—Ésa es la empresa de Ustyan. Servicios a Emprendedores, S.L. Octavo piso, puerta B —señala Antonia, cuando localiza la placa que busca.
—Serán mafiosos, pero guasa no les falta —responde Jon.
—Están creando empresas de la nada y facilitando su puesta en marcha. La descripción es técnicamente correcta —dice Antonia, apretando el botón del ascensor.
Jon suspira. Teatral.
—¿Crees que alguna vez serás capaz de reírte sin que tenga que explicarte un chiste? Una vez, sólo.
—Entra dentro de lo posible. Tú primero —dice, dejándole pasar al ascensor.
11
Un tobillo
Ruben maldice, se levanta, va hasta la puerta de la oficina. La abre con fastidio.
—Oiga, se ha…
Un muro blanco, un resplandor, un poco de vértigo. Ruben no sabe cómo llamarlo, salvo que ahora está tumbado en el suelo, agarrándose la nariz.
El puñetazo se la ha roto, haciendo brotar un chorro de sangre que se escurre entre sus dedos y se derrama en el suelo. Pegajosa, densa. Ruben se mira las manos cubiertas de rojo con incredulidad.
Es un hombre pequeño, asustadizo. Virtudes que benefician a un carterista. Que no impiden demasiado el trabajo del gerente de un prostíbulo, siempre que tenga a mano a hombres fornidos. Pero que dificulta mucho la defensa a un testaferro que lleva seis años sentado en una silla cuando esos mismos hombres fornidos se presentan ante su puerta.
Ruben los conoce. Los hermanos Fomin. Dos georgianos muy hijos de puta. Los dos son grandes, rugosos. Árboles con ropa. Con el pelo cortado al cero y los brazos tatuados. Un recuerdo de su etapa en el ejército.
No es lo único que se trajeron. También adquirieron conocimientos valiosos. Como el de aplicar presión sobre un hueso hasta romperlo. Eso es lo que están haciendo ahora, inclinados sobre Ruben. Uno le registra, el otro le pisotea el tobillo, con insistencia.
El testaferro está tan confuso que tarda en acordarse de gritar.
Su primer aullido sigue al crujido del peroné al quebrarse. Seco, desagradable. Como el ruido que hace el palo de un Magnum cuando lo partes en dos antes de introducirlo desdeñosamente en el envoltorio de aluminio.
Ruben chilla. El dolor es agudo, punzante, pero lo siente lejos de su cuerpo, como si le estuviera sucediendo a otro. Si Ruben chilla es por incredulidad. Ahí estaba él, tan tranquilo, hace sólo unos segundos, jugando en la pantalla de su ordenador y más dinero en el banco del que podrá gastarse en toda su vida.
—¿Qué hacéis? ¿Qué hacéis? —dice, como si no estuviera claro.
Y luego añade, porque no puede evitarlo, porque cada persona que ha estado alguna vez en su situación ha sentido la necesidad de decirlo:
—Pero ¿vosotros sabéis quién soy yo?
—Claro —dice uno de los Fomin. El más joven. Ruben cree que se llama Vadim. O Kolia.
—Tengo que hablar con Orlov. Tengo que hablar con Orlov —dice Ruben, tratando de levantarse, de regresar a su escritorio. Resbala sobre el tobillo roto, se cae, opta por arrastrarse.
Uno de sus asaltantes se adelanta, va hacia el escritorio, coge el móvil de Ruben y se lo guarda en el bolsillo. Claro que el testaferro no puede verlo, porque sigue tumbado bocabajo.
—Tengo que hablar con Orlov —insiste Ruben, dirigiéndose a los pies que cruzan delante de él.
Uno de esos pies se dirige a su vez a su pómulo derecho, contra el que impacta a gran velocidad. El crujido y el dolor no le dejan escuchar cómo el otro Fomin —Vadim, o quizá Kolia— echa abajo la puerta del archivo de Yuri.
Ruben pierde el sentido durante unos instantes. Pero cuando lo recupera, vuelve a su cantinela. Lo único a lo que es capaz de aferrarse en este momento. Pues ya habíamos dicho que Ruben Ustyan es un hombre sin imaginación.
—Por favor. Dejadme hablar con Orlov.
La perseverancia de Ruben alcanza su premio cuando uno de los Fomin abandona su trajín, marca un número de teléfono y pone el manos libres cerca de la boca de Ruben.
—¿Habéis acabado ya? —dice Orlov, con brusquedad.
—Aslan. Aslan, soy yo.
La voz de La Fiera cambia al escuchar a quien está al otro lado del teléfono. Se vuelve tranquila. Resignada.
—Ah, hola, Ruben.
Ruben suelta un jadeo alegre y aliviado cuando escucha al vor al otro lado. Por fin puede aclarar este malentendido.
—Aslan, están aquí los Fomin.
—Los he mandado yo.
El testaferro siente una humedad en la nuca, en los antebrazos, en la espalda. Percibe un olor penetrante, incluso con la nariz rota de la que no dejan de manar goterones, ahora más densos e intermitentes. Alcanza a girarse lo suficiente para ver que Kolia —está casi seguro de que es él— le está rociando con el contenido de una lata metálica.
—Diles que no me hagan daño. Yo no he hecho nada.
—Lo sé. Pero ya viste anoche las noticias sobre el contenedor.
—¿Qué noticias? —pregunta Ruben, con estupor.
Orlov suelta una carcajada.
—De verdad, Ruben, que siento mucho perderte. Es difícil encontrar tontos tan útiles como tú. Pero no tienen que quedar cabos sueltos —dice, antes de colgar.
Kolia recoge su móvil, se sienta sobre la espalda de Ruben, le agarra por el cuello y comienza a estamparle la cabeza contra el suelo. Con calma. Es un método excelente si no tienes prisa, equivalente a golpear un huevo en el borde de la sartén. Antes o después la cáscara se acaba rompiendo.
El testaferro pierde la consciencia entre el tercer y el cuarto golpe.
Cuando la recupera, sólo hay oscuridad. Cree que se ha quedado ciego, pero entonces aparecen las llamas.
Y después, los gritos.
12
Un poco de humo
—Tengo pruebas de lo que digo. El chiste del gato tampoco lo pillaste —insiste Jon, apretando el botón del octavo piso.
—Se ha subido al árbol. Es un código que su amigo y él han acordado para suavizar un shock emocional producido por una mala noticia. Por supuesto que lo pillé.
El inspector Gutiérrez pone los ojos en blanco. Es inútil.
Completamente a prueba de humor.
Aprieta de nuevo el botón del octavo, a ver si consigue que el ascensor vaya más rápido. En el hilo musical suena una versión de Despacito. Jon está convencido de que el infierno tiene que ser un lugar más benigno que éste.
—Deberíamos tener un código nosotros también —dice Antonia.
—¿Para qué?
—Para avisarnos del peligro, cosas así. Una palabra clave. Como «camafeos vaticanos», por ejemplo. Si uno de los dos la dice…
Jon levanta la mano para interrumpirla, se lleva el dedo a los labios.
—¿Has oído eso?
Antonia sacude la cabeza. Pero Jon sabe lo que ha escuchado. Un grito. Y un ruido sordo, como un saco de unos ochenta y cinco kilos relleno de carne y hueso cayendo desde más o menos setenta centímetros. Por poner un ejemplo. Y hay algo más.
Ya antes de que se abran las puertas, ha olido a quemado. A papel, a plástico, a churrasco. A barbacoa de tesorero de partido político.
Ding.
El pasillo está completamente a oscuras, y sólo la tenue luz que procede del interior del ascensor ilumina los jirones de humo, que cuelgan a media altura e invaden la cabina del ascensor.
Jon saca la linterna del bolsillo.
A su derecha hay una puerta, la de la oficina A. Cerrada. Al final del pasillo, la de la oficina B. Abierta.
Adivina de dónde procede el humo.
—Avisa a la comisaria y a Belgrano —dice Jon, en voz baja, sacando la pistola.
No hacía falta, los dedos de Antonia ya vuelan sobre el teclado. El mensaje sale antes de que Jon acabe de pedirlo.
—¿Qué hacemos?
Jon apunta al techo. El aplique está arrancado, los cables colgando, la bombilla rota en el suelo.
El que quisiera oscuridad, la ha conseguido.
—Camafeos vaticanos —dice Jon, caminando hacia la puerta. La linterna en la mano izquierda, agarrada como un puñal. La derecha apoyada en el antebrazo contrario, apuntando hacia delante.
—No es así como funciona —dice Antonia.
—Ya lo sé. Ponte detrás de mí.
El inspector Gutiérrez recuerda con mucha claridad lo sucedido la última vez que le dijo eso a Antonia Scott. Un Porsche Cayenne surgió de la nada, estuvo a punto de arrollarles y comenzó una persecución brutal de la que salieron vivos de milagro.
Jon siente un extraño hormigueo en el cuero cabelludo. Un centenar de insectos correteando entre su cráneo y su pelo. Que sólo se alborotan cuando las cosas no van a salir bien.
Respira despacio, por la boca. El humo no es denso, se está disipando. Sea lo que sea lo que lo ha causado, se está extinguiendo.
Jon Gutiérrez no cree en las casualidades. No cree posible que se declare accidentalmente un incendio en la empresa que van a visitar justo instantes antes de que ellos se presenten. Tampoco cree que entrar en un espacio oscuro potencialmente hostil enarbolando la única luz sea la manera más eficaz de coger al enemigo desprevenido. Más bien es tatuarse en las sienes una diana. También tiene presente que, a diferencia de los delincuentes comunes, la mafia rusa tiene acceso a armas cortas. Incluso rifles de asalto. De esos que, si te enfilan, te dejan arreglado de papeles en cero coma.
Así que Jon emboca la puerta de Servicios a Emprendedores, S.L. con lo que en el argot policial se conoce con el nombre técnico de «huevos de corbata».
—Quédate fuera —le ordena a Antonia.
El haz de luz de la linterna recorre la habitación tal y como le han enseñado en la academia. Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta. Nadie.
Un escritorio vacío, una silla. Al otro lado de la oficina, lo que parece un segundo despacho. Una puerta. En el vano, un cuerpo. Negruzco, humeante.
—Su puta madre.
El taco funciona como un hechizo de invocación. Uno que se podría incorporar a palabras mágicas que hacen aparecer cosas de la nada. Abracadabra, Dracarys, su puta madre. Antonia surge de detrás de la protección del torso de Jon, ve el cuerpo tirado en el suelo y se lanza sobre él.
—Estate quieta, mujer. Todo el día igual —la previene Jon. Tiene aún que comprobar el cuarto del fondo.
Pasa por encima del cuerpo. Hombro por delante, pistola apuntando hacia abajo, de nuevo comprueba las cuatro esquinas.
Esquina izquierda, esquina derecha, otra esquina, detrás de la puerta. Nadie.
Sólo el despojo mortecino de una hoguera practicada en el centro de la habitación. Restos de polímeros derretidos, peste a queroseno y plástico quemado que vuelve el ambiente irrespirable.
Otros dos cuerpos en el suelo. Jon comprueba el pulso del primero. O más bien su ausencia. Del segundo no hace falta, el cuchillo incrustado en el ojo vuelve innecesaria la comprobación.
—¿Está vivo? —pregunta Jon, apuntando la linterna hacia Antonia.
13
Dos segundos
Antonia, de rodillas junto al cuerpo humeante, se da cuenta de que aún respira. Se vuelve hacia Jon para informarle, pero no llega a hacerlo. Escucha un ruido metálico, un clonc suave. Como cuando recolocas un cajón de chapa. Un rostro parece surgir de la nada, flotando junto a la cara de Jon. Un brazo le atenaza el cuello.
La linterna cae al suelo, rebota, se apaga con un chasquido.
La oscuridad ahora es total.
Antonia, a gatas, comienza a palpar en el suelo en busca de la linterna, mientras la negrura frente a ella parece cobrar vida, poblarse de estímulos amenazantes.
Un gruñido salvaje.
Un friccionar de cuerpos, de tela contra carne.
Un golpe. Metálico.
Un estrépito.
Un instante de incertidumbre, un silencio.
Un desplazamiento en el aire viciado del despacho cuando un cuerpo cae al suelo.
Un jadeo.
Un paso.
Otro paso.
Los dedos de Antonia por fin agarran la linterna, por el extremo de la bombilla.
No son los únicos. La luz se enciende, iluminando el interior de la mano de Antonia con un brillo rojizo y fantasmal.
—Suelta —dice una voz femenina.
Antonia abre los dedos, soltando la linterna.
Durante el breve instante en el que el haz de luz se refleja en su camiseta blanca, puede ver el rostro de una mujer joven, de ojos duros y afilados, que cortan en dos mitades la oscuridad.
Luego ella se echa hacia atrás, apuntando la linterna hacia los ojos de Antonia, que se endereza hasta quedarse de rodillas.
Una pistola aparece en la zona iluminada. Su cañón está a menos de seis centímetros de la frente de Antonia.
Ésta entorna los ojos.
Una Makarov de 9 milímetros.
—¿Quién? —dice la mujer.
Pronuncia la pregunta con un tono que no deja lugar a dudas. Contesta o te mato. Pero no es la primera vez que Antonia está enfrente del cañón de un arma. No es la primera, ni la décima. Y ella tampoco tiene dudas. Nunca se muestra miedo, nunca se cede.