Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

—¿Quién eres tú? —responde a su vez.

El cañón de la pistola se adelanta hasta rozarle la frente, aunque Antonia no se mueve, salvo un pestañeo frenético, mientras intenta decidir qué hacer.

—¿Quién? —repite la mujer.

El dedo se curva sobre el gatillo. Está a punto de apretarlo. Sólo tiene un par de segundos.

Para otras personas, dos segundos pueden ser un periodo minúsculo.

No para Antonia Scott.

En dos segundos, Antonia evalúa tres posibles reacciones físicas, incluyendo:

– Rodar.

– Alejarse al suelo.

– Intentar agarrar la pistola.

Las desestima. Cualquier intento de atacarla desarmada está abocado al fracaso. La sospechosa acaba de matar a otros dos hombres voluminosos y reducido —Antonia puede escuchar su respiración— a otro aún más voluminoso. No es que esté gordo.

Intenta calcular mentalmente el tiempo de respuesta de la Policía Nacional en esta zona remota. Revisa en su memoria fotográfica la página del dossier para la misión que preparó Mentor. Pueden ser hasta cinco minutos. ¿Cuántos han pasado desde que hizo la llamada? Tres minutos y medio, con un margen de error de diez segundos.

Su única opción es ganar tiempo. Mantenerse con vida hasta que lleguen. Lo que Mentor llama la táctica CDS. Confunde. Distrae. Sonsaca.

—Yo no dispararía —dice Antonia—. Sería un grave error.

La mujer apaga la linterna, devolviendo la oscuridad, pesada y espesa.

Es lista. No quiere que me fije en ella.

—Yo no habla muy bien español —dice.

—Mi ruso tampoco es perfecto —responde Antonia en ese idioma. Con impecable acento moscovita.

La voz se vuelve más dulce, complaciente incluso, cuando ambas comienzan a hablar en ruso.

—¿Eres policía?

—Algo por el estilo. Mis compañeros están a punto de llegar.

Como si el universo estuviera esperando su señal, en ese momento comienzan a escucharse a lo lejos las sirenas de la policía.

—Nunca he entendido cuando pasa esto en las películas. —La voz en la oscuridad suena ahora algo más a la derecha de Antonia—. Tiene al protagonista a su merced. Suenan las sirenas y el malo se marcha. Se tarda lo mismo en apretar el gatillo que en no apretarlo.

Antonia sonríe, ante la lógica inapelable.

—¿Es lo que vas a hacer? ¿Vas a matarnos?

Hay un roce de zapatos en el suelo, un desplazamiento de aire. De pronto, la voz de la mujer suena junto a su oído izquierdo. La voz pronuncia las sílabas en ruso con una suavidad desconcertante.

Justo detrás de ella.

—Tienes suerte, policía. Hoy no estáis en el menú.

Antonia da un respingo de sorpresa.

Para cuando se ha recuperado, detrás de ella sólo hay oscuridad.

Se ha ido.

Se pone en pie, saca el teléfono de la chaqueta y enciende el flash. Jon está al otro lado de la habitación, tirado en el suelo bocarriba, desmayado. Antonia se arrodilla junto a él, le pellizca el tramo de piel entre el pulgar y el índice con una mano, le aprieta con fuerza bajo la nariz con la otra.

Jon vuelve en sí con un aullido de dolor. Tiene el labio inferior partido, y un hilillo de sangre se le derrama sobre la barba.

—¿Qué haces?

—Recuperación por estimulación sensitiva.

—Duele mucho.

—Es la idea —dice Antonia, que ya se pone en pie y regresa junto al cuerpo caído en el suelo—. Ayúdame a darle la vuelta.

—¿Seguro que es buena idea?

Ruben Ustyan está moribundo.

Eso Antonia lo sabe.

También sabe, porque ha estudiado sus heridas con detenimiento, que girarle sobre la espalda le causará un inmenso dolor.

De hecho, cuenta con ello.

Jon no sabe eso, ni tiene por qué saberlo. Hay decisiones que tiene que tomar sola.

—Ayúdame —insiste.

Giran a Ruben.

El armenio grita, con la voz ronca. El benceno que han prendido sobre su cuerpo ha quemado más del cuarenta por ciento de su piel, destruyendo la epidermis y alcanzando la capa de grasa. Las terminaciones nerviosas han quedado arrasadas por el fuego en buena parte de la espalda, pero las zonas exteriores, allá donde la ropa de poliéster se ha fundido con la piel, aún conservan los receptores de dolor. Es el mismo principio que ha empleado antes Antonia con Jon, salvo que mucho más despiadado. Los nervios se activan al mismo tiempo, enviando decenas de millones de señales de alerta al cerebro, incrementando su frecuencia cardiaca, dilatando sus maltrechas vías aéreas y circunvalando los daños del traumatismo craneal. Por desgracia, también reduciendo su esperanza de vida: de siete minutos a unos pocos segundos.

Trata de incorporarse. Antonia le agarra de la mano, a pesar de que el tacto de la piel quemada(crujiente, caliente y áspera por fuera, craquelada

como un charco seco, resbaladiza al tacto por dentro) le produce un inmenso asco.

—Tranquilo, señor Ustyan —dice.

—No he hecho nada. No he hecho nada. Dile a Orlov que no he hecho nada.

—Ya viene la ambulancia. No se preocupe —dice Jon.

Fuera pueden escuchar los gritos de los policías. El inspector Gutiérrez se pone en pie, alza las manos y avisa de su rango y su posición, porque no quiere llevarse un tiro.

—¿Ha sido él quien le ha hecho esto? ¿Orlov? ¿Él ha enviado a la mujer? ¿Sabe cómo se llama?

Ruben tose, jadea. Pelea por cada bocanada de aire. Su voz es lija. Mira a Antonia con los ojos muy abiertos.

Chernaya Volchitsa.

14
Una réplica

La comisaria Romero no está nada contenta.

Es una mujer hierática, reservada, poco dada a mostrar sus sentimientos. Pero Jon es capaz de percibir su desaprobación porque le está gritando a dos centímetros de la cara. Con salpicón de saliva y todo.

—Le pedí que tuvieran cuidado. Que no removieran el avispero. ¿Y qué me encuentro?

Jon, que se ha sentado en el escritorio de Ustyan para que la comisaria pueda gritarle con más comodidad, se deja llevar. En parte porque en sus veinticuatro años en la Policía Nacional, Jon se ha llevado un montón de broncas. Y sabe que lo mejor es dejarles que escupan el veneno cuanto antes.

Literalmente, piensa Jon, descruzando los brazos el tiempo justo para secarse un perdigonazo de la mejilla.

Y, por la otra parte, porque se siente culpable.

En estos días ha estado documentándose sobre la comisaria. La primera de su promoción, la primera comisaria de Andalucía, un historial de redadas, detenciones e incautaciones impresionante. En el Diario Sur hablan de ella como la próxima jefa provincial. Después, inevitablemente, a Madrid.

Como todas las mujeres en esta profesión de mierda, la miran el doble o el triple. Así que tiene que esforzarse el cuádruple. Sin hijos. Sin pareja estable. Dura de cojones.

Debía de estar en su día libre, porque viene vestida de calle, con unos vaqueros y una blusa. También viene con el moño —igual de apretado, hasta el punto que Jon se pregunta si no será un casco—. Y desprendiendo una nube de mala leche que está consiguiendo echar a patadas el olor a incendio.

—Dos muertos en el centro comercial —recita, enrollando cada número y arrojándolo a la cara de Jon—. Ocho muertas y otra en el hospital, anoche en el contenedor. Otros dos muertos aquí esta mañana.

Belgrano le susurra algo al oído.

—Tres muertos. Ustyan ha fallecido camino del hospital. Eso hace un total de trece.

—Catorce. No nos olvidemos de Yuri Voronin —interviene Antonia.

Jon se pasa la mano por el cuello. Lo tiene dolorido e irritado en el punto en el que la misteriosa mujer de antes le hizo una llave de estrangulación que le dejó grogui. No sabe cómo decirle a Antonia que ahora es el momento de mantener un perfil bajo. Quizá no sea lo mejor, puesto que la última vez que ella le pidió lo mismo le acabó partiendo la cara a un superior. El ruido que su mano abierta produjo al impactar con la cara del capitán Parra aún mantiene a Jon caliente por las noches.

—No me olvido de él —dice Romero, sin quitar los ojos de Jon.

—Pero se olvidó de contarnos que era su confidente, comisaria. Y no sólo eso. Un confidente que traficaba con mujeres.

No vayas por ahí, piensa Jon.

—Es usted la consultora —se vuelve hacia Antonia, como si reparara en ella por primera vez.

—Antonia Scott —dice. También está cruzada de brazos y sentada en el escritorio, sólo que a ella le cuelgan las piernas.

—Me ha hablado Belgrano de usted. Dice que es un hacha con las escenas del crimen. Y una oye cosas. ¿Fue usted la de Valencia?

Antonia no contesta.

Jon se fija en sus manos. Vuelven a temblar.

—¿Le importaría hacernos una demostración? —insiste Romero, señalando la puerta del despacho a su espalda, iluminada intermitentemente por los flashes de los compañeros de la científica—. Así nos enteraremos de lo que ha pasado aquí.

—No soy un mono amaestrado.

La severidad del rostro de Romero se acentúa.

—Scott, permítame que le recuerde lo que está en juego. Llevamos cuatro años armando el caso contra Orlov. Cuatro años, mientras tenemos que lidiar con ciento cincuenta kilómetros de costa y trece mafias organizadas. Cada día que tardamos en cogerles, muere gente. Así que, si puede contribuir en algo, hágalo. Si no…

Antonia sigue atrincherada en un silencio al que ha dotado de ametralladoras y alambre de espino.

Voy a tener que salvarle el culo.

—Si me permite, comisaria —interviene Jon—. Yo se lo explico. Hemos llegado a esta empresa siguiendo una pista que vinculaba el contenedor en el que estaban encerradas las mujeres con una empresa, cuyo testaferro era el señor Ustyan. Hemos venido para interrogarle por el paradero de la señora Moreno, pero lamentablemente alguien ha decidido limpiar el sitio antes de que llegáramos. Sabemos que guardaban alguna clase de documentación, ordenadores. Todo quemado.

—Y esos dos estaban muertos. Y una misteriosa joven con acento ruso les ha atacado en la oscuridad. Una joven a la que no han visto ni pueden describir —interrumpe Belgrano—. Todo eso lo sabemos.

—Lo que no sabemos es cómo ha matado ella sola a los hermanos Fomin —dice la comisaria, arrugando la frente—. Que tienen una lista de antecedentes más larga que mi brazo. Dos bigardos con experiencia militar. Sin usar un arma de fuego.

—Muy deprisa —dice Antonia.

—¿Cómo dice?

—Los ha matado muy deprisa.

Romero se vuelve hacia Belgrano.

—Mientras los de la científica no digan otra cosa, trabajaremos sobre la hipótesis de que los Fomin se mataron entre ellos.

—Por supuesto, comisaria.

Jon procura no reaccionar. Imitar el hieratismo de la comisaria, pero intuye que en su rostro se tiene que estar notando que el desprecio no le ha sentado demasiado bien.

Es lo que tiene el ser de Bilbao. El cráneo braquicéfalo, el RH negativo, los puñales en los ojos cuando insultan a tu compañera. Pero se calla. Por que haya paz.

Por no liarla.

Aunque ya se va a liar sola.

—Un ama de casa no tiene que ser tan difícil de encontrar, inspector Gutiérrez —les despide Romero, dirigiéndose hacia el despacho para hablar con la científica—. Avísennos si usted o la externa se enteran de algo.

Romero convierte la segunda letra de externa en dos, una k y una s. Deliciosa, insultantemente separadas. Una obra maestra del corporativismo, condensada en una sílaba.

—Si se refiere a que no soy funcionaria, se equivoca, comisaria —ataja Antonia.

Romero se da la vuelta.

El aire se escarcha entre ambas.

—Ah, ¿sí? ¿Y puedo saber qué clase de funcionaria?

—Esa información está por encima de sus atribuciones.

El color desaparece de las mejillas de la comisaria Romero. Sus aletas de la nariz se hinchan levemente, y eso es todo lo que deja ver. Es una mujer con un autocontrol casi sobrenatural.

¿Y Jon, mientras tanto?

Pues no da crédito.

¿Comparado con lo que acaba de hacer Antonia?

El bofetón que le dio Jon a Parra es un beso en el trasero.

—Encuentren a Lola Moreno, que es lo que les han encargado —dice con voz gélida—. Y váyanse cuanto antes.

15
Un consejo

Ya en el coche.

—¿Se puede saber qué te pasa? —dice Jon, comprobando los daños en el espejo retrovisor. El labio está partido e hinchado, pero nada que no pueda curarse aplicando en la zona vidrio bien frío, en forma de botellín o de tercio—. Podrías haberle explicado la escena del crimen.

Antonia se abrocha el cinturón. Le cuesta hacerlo, con esas manos temblorosas, que su compañero finge una vez más no apreciar.

El inspector Gutiérrez pone rumbo a ningún sitio. Para llegar ahí tiene que esquivar los coches de policía y una ambulancia que no sirve para nada. Un municipal de uniforme le granjea el camino al final de la calle, que es donde han cortado el acceso a los peatones. Y por peatones se refieren a la prensa. Sólo hay una cámara de televisión local, que ya está recogiendo. Las noticias hoy hablarán de un derrumbamiento, una explosión de gas, un incendio con tres víctimas. No ha habido que lamentar daños materiales.