La grava resuena bajo sus botas a un ritmo pausado a medida que ella regresa a su moto. No tiene tiempo para jugar, pero tampoco piensa darles la satisfacción de ver cómo le han hecho apretar el paso.
La puerta del bar se abre con un chasquido y un campanilleo. Hay voces que la llaman. Al principio sólo lujuriosas, después directamente amenazantes. Uno de los hombres se adelanta, otro de ellos le imita, después ya son cinco los que salvan la distancia que los separa de ella. Cada vez más deprisa.
Ella deja el casco encima del asiento de la Kawasaki. No se molesta en sacar la pistola de su interior, no es necesario. Sólo tiene que subirse a la moto, ponerla en marcha y arrancar. Sería lo más práctico.
Mientras se pone los guantes, lenta y meticulosamente, los borrachos la rodean, ladran a su alrededor. No entiende las palabras, pero el tono es inconfundible. Es cuestión de tiempo que el primero alargue la mano para tocarla.
Ella evita el contacto visual, no quiere provocarles. No del todo ajena al hecho de que no prestarles ninguna atención les está volviendo aún más agresivos. En lugar de subir a la moto, da un par de pasos hacia el borde del mirador. Sólo una exigua valla de ochenta centímetros de alto protege de una caída de cincuenta metros. La jauría se acerca aún más, creyéndola acorralada, babeando con anticipación.
Ha buscado mientras comía el significado del nombre del desfiladero. Despeñaperros.
Qué nombre tan curioso.
Echa un vistazo al reloj. Aún le quedan un par de horas de viaje. Pero la moto es potente. Será fácil recuperar el tiempo.
Sonríe.
Puede entretenerse unos segundos.
8
Un amanecer
A Jon Gutiérrez no le gusta despertarse.
No es una cuestión de horarios, porque su profesión le ha obligado a los turnos más extraños, periodos de ayuno, grandes comilonas, vigilias de cincuenta horas y siestas de once.
Jon tolera despertarse siempre que le permitan ejecutar su rutina favorita de hibernación. Programar la alarma del móvil una hora antes, darle a posponer cuando suena, tambalearse hasta el baño, mear durante lo que parece un siglo —mira, mamá, ¡con los ojos cerrados!—, tambalearse de vuelta a la cama, dejarse caer, apretar posponer cuatro veces más entre ronquidos y, finalmente, rendirse a las exigencias de la verticalidad.
Lo que a Jon le molesta de despertarse temprano es hacerlo de golpe. Un brusco chasquido eléctrico a mitad de camino entre ambos oídos. La luz del sol que te hiere los ojos. Un cansancio patológico. La amenaza de un día arduo. La certeza absoluta de que no habrá forma humana de volver a dormir, por más que te tapes la cabeza con la almohada.
Antonia está despierta, ya vestida, sentada en el escritorio, con el iPad en la mano. La tele, sin sonido, sintoniza el canal de noticias. Emiten imágenes del puerto de Málaga.
Demasiados cadáveres para hacerlo pasar por un atraco.
—¿Qué hora es? —pregunta Jon, con la garganta muy reseca.
—Casi las ocho. Ve a ducharte. Hueles fatal.
—Tú qué sabrás, discapacitada.
—Sé que hueles mal. Y lo que es peor, sé qué moléculas hay impregnadas en tu ropa y en tu pelo. Ve a ducharte.
Abrumado por el agradecimiento de Antonia a sus atenciones de la noche anterior, Jon se incorpora. A su ritmo, que es el de las placas tectónicas, el de los dinosaurios, el de las devoluciones de Hacienda. Cuando consigue enderezar la espalda —después de un montón de crujidos y chasquidos— se dedica a estudiar a su compañera.
Parece normal. Al menos todo lo normal que pueda parecer el ser humano más inteligente del planeta que es al mismo tiempo agente de una organización secreta europea con una actividad rayana en lo ilegal.
Así, sin comas, impresiona más.
—Quiero donuts —dice Antonia—. Ve a ducharte.
Jon no piensa marcharse de la habitación sin abordar lo que sucedió anoche.
—Antonia…
—¿Qué?
—No pienso marcharme de la habitación sin abordar lo que sucedió anoche.
—Anoche, ¿cuándo?
—En el contenedor.
—Me desmayé. Ve a ducharte.
—Eso ya lo sé. Te saqué de allí. Que por qué te dio el soponcio.
—Por una disminución del flujo sanguíneo en el cerebro, provocada por el shock emocional, la falta de oxígeno en el interior del contenedor y el esfuerzo repentino al agacharme para intentar arrastrar a la mujer. Ve a ducharte.
—¿Eso es todo?
—¿Te parece poco?
La explicación es exhaustiva. Pero no suficiente. Porque sigue sin explicar por qué tenía las pupilas tan dilatadas, si no había tomado ninguna de las pastillas rojas. Pero Jon se ha quedado sin energía, así que comete por segunda vez el error de dejar el tema para más adelante.
El sol brillará mañana.
—¿Qué estás haciendo?
—La sociedad que importó el contenedor es un callejón sin salida. Sólo es un intermediario. Pero de la recogida se encargaba una sociedad diferente. Está a nombre de un testaferro. Un armenio llamado Ruben Ustyan. Tiene su oficina aquí en Marbella. Ve a ducharte.
—Seguramente sólo sea un eslabón más de la cadena.
—Que nos llevará al siguiente. Ve a ducharte.
Es poca cosa. Pero después de lo sucedido anoche, Antonia está decidida a parar a Orlov como sea.
Jon se anuda la corbata. Puede que a esa ropa arruinada sólo le quede un último trayecto por el pasillo hasta su habitación, pero Jon va a asegurarse de que sea un recorrido digno.
Lola
Había una vez una niña que quería tener una capa para hacerse invisible. O una poción que le permitiera cambiar tu rostro con el de otra persona. O un mapa que le avisara de dónde se encontraban sus enemigos.
Ninguno de estos artefactos mágicos está al alcance de Lola Moreno, así que se echa la capucha sobre la cara y camina encorvada, como si tuviese frío. Lo tiene. Las tormentas han bajado aún más las temperaturas, dejando en el ambiente una humedad insalubre y pegajosa, han enfermado de otoño el invierno.
Hoy Lola ya no tiene dónde dormir.
El plazo que le dio Yaiza ha expirado. Ha dejado el apartamento hace unos minutos. Estuvo tentada de llamar a la puerta de su amiga y pedirle que la perdonase y le permitiese acompañarla a Estepona. Había alzado ya la mano e iba a golpear, cuando sus nudillos se detuvieron antes de rozar la madera. No había ningún futuro en tomar el camino fácil. Ni para ella ni para el niño. Tiene que ser un niño, por supuesto, un pequeño Yuri, un pequeño, guapo hijo de puta como el padre, bueno para nada. O para casi nada, piensa Lola, con una punzada de añoranza en la zona sur.
La energía y la determinación con la que abandonó el apartamento de Yaiza se ha diluido un poco mientras camina en dirección a Lomas Blancas. Tiene miedo. De pronto, empezar otra vez no le parece tan mala opción. Aunque sea en negro. Limpiar escaleras de nueve a ocho. Poner copas de diez a seis. Qué recuerdos de su época de camarera en la Dreamers y en Mirage. Cuando los clientes de madrugada, empistelaos perdidos, meaban contra la barra para no tener que ir hasta el baño. O la clienta que cagó entre dos altavoces del fondo de la pista. O todas las guiris que había que sacar del baño, borrachas como piojos, medio en bolas, empapadas en su propio vómito.
Hay que empezar otra vida, pero no va a ser ésta, le promete Lola al pequeño Yuri, acariciándose la tripa a través de los bolsillos de la sudadera. Sin saber si va a poder cumplirlo. Pero quién puede prometer promesas que no se pueden desprometer.
Camino de Lomas Blancas, a la altura del parque de los Enamorados, el corazón le da un salto, la boca se le seca.
Tiene su cara, seis veces más grande, mirándola de frente.
El camión informativo de la Policía Nacional era una broma recurrente entre los amigotes de Yuri. Un vehículo de seis ruedas que carga una pantalla de ciento cincuenta pulgadas. El LCD va reproduciendo los rostros de los delincuentes más buscados. Tres de ellos pertenecientes al clan Orlov. Debajo, un número de teléfono y una web en los que avisar si te los encuentras.
—Las fotos que usan son horribles. Son tan malas que me podría parar delante del camión y hacerme un selfie y no me reconocerían —se jactaba uno de los que solía ir a casa de Yuri a hacer recados. Un tal Fomin, Kolia, o Vania.
Lola mira su foto de dos metros de alto, su nombre, su fecha de nacimiento, y no tiene ganas de reírse. La foto es muy mala, pero es ella. Se la reconoce, y hasta sale bien. Y mira que nadie sale bien en su foto del DNI. Y el policía parado delante del camión lleva una metralleta, o como se llame. Negra, con un cañón enorme. Muy amenazador.
Como si alguna arma de fuego no lo fuera, si no la sostienes tú.
El camión está aparcado al otro lado de la calle, y el policía está mirando en su dirección. Y en caso contrario no hay manera de saberlo, que para algo llevan esa gorra calada hasta los ojos. Lola no puede darse la vuelta ni cambiar de dirección. Así que espera en el semáforo a que cambie el disco, con el estómago encogido. Si tuviese el móvil podría sacarlo y fingir que está consultando su Instagram, pero lo tiró a la basura después de lo sucedido en la funeraria. No duda de que vigilan, no sólo su terminal y el de Yuri, sino el de su madre y sus números habituales. Hoy es demasiado fácil como para no hacerlo.
El último coche pasa frente a ella —un Audi A8 enorme con las lunas tintadas—, el siguiente frena, el semáforo cambia de color, y a Lola no le queda más remedio que caminar en dirección al policía que custodia el camión.
No te pares. No te desvíes. Actúa normal.
Con el corazón acelerado y la respiración sofocada, Lola está muy lejos de sentirse «normal».
Ya está casi a la altura del policía. Tiene que reunir la mitad de su fuerza de voluntad para no mirarle a la cara. La otra mitad la emplea para contener el impulso de sacar las manos de los bolsillos y bajarse aún más la capucha de la sudadera.
—Hace rasca, ¿eh? —dice el policía, cuando pasa a su lado.
Lola tarda en comprender que la voz que se dirige a ella sólo hace un comentario amable. Quizá porque el pulso le retumba en los oídos como un concierto de Mayumaná.
—Mucha —dice ella, sin detenerse.
Lo rebasa. Y ahora pone todo su esfuerzo en controlar sus pies, que le exigen correr para alejarse cuanto antes.
Despacio. Despacio.
Media hora más tarde llega a su destino. Lomas Blancas es una urbanización de clase media, en la que se alternan casas unifamiliares y pareadas. Lola está agotada, mareada y sedienta. La ausencia de insulina le está pasando una costosa factura. Tiene la boca tan seca que la lengua le hace ruido al rozarla con el paladar.
No puede aguantar mucho más.
No consigue reconocer la casa. Una vez llevó hasta allí a Zenya, porque ella tenía el coche en el taller, pero fue hace más de dos años, y Lola está exhausta y confusa. Es un pareado, recuerda. Casi al final de la calle. Pero cuando llega al lugar que creía, más allá del segundo badén, todo le parece extraño.
Las piernas son incapaces de sostenerla por más tiempo.
Se deja caer en la acera, entre un contenedor de vidrio y un Peugeot, y se echa a llorar.
Joder, Yuri. ¿Cómo pudiste ser tan idiota?
—¿Señorita Lola?
Lola alza la vista, entre pucheros, y allí está Zenya. Una mujer de mediana edad. Gruesa, morena y de sonrisa triste. Viene en vaqueros y cazadora, cargada con un par de bolsas de la compra.
Lola intenta incorporarse, pero de nuevo siente la cabeza ligera, muy ligera. Tiene que apoyarse en el parachoques del Peugeot, salpicado de barro reseco e insectos aplastados.
—Venga adentro.
Zenya es una buena mujer. Llevaba con ellos cuatro años. Siempre ha cuidado bien de la limpieza de la casa, de la plancha y de los quehaceres. La tenían sin contrato, claro, porque Yuri era así. Pero le pagaban bien. Esta casa donde están ahora es la única aparte de la de Lola en la que trabajaba. Los viernes, como hoy.
—¿Quiere un poco más de café? —dice, acercándole la cafetera a la taza.
Lola deja que se la llene, no sin cierto reparo. Se siente humillada por tener que ir a pedirle ayuda a su asistenta, colarse en una casa que no es la suya y aceptar la hospitalidad involuntaria de otros. Aquí viven un cocinero y su mujer, cincuentones. Los dos están en el trabajo, explica Zenya. Lola se fija en una foto de los dos pegada con un imán en la nevera. Unas vacaciones en Roma. Ambos miran a la cámara con sonrisas plenas. Lucen pulseras idénticas.