Si hay algo que Lola ha aprendido de este mundo moderno nuestro es que la verdad es indiferente. Sólo importa aquella versión de la realidad que coincida con tus deseos y aspiraciones.
Salvo cuando te encuentras sin dinero, durmiendo en el sofá de una amiga a la que no veías desde que hace siete años decidiste que eras demasiado buena para ella.
Son las siete de la mañana cuando Yaiza entra por la puerta. Llega de mal humor, agotada y cansada. Arroja al suelo la bolsa de deporte donde guarda la ropa que usa para bailar en las discotecas. Tiene todavía restos de purpurina en la cara.
—Me han despedido —dice, nada más entrar.
—No puede ser. Eres la mejor —dice Lola, cuando Yaiza se deja caer en el sitio donde su cabeza estaba hasta hace unos minutos.
—Tengo treinta y tres años. Soy una vieja. Y estoy gorda.
Yaiza ha echado cuerpo. Lo normal cuando duermes de día, comes de bote y bebes para olvidarte del día en el que se te ocurrió dejar el instituto porque sólo una idiota estudiaría, pudiendo sacarse una pasta meneando el culo a ritmo de Dragostea din tei.
—¿Quién te ha echado? ¿Samir?
El encargado de Copacabana ya era un imbécil cuando ambas bailaban allí.
—Ese hijo de puta sólo quiere carne fresca. Niñatas que poder tirarse en los camerinos —explica Yaiza. Tiene los ojos inyectados en sangre y las pupilas dilatadas. Cada noche necesita meterse más para seguir aguantando, bailando una canción tras otra durante horas, con sólo dos descansos de quince minutos.
—¿Qué vas a hacer?
—Volverme a Estepona con mis padres.
—Pero si no te hablas con ellos.
—No puedo quedarme aquí. Ya debo dos meses de alquiler. Dejé tres meses de fianza, así que el dueño me tiene que devolver uno si le doy las llaves mañana.
Lola siente cómo el pecho le hierve.
—Joder, tía. ¿No podías haber aguantado un poco más?
Yaiza la mira, boquiabierta.
—Oye, perdona si mi drama te viene mal ahora.
—Me dejas tirada, ¿por cuánto? ¿Por quinientos putos euros de fianza?
Lola está siendo muy injusta, y lo sabe. Todo el trato que han tenido desde que Lola dejó el curro de gogó han sido unos cuantos «Me gusta» en Facebook. Tuvo suerte de que Yaiza la acogiera cuando se plantó en su puerta hace dos noches, helada de frío, descalza. Con los pies destrozados. El tiempo que pasó sentada en la puerta de la calle esperando a que Yaiza volviera de trabajar se le hizo eterno. Nunca se alegró tanto de que a su amiga le haya ido mal en la vida. Tan mal que aún siga atascada en aquel apartamento en Albarizas. Un solo dormitorio, cocina americana y un sofá de dos plazas tan pegado a la tele que puedes cambiar de canal con las pestañas.
—Puede que quinientos pavos no sean nada para ti, guapa, pero es lo que tengo.
—¡No tengo adónde ir!
—Ya, yo tampoco. No tengo curro, no sé hacer nada y mis padres están los dos en el paro. Me toca limpiar casas o poner el culo en la rotonda de Guadalobón. Así que no me jodas.
—Estoy metida en un lío y no sé cómo salir.
—Mira, llevas una vida de princesita desde hace mucho, tía. Con tus fotitos en el Insta que si el coche nuevo, que si el spa. Que si estamos embarazados. Ya te he ayudado bastante. Arregla tus mierdas y déjame en paz.
No hay manera de arreglar lo que he roto, piensa Lola.
—Lo siento —dice. Pero es demasiado tarde. Yaiza se levanta y se aleja de ella, en dirección al dormitorio—. Tienes hasta mañana por la mañana.
—Escucha, yo…
Yaiza le manda un «No me gusta» en forma de portazo que hace temblar el espejo encima del sofá.
Lola se viste. La ropa, prestada por Yaiza. Sudadera con capucha, pantalones cargo con muchos bolsillos. Zapatillas cutres del Decathlon, que le están un poco justas. Hace una semana hubiera mirado esa ropa con horror. Sigue haciéndolo. Pero se la pone. Y es lo bastante holgada para que le quepa la tripa, que crece día a día.
Le queda una dosis de insulina. Duda si pincharse o esperar. Al final opta por hacerlo, porque siente los mareos y la deshidratación. No tiene su medidor de hemoglobina, pero no lo necesita para saber que su nivel de glucosa es demasiado alto.
Se baja un poco el pantalón y se pincha en el culo. Duele más que en los brazos, pero leyó una vez en internet que el efecto es más duradero.
Ojalá.
No puede comprar más. Sin receta, cuestan carísimas. Pudo hacerse con unas pocas porque Yaiza le dejó cuarenta euros, pero ahora esa opción ya no existe. Tampoco hay manera de robarla, porque las guardan siempre en una nevera de la parte de atrás.
No sabría por dónde empezar. Lola lleva quince años sin mangar nada en una tienda. Atrás quedaron los tiempos en los que iba con las amigas a El Corte Inglés a meterse pintalabios en el bolso. Entonces ya sabía que lo más importante es estar buena. Y que ella estaba buenísima. Era lista, pero lo importante era lo otro. Sólo tenía que aprovechar su oportunidad.
Había una niña que esperaba a su príncipe azul…
Lola sacude la cabeza. No es el momento de ensoñaciones.
Es el momento de pensar qué hacer.
No tiene dinero, no tiene tiempo.
¿Opciones? Pocas.
Una.
Pero es muy peligrosa.
3
Una velita
—Y ahora la versión para dummies, cielo.
Antonia suspira y empieza, por cuarta vez. Intentando simplificar al máximo. Se han sentado a comer algo en La Bodega del Mar, ahora que ha pasado la tormenta. Jon se ha pedido un pez espada con pisto que le está sabiendo a gloria. Antonia, una ensalada de pollo que apenas ha tocado, porque está demasiado enfrascada en los líos de Yuri.
—Voronin crea una empresa en las islas Caimán llamada Balalaica Ltd. Ya no hace falta que se coja un vuelo al Caribe, se hace todo por internet. Constituirla le cuesta menos de doscientos euros.
—Balalaica. Lo tengo.
—Balalaica es la dueña de una empresa en Luxemburgo, que es a su vez dueña de una empresa en Irlanda, que es a su vez dueña de un local en Marbella.
—La peluquería Tere’s.
—Todas esas empresas comienzan a cruzarse facturas entre ellas, y a hacerse transferencias bancarias por servicios inexistentes. La última de la cadena es la peluquería. En el último Impuesto de Sociedades, Tere’s declaró unos ingresos de dos millones trescientos mil novecientos cuarenta y siete euros.
Jon suelta un silbido, agudo y musical.
—Eso son muchas permanentes.
—Hacienda cobra su veinticinco por ciento y no hace preguntas. Seguramente la madre de Lola dedique todas las mañanas un rato a llevar al banco los presuntos ingresos de la peluquería. En bolsas de basura.
—Seguro que son bolsas malva.
—¿Lo has entendido ahora?
Jon asiente.
—Lo había entendido a la segunda.
—Entonces ¿por qué me has hecho repetirlo cuatro veces? —protesta Antonia, con un quejido de frustración.
—Tienes que mejorar tus habilidades comunicativas.
Ella se echa para atrás en la silla, se deja caer como los niños pequeños, cuando se cruzan de brazos y amenazan con no respirar. Puede identificar once razones por las que Jon está equivocado, pero no es capaz de comunicar ninguna.
Jon se termina tranquilamente el pisto y hace un gesto al camarero, al que ha puesto sobre aviso antes en un aparte. El hombre trae un brownie de chocolate con una velita encendida. El restaurante al completo —dos jubilados alemanes, una mujer con un perrito, el camarero y Jon— destroza, arrastra por el barro, viola y asesina las dos primeras estrofas de Cumpleaños feliz.
—¿Quién te lo ha dicho? —dice Antonia, aún con los brazos cruzados.
—Aguado, hace tiempo. Lo tenía marcado en el calendario.
—No pienso comerme eso. Tengo que adelgazar.
—Los sabores dulces muy fuertes son de los pocos que notas, ¿no? Venga, un día es un día.
—No pienso ni tocarlo.
—Por lo menos sopla la vela y pide un deseo. Luego ya me lo como yo.
Antonia apoya los codos encima de la mesa, sin destrozar los brazos. Sopla la vela. No se apaga. Otra vez. Tampoco. La última. Ahora sí.
Jon coge una cucharilla. Ella también. Sin justificación alguna.
—No me sabe a cartón —dice, cuando se lleva la cucharilla a la boca. Muy sorprendida.
—El relleno está hecho con Funduk, señora —explica el camarero, mientras les recoge los platos—. Ahora les traigo los cafés.
En décimas de segundo, Jon se encuentra peleando por su vida a golpe de cubierto en un campo de batalla de dieciocho centímetros de diámetro. Antonia es más rápida comiendo dulces que pensando.
No hay problema que no solucione un brownie.
—¿Podemos procesar a la señora por blanqueo? —dice Jon, cuando calcula que se le ha pasado el berrinche.
—No —contesta Antonia, con resquemor residual—. La madre está a sueldo. Cuatro mil euros al mes.
—No está mal por ir a tocarse el papo a la pelu seis horas por semana.
—Además, la fiscalía no apreciaría determinados aspectos de la investigación.
—Te refieres al detallito de que toda la información la has conseguido de manera ilegal —dice Jon, señalando al iPad de Antonia.
—Y no ha sido fácil. El único vínculo entre la empresa irlandesa y la peluquería es el sueldo de la mujer. Si no te hubieras dado cuenta antes de que estaba vacía, no habría sabido por dónde empezar.
—¿Eso es un cumplido?
—A veces contribuyes —dice Antonia, raspando el plato con la cucharilla.
Te lo da, y enseguida te lo quita.
—¿Cuánto se lleva alguien por blanquear?
—No tienen un convenio.
—Pero por tu experiencia, ¿cuánto suele ser?
—Poco. Un uno por ciento.
—Pues la comisión de Yuri por la peluquería no da para mantener el tren de vida que llevaban éstos, cari. Así que seguimos sin tener nada.
Antonia se para a pensar. Incluso deja de desafiar a la física, intentando extraer restos de brownie del interior de la cerámica.
—Sólo hay dos caminos. El primero es ir a hablar con Aslan Orlov.
Jon la mira como si le acabara de proponer organizar la despedida de soltero de Hitler. Con presupuesto ilimitado.
—Enfrentarnos al principal sospechoso del asesinato. Que además es un capo de la mafia. Que tiene sicarios rodeándole constantemente. Que no va a decirnos nada. Saltándonos la prohibición de la comisaria Romero, que por ahora nos está dejando en paz.
—Es una opción.
—Que yo gane Miss Universo también es una opción.
Antonia analiza las posibilidades y dice muy seria:
—Eso no va a pasar.
—Pues lo tuyo tampoco. ¿La otra opción?
—Seguir el rastro del dinero. A ver adónde nos lleva.
—Te noto un pero en la voz.
—Hemos tenido suerte con la peluquería. Hay transferencias bancarias regulares que llevan hasta la sociedad irlandesa. No suele ser tan fácil. ¿Por qué te crees que la UDYCO, el Sepblac y la fiscalía no pueden parar a esta gente? Usan hasta el más mínimo recoveco, subterfugio, laguna legal y escapatoria que encuentran. Tienen ingentes cantidades de dinero para pagar a los mejores abogados. Bucear en la maraña que tienen montada llevaría meses. Necesitaría un hilo del que tirar.
—Podías empezar por el Funduk —dice Jon.
Antonia le mira, parpadeando muy rápido.
A veces contribuyo, piensa Jon, dando un sorbo a su café.
Grabación 01 Hace once meses
COMISARIA ROMERO: Voronin, se ha caído usted con todo el equipo.
YURI VORONIN: Comisaria, me temo que mi español no tan bueno. ¿Qué tú dices?
SUBINSPECTOR BELGRANO: No te hagas el tonto, Voronin. Hablas mejor que yo, que te he escuchado pavonearte en la barra del Astral.
YURI VORONIN: Será la presión.
COMISARIA ROMERO: Oiga, Voronin, esto hay dos formas de hacerlo.
YURI VORONIN: Yo no comprendo muy bien su idioma.
SUBINSPECTOR BELGRANO: ¡Que no te hagas el tonto!
COMISARIA ROMERO: Belgrano, siéntese. Es usted muy bueno, señor Voronin, lo reconozco. Nuestros expertos están asombrados. Lo que ha conseguido es un logro al alcance de muy pocos. Pero ya ha visto las pruebas. Podemos relacionarle con el envío de la semana pasada.
YURI VORONIN: Sólo soy un empresario honrado. Un hombre de negocios.
COMISARIA ROMERO: Sí, es lo que dicen ustedes siempre. Soy un hombre de negocios. Sólo trabajo para ganarme la vida.
YURI VORONIN: Es la verdad.
COMISARIA ROMERO: Entonces ¿cómo nos explica esto? (Ruido de papeles sobre la mesa. Pausa de treinta y tres segundos.)
YURI VORONIN: No tengo que explicar nada. No tengo nada que ver con esa empresa ni con ese envío.
SUBINSPECTOR BELGRANO: Ahora parece que sí que entiendes español.
YURI VORONIN: No voy a hablar con usted.
COMISARIA ROMERO: Hay pruebas que relacionan a su empresa con la empresa que embarcó el contenedor en San Petersburgo.