Loba negra (Antonia Scott, #2) – Juan Gómez-Jurado

YURI VORONIN: Lo único que prueba esto es que he hecho negocios con una empresa que según ustedes ha cometido un error.

COMISARIA ROMERO: Esto es causa probable. Suficiente para que la fiscalía y el Sepblac actúen.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Te van a meter un microscopio por el culo, Voronin. Tan dentro que te van a ver los empastes.

YURI VORONIN: He dicho que no hablo con usted. Dígale que no se dirija a mí.

COMISARIA ROMERO: Hable conmigo, entonces. ¿Qué cree que va a pasar cuando se investigue su negocio, Voronin?

YURI VORONIN: Nada. Ya sé cómo funciona justicia española. Oligarkh, tardan seis años. Mármol rojo, ocho años.

COMISARIA ROMERO: Los tribunales van lentos. Muy lentos. Es verdad. Ahora le tenemos en el punto de mira, Voronin. Puede que tardemos años, pero eso no es una buena noticia para usted.

YURI VORONIN: No comprendo.

COMISARIA ROMERO: Ya sabemos a lo que usted se dedica. Sabemos que es usted quien lleva la obshchak. La caja común. Usted tiene las llaves del dinero. Y hace sus pequeños apaños por su cuenta, ¿verdad? Encargos. ¿Cómo se llama en el lenguaje de los pijos, Belgrano?

SUBINSPECTOR BELGRANO: Eeeeh… No sé a qué se refiere, comisaria.

COMISARIA ROMERO: Ya lo digo yo. Outsorcing. Externalización. Ofrece servicios a los colombianos, a los suecos. Financieros. Logísticos. Asesoría. Se ha montado una franquicia del narco.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Un puto McDonald’s.

YURI VORONIN: No tiene ninguna prueba de eso.

COMISARIA ROMERO: ¿Belgrano?

SUBINSPECTOR BELGRANO: Escucha esto que grabamos el otro día. (Ruido de conversación en otro idioma. Inaudible.)

YURI VORONIN: Eso es gente hablando. Todo el mundo habla de todo el mundo.

COMISARIA ROMERO: Es verdad. Todo el mundo habla. ¿Y qué cree que van a decir sus clientes cuando le pongamos bajo vigilancia constante? El procedimiento es muy claro. Se congelarán sus cuentas, se procederá al análisis de su permiso de residencia.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Ras, ras. Una cruz. Marcado.

COMISARIA ROMERO: ¿Y cuántos de sus clientes actuales querrán trabajar con un hombre marcado?

YURI VORONIN: Yo…

COMISARIA ROMERO: Sus clientes no querrán tocarlo. Y su jefe… Para Orlov usted será un peligro. Así que lo devolverá a Rusia. ¿A qué hora sale el próximo vuelo a Moscú, subinspector?

SUBINSPECTOR BELGRANO: Sale un Aeroflot mañana a las diez de la mañana. Te podrás pedir un borsch en la plaza Roja a la hora de comer. (Pausa de cincuenta y dos segundos.)

YURI VORONIN: Yo no puedo volver a mi país.

SUBINSPECTOR BELGRANO: Pues te jodes.

YURI VORONIN: No lo entiende. Si vuelvo, me matarán.

COMISARIA ROMERO: Entonces va a tener que ayudarnos, Voronin. Tendrá que darnos algo.

YURI VORONIN: ¿El qué?

COMISARIA ROMERO: Información.

YURI VORONIN: (Inaudible, en ruso.)

SUBINSPECTOR BELGRANO: Yo no comprendo muy bien tu idioma.

YURI VORONIN: He dicho que no soy shpik. No soy un soplón. Si doy el soplo me matan aquí. No me hará falta coger Aeroflot. (Pausa de veintisiete segundos.)

LOLA MORENO: Disculpe, comisaria. Me gustaría sugerir algo.

4
Un envoltorio

Doscientos mil.

Ése es el número de contenedores que pasan al año por el puerto de Málaga.

Tres millones.

Ésas son las toneladas que contienen.

Once.

Es el número de aduaneros del puerto.

Jon le muestra al guardia de seguridad de la terminal su placa, y éste abre la barrera.

—Busco al responsable —dice, a través de la ventanilla.

—Siga recto, justo al lado de la tolva está la oficina.

—¿De la qué?

—Un embudo gigante para el procesado de graneles —aporta Antonia.

—El edificio de chapa al lado de la grúa.

—Gracias —dice Jon. A la izquierda primero. A la derecha después.

Hay sesenta kilómetros de distancia desde Marbella a Málaga. Jon los ha cubierto en cuarenta minutos. De esos cuarenta, Antonia ha necesitado veintitrés para identificar la empresa importadora de Voronin.

—Tampoco estaba a su nombre —explica Antonia—. Es una empresa holding radicada en Barbados. La he localizado a través de una filial en Macao, que es la dueña de la casa de Yuri.

Antes o después los criminales tienen que tocar tierra. Alguien tiene que poseer las casas donde viven. Los coches que conducen. Las tarjetas de crédito que queman en joyerías y restaurantes. Pero las leyes las hacen personas y las personas son falibles. No es ilegal que Yuri viva en una casa de cinco millones de euros a nombre de una sociedad extranjera registrada en un paraíso fiscal. Mientras la sociedad no proteste, todos estamos contentos.

Podría ser ilegal la decoración. Ojalá lo fuera. Pero la propiedad, no.

Así que lo único que pueden hacer es seguir miguitas de pan para orientarse en el bosque.

Este bosque es de acero.

Es un espacio gigantesco. Doce kilómetros cuadrados de recio hormigón vasco, repleto de enormes cajas de acero de seis metros de longitud. Apiladas hasta en alturas de cinco. Pintadas en colores primarios.

Hace pocos años una empresa privada, Noatum Maritime, se hizo con la concesión de la terminal de contenedores. El tráfico en Málaga se ha multiplicado desde entonces. Un ir y venir incesante de mercancías, que han ido poco a poco arañando cuota de mercado a los puertos cercanos.

El director de la terminal está de pie delante de su oficina. Lleva un portátil en una mano y un walkie talkie en la otra. Vestido con un chaleco naranja y un casco de seguridad blanco. Rubicundo, de piel tan clara y pelo tan claro que esperas que se dirija a ti en extranjero. Hasta que le oyes hablar con un empleado.

—Aliquindoi con la zona H4 sur, ¿vale? Cuando llegue mañana el Karaboudjan necesitaremos sitio. Que llenen primero la H5.

El director se vuelve hacia ellos.

—Son de la policía, ¿no? ¿En qué puedo ayudarles? Aduanas ha cerrado ya hoy. De hecho yo me iba ya.

—Sólo le robaremos unos minutos —dice Jon—. Verá, estamos investigando la actividad de una empresa de importación. Lemondrop Málaga Limited. Si pudiera usted ayudarnos…

—Me temo que no —interrumpe el rubio—. Para ver los impresos de importación necesitan ustedes de un oficial de aduanas. Tendrán que volver mañana.

El hombre se da la vuelta y se aleja a paso rápido en dirección a la puerta de las oficinas.

—¿Sabe su mujer que tiene usted un lío con una de sus empleadas? —dice Antonia.

El hombre se detiene, con un pie en el umbral. La espalda se envara.

Desanda el camino.

—Eso es una cochina mentira, señora —dice, bajando la voz, mirando a los lados.

—Pupilas dilatadas, pulso acelerado. Yo diría que no —le dice Antonia a Jon.

—Yo diría que tampoco —responde Jon, metiendo las manos en los bolsillos y alzando los hombros.

El hombre se acerca más a ellos.

—Oiga, no pueden decirle nada de esto a nadie. No quiero perder a las niñas.

—A nosotros nos da igual. Sólo nos incumbe la actividad de Lemondrop Málaga Limited —dice Antonia.

—Sus metesacas nos dan igual. Usted nos ayuda, nosotros nos callamos —ofrece Jon.

El hombre se pasa la mano por la cara, aún más enrojecida. Da un poco de pena, como un perrillo cuando no para de dar vueltas alrededor de la mesa. Sólo le falta menear la cola.

La decisión es fácil.

—Está bien, joder, está bien —se rinde, abriendo el portátil—. ¿Cómo ha dicho que se llamaba la empresa?

Jon se lo repite.

—Sí, son clientes de la terminal —dice el director, tras una búsqueda en su sistema—. De hecho ahora mismo tienen un TEU estacionado en la zona hot.

—¿TEU?

—Twenty-feet Equivalent Unit. Es como llamamos a los contenedores estándar. TEU, o veinte pies. Porque mide veinte pies, seis metros de largo. Al ser todos de la misma medida, se los puede pasar del buque a un camión o a un tren con facilidad. Por cierto, que éste tenían que habérselo llevado hace un par de días. Es raro.

Antonia y Jon intercambian una mirada.

—Ya casi estamos —dice el director, alumbrando a los letreros pintados en el suelo que indican las zonas—. Vengan por aquí.

La tarde oscura y nubosa se ha convertido en un anochecer temprano. Jon y Antonia siguen al director a cierta distancia. La suficiente para que Jon satisfaga su curiosidad.

—¿Cómo lo has hecho? —dice, en voz queda.

—¿El qué? —se finge tonta Antonia.

—Ya sabes qué.

Ella se encoge de hombros.

—Cada vez que preguntas algo de eso me siento como un mono amaestrado.

—Vamos. Si lo estás deseando.

Antonia suspira. Y empieza a recitar con cansancio.

—No lleva la alianza puesta, la marca en el anular es muy visible y reciente. Se ha abrochado el segundo botón de la camisa en el espacio del tercero. Ya has escuchado la conversación con su empleado. Es un hombre que presta atención a los detalles, se habría dado cuenta a lo largo del día al ir al servicio, así que ha tenido que desabrocharse la camisa hace poco. Además, cuando nos ha dado la espalda le he visto las suelas de los zapatos.

—¿Y?

—Lleva el envoltorio de un condón pegado en la suela izquierda. Quizá se le caiga antes de llegar a casa. Quizá no.

Jon contiene una carcajada. No piensa avisarle. Y sabe que Antonia tampoco. En momentos como ése, el inspector Gutiérrez es feliz. No se cambiaría por nadie. Qué pena que sean tan escasos.

—¡Es aquí! —dice el adúltero, alumbrando frente a él con la linterna.

El contenedor está al nivel del suelo, y tiene otros dos encima. Cuando llegan a su altura, el hombre lee del manifiesto de su portátil.

—GD772569. Venido de San Petersburgo hace tres días. Estaba prevista su recogida en el mismo día de su llegada, por eso está aquí en la zona de salida rápida, pero no han pasado a buscarlo. La importadora tendrá que pagar un recargo.

—¿Y no ha pasado la inspección de aduanas?

—No todos los contenedores la pasan. Vienen muchos, y los funcionarios son muy pocos. Y no se imaginan en Algeciras. Nosotros tenemos doscientos mil TEUS al año, ellos cinco millones. Andan muy cortos de personal.

Jon da una palmada en el metal, de color azul oscuro.

—Pues ha llegado el refuerzo. Ábralo.

El director menea la cabeza.

—No puedo hacer eso sin un funcionario de aduan…

—Ah, váyase a la mierda —dice Jon, agarrando los pestillos, tirando y empujando. A ver cómo demonios se abre esa cosa.

—No lo entiende. Incluso si encuentran algo, la ley es muy clara…

El chirrido de la barra de acero girando sobre sí misma ahoga las protestas del burócrata, que se da la vuelta, frustrado, y alza las manos al cielo.

—Yo me lavo las manos —repite—. Yo me lavo las manos.

Jon libera la barra de sus trabas. Tira con fuerza. Un nuevo quejido, estridente. La puerta del contenedor suelta trozos de salitre cuando comienza a girar sobre sus goznes.

El hedor les golpea en la cara.

Punzante. Venenoso.

No es nada que Jon haya experimentado antes. Heces. Orina. La podredumbre dulzona de la carne en descomposición. Todo ello mezclado, sólo que un millar de veces peor.

El director se lleva las manos a la cara para intentar contener las náuseas, pero no lo consigue, y el vómito se escurre entre sus dedos y cae sobre sus zapatos.

Jon tiene mejor suerte. Él logra darse la vuelta y apoyarse en un lado del contenedor antes de echar el contenido de su estómago al completo. Los retortijones son tan brutales que apenas tiene control de su cuerpo.

—No entres ahí —le dice a su compañera—. Que se encarguen los de la científica.

Antonia le esquiva, en dirección al rectángulo de oscuridad.

5
Un contenedor

Antonia, impasible, les mira luchar contra el hedor.

Ella no percibe gran cosa. Su anosmia no es una ausencia total de sentido del olfato. Casi todos sus receptores olfativos están muertos. Unos pocos permanecen, agonizantes. Apenas llegan a captar la miasma que brota de la puerta abierta del contenedor. Un recuerdo a perfume barato y dulce.

—No entres ahí —intenta retenerla Jon—. Que se encarguen los de la científica.

Antonia le ignora. Se agacha, recoge la linterna del suelo, donde la ha dejado caer el director de la terminal, y entra en el contenedor.

Los pies se le adhieren al suelo. Es de madera, pero está húmedo, pegajoso. Las paredes del interior son de acero, pero no están cubiertas de pintura anticorrosiva como el exterior. Así que Antonia puede ver las manchas de sangre en las paredes. Manos que se han posado y arrastrado, dejando cinco surcos irregulares en el metal acanalado.

A un lado, un dispositivo extractor de aire.

No debió de ser eso lo que falló, porque de lo contrario no hubieran durado tanto, piensa Antonia.