarrón en el suelo y saber que eso era antes un jarrón, que estaba en la encimera, y que la pelota del niño junto a los pedazos tiene algo que ver con todo esto. Cambie trozos de jarrón por cadáver, si lo prefiere.

—Me quedo con el jarrón. Continúe.

—Los investigadores hemos intentado encontrar rastros del razonamiento diagnóstico en los animales. Comenzamos por los chimpancés y los bonobos. Seguimos por los delfines. Nada. Finalmente, alguien tuvo la brillante idea de probar con un cuervo. Le metieron un trozo de carne en un tubo de cristal, y observaron. El cuervo fue capaz de entender que tenía que usar una herramienta para acceder a la carne, y que para hacerlo tenía que evitar un tubo que estaba en medio, para que el trozo de carne no se cayera.