—No, gracias, Karina.
La camarera le retira la fuente y, al hacerlo, golpea inadvertidamente el vaso de agua, casi lleno. Se vuelca, derramando el líquido sobre el mantel y salpicando los pantalones de Aslan.
La camarera encoge la mano y el cuerpo con preocupación, casi como si temiera perderla. Casi como si supiera quién es el hombre al que sirve cada mañana. Lo sabe.
Aslan le dedica una sonrisa amarillenta.
—No te preocupes. Sólo es agua, ¿ves? Seca.
Cuida mucho las formas. Siempre lo ha hecho, desde su juventud. Dirigía un prostíbulo en San Petersburgo en los ochenta. Cuando llegaba una nueva esclava, robada de las granjas de Pskov o Chúdovo, siempre la trataba con amabilidad. Antes de violarla por primera vez —requisito indispensable para que no se rebelara— siempre se enjuagaba la boca con menta. En su ausencia, gárgaras de vodka.
—Hay que hacerlo, pero no tienen por qué sufrir más de la cuenta.
Uno de sus subordinados confundió su amabilidad con debilidad, e hizo un comentario inapropiado durante la cena. Aslan sonrió con delicadeza y después le clavó el tenedor en la garganta. Una, dos, tres veces. La última de ellas retorció el tenedor, desgarrando la piel y creando un agujero por el cual el insolente pudo respirar un par de veces más, entre estertores sanguinolentos, antes de desplomarse. Aslan se limitó a limpiar el tenedor con la servilleta y seguir comiendo.
Nadie volvió a malinterpretar la amabilidad de Aslan Orlov.
Otro tiempo, otro país. No mejores. Otros.
Más serios, más pobres, más libres.
Aslan solía ser fuerte como un roble, pero nada es perdurable. Cuando pone en pie su larguirucho cuerpo tiene que pedirle permiso a sus rodillas. El traje es nuevo. Negro y a medida, un detalle con el lugar y el acto al que se dirigen. Le tira un poco en la barriga. Preferiría algo de ropa deportiva, uno de los chándales de tactel que habitualmente compra en el Carrefour por sólo quince euros. Ropa cómoda, benévola con sus articulaciones de setenta años. Pero hoy hay que mantener las formas.
Es importante.
No elige el Lexus ni el Ferrari para viajar. No son apropiados. Mejor el Maserati Quattroporte. Gris, elegante. Doscientos mil euros sobre ruedas, pero con clase. Conducirá Kiril, por supuesto. Y llevará a otros seis bojevik en los coches de delante y de detrás. Seis soldados. Les ha pedido que vistan discretos. Que se note que están, sin molestar.
Cada año que pasa, a Aslan le preocupa más su imagen. No le gusta que le reduzcan a un estereotipo. Cuando baja del coche frente a la iglesia ortodoxa, al otro lado de la calle, siente las miradas de la gente, de los asistentes al funeral, de los policías. A muchos los conoce. Algunos son nuevos. Hay un hombre grande y una mujer pequeña, sentados en un Audi. Ésos son nuevos. Del CNI, quizá. Los imagina buscando en sus notas, en la ficha policial, comprobando las fotos.
La mujer le señala. Está a sólo ocho metros, pero no puede ver si sus labios se mueven. Su vista ya no es lo que era. Sin embargo, imagina que sí. Estará leyéndole al otro su biografía. Dirá algo como esto.
Aslan Orlov, nacido en Leningrado en 1951. Cursó estudios en la Academia marítima Lenin. Entre 1967 y 1980 tuvo numerosos empleos, como cadete en la Escuela Naval, marinero en reserva. Pasa por la cárcel en 1985, seis años. Eso le da estatus como vor, como oficial de la mafia rusa. Seis años en la cárcel. Entre 1991 y 1998, asciende de forma imparable en la Tambovskaya, eliminando a muchos rivales en los años del plomo, cuando San Petersburgo se vuelve una ciudad sin ley. Se le atribuyen veintitrés asesinatos, ninguno probado.
En el año 2000 le mandan a España con visado griego, a dirigir la rama de blanqueo de la Tambovskaya.
No tenemos nada en su contra.
De todas esas frases, la única que le agrada es la última. Lo demás es vakuum. Vacío. Mera colección de fechas y lugares, verbos y sustantivos. No significan nada, no pueden atrapar nada. Ni al hombre ni a la esencia de lo que sucedió.
Le enerva.
¿Cómo puede reflejar un puñado de letras lo que fue crecer en Leningrado, entre el hambre y las ratas? ¿Cómo pueden atrapar la brutalidad de la Unión Soviética y del comunismo en unos cuantos caracteres? Solzhenitsyn necesitó tres mil páginas, y se quedó corto. ¿Cómo pretendes que alguien que está abrigado comprenda a alguien que tiene frío? ¿Lo que tiene que hacer para sobrevivir?
La gente le señala, le apuntan con el dedo. Pretenden juzgarle, cuando lo cierto es que no alcanzan siquiera a conocerle, y mucho menos a entenderle.
Aslan Orlov siente desprecio y rabia ante sus perseguidores, que tantos años llevan tras él. Los rostros cambian, los fracasos se mantienen. Pero saluda con la mano en dirección al coche de la mujer pequeña y el hombre grueso. Hay que mantener las formas.
Es importante.
La calle ya es un cenagal de coches de lujo, trajes baratos y mal gusto. Hombres de mediana edad, barrigas prominentes. Mujeres jóvenes en un segundo plano, muy maquilladas y silenciosas, les siguen, inseguras sobre las baldosas, esas baldosas de Marbella con su diseño acanalado, enemigas de los tacones.
Han venido todos. Una convención del mafioso, lo peor de cada casa. La acera concurrida, donde fuman, cuentan chistes y conspiran en voz baja, es como un mapamundi.
Aslan pasea entre ellos, saludando, por orden de importancia o de volumen de negocio.
Primero a los vor de otras bratvá, de otras hermandades. Rivales. Orgullosos.
Luego los colombianos. Alquilan sicarios, organizan secuestros, importan cocaína. Clientes. Melifluos.
Los argelinos, a los que les presta dinero para que importen el hachís. Subordinados. Mentirosos.
Los suecos, que pagan el triple por importar un kilo de coca hasta allá arriba. Siempre mendigando una bajada. Prescindibles. Tacaños.
Los kosovares y los rumanos. Ladrones, falsificadores, importadores de armas. Carne de cañón. Inestables.
Cuando se ha asegurado de que no queda nadie importante sin su reconocimiento, se para frente a la puerta de la iglesia, se estira la chaqueta y pone un pie sobre el escalón de la entrada. Es una señal no escrita ni acordada, que todos comprenden y siguen. Aslan se convierte en el vértice de la marea criminal que entra en la iglesia.
Dentro están los borregos. La plebe. Están los escasos amigos de Yuri que se han atrevido a venir. Están los asalariados del clan Orlov, que no se han atrevido a quedarse en casa. Son los recaderos, los encargados de sus restaurantes, los que conducen sus camiones, las que bailan en sus discotecas, las que limpian las mansiones y los que arreglan los coches.
Los que comen las migajas que caen de la boca de La Fiera.
Las instrucciones eran claras, transmitidas a toda velocidad en los grupos de Telegram, en ruso y en español. Asistencia obligatoria.
La iglesia está abarrotada.
Aslan la mandó construir y la pagó de su bolsillo, se trajo al pope desde la Madre Patria. Los iconos, algunos de los siglos XVI y XVII, los compraron o robaron de parroquias y museos de Ucrania y Bielorrusia. En un lateral está la roca de Pochayiv, una reliquia valiosísima. Según la leyenda, la hendidura de su centro la dejó el pie de la Virgen María en 1675, cuando bajó de los cielos para ayudar a los fieles en su guerra contra los turcos. Tres siglos de besuqueos de los fieles han hecho la hendidura más grande y a sus frailes custodios más ricos.
No me extraña que no se quisieran desprender de ella. Hicieron falta quince hombres armados con metralletas para conseguirla, recuerda Aslan, mientras se inclina a besarla con devoción.
Camina hacia un asiento en la primera fila.
Es un funeral extraño. Sólo una foto del muerto, colocada en un atril.
Sin ataúd, sin flores, sin la esposa del muerto.
No se ha hecho para ellos.
La ceremonia se ha hecho para Aslan. Para que mande el mensaje adecuado.
Cuando el pope pide un voluntario para decir unas palabras sobre el finado, nadie se mueve. El aire en la iglesia es pesado, denso. Y no por la profusión de velas, la escasez de luz, el techo bajo, el incienso, los cánticos que aún se enroscan en las columnas de piedra, resistiéndose a desaparecer.
¿Quién va a levantarse?
¿Qué van a decir?
«Yuri Voronin me ayudó a mover seiscientos kilos de cocaína en camiones modificados.»
«Yuri Voronin creó la estructura societaria con la que blanqueo mis ingresos por la prostitución.»
«Yuri Voronin me ayudó a mentir, a sobornar, a engañar.»
«Yuri Voronin me encargó un asesinato.»
Nadie va a hablar a favor de Yuri Voronin.
Tampoco Aslan, que se pone en pie, y se dirige al púlpito. Un águila de bronce sobre un pie de mármol rojo del Báltico. Sobre ella reposa una Biblia Peshitta. Una traducción directa del siriaco. Más pura, más cercana a la palabra de Dios.
Sobre el libro abierto posa Aslan Orlov sus dedos largos de aspecto cremoso. Comienza a hablar en ruso.
—Yuri era mi amigo. Un amigo muy querido, un hijo para mí. Cuando Yuri salió de la Madre Patria, no tenía nada. No vino huyendo de los enemigos que querían matarle por una deuda de unos pocos rublos. Vino huyendo de la pobreza. Trabajó duro, me dio todo lo que tenía.
Hace una pausa para respirar. Se fija en las caras más cercanas —su vista ya no es lo que era—, y no todo lo que ve le gusta. Cuando saludó antes a cada uno de los invitados especiales percibió respeto y temor, pero es imposible —y muy poco conveniente— sentir nada más cuando Aslan Orlov te estrecha la mano.
Ahora, amparados por la muchedumbre, las miradas revelan lo que albergan los corazones.
Lo que Aslan ve es duda. Crisis. Oportunidad.
Orlov es viejo, piensan.
La Fiera ha perdido los dientes, piensan.
Orlov tenía como lugarteniente a un traidor, a un soplón, a una rata.
Aslan carraspea.
Las lecciones hay que darlas con voz clara.
—Yuri se ganó mi confianza, la de todos nosotros. Era bueno en su trabajo. Prosperó. Una vez le salió particularmente bien un negocio. Cuando fui a su casa a felicitarle personalmente, vi que se había comprado un coche nuevo. Un precioso Maserati Quattroporte. Gris, muy hermoso.
Hay un leve murmullo. Todos han visto al vor llegar en ese coche. Los que no, se enteran por los cuchicheos.
—Yo le dije: Yuri, ése es un coche muy bonito. Y él me habló durante un rato de la velocidad, de los caballos. De la tapicería de cuero. Le dejé hablar. Cuando acabó, le dije: Tu coche cuesta más que el mío, Yuri.
Aslan se detiene, dejando que el peligro quede flotando en el aire.
—¿Sabéis lo que hizo Yuri entonces?
Los cuchicheos se han parado. El único sonido que se escucha en la iglesia es el del roce de la tela contra los asientos, cuando algunos se revuelven, incómodos.
—Se levantó. Se tambaleó un poco, iba un poco bebido, no mucho. Cogió la llave del coche, y me la entregó. Toma, vor. Es tuyo. Es tu coche.
Y ahora, la lección. En castellano, para que todos la entiendan.
—Yuri era un buen muchacho. Conocía el honor. Hasta que lo olvidó. Hoy estamos aquí para que nadie olvide.
Aslan abandona el púlpito.
Acaricia suavemente la foto de Yuri al pasar.
Enfila el pasillo central de la iglesia, que divide en dos el silencio sepulcral, el aliento que todos contienen mientras los pasos de Aslan resuenan, implacables. Nadie se mueve. No saben si seguirle o quedarse.
Aslan pasa junto a los policías, que estaban de pie junto a la puerta. La comisaria, sus subordinados. También los nuevos, la mujer pequeña y el hombre grueso.
Saben lo que acaba de suceder, pero no pueden hacer nada.
Se hacen a un lado para que pase.
El pope arranca de nuevo a cantar cuando Aslan sale, solo, a la calle. Los cánticos se ahogan cuando la puerta de la iglesia se cierra a su espalda.
Kiril está esperándole junto al coche.
El viejo vor no se sube a la parte de atrás, sino al asiento del copiloto. El tiempo del espectáculo ha concluido.
—¿Dónde está?
—No podemos encontrarla —dice Kiril.
—Si no aparece estamos jodidos. Maldito Yuri. Maldita zorra escurridiza.
—Tengo a todos mis hombres buscándola.
Aslan piensa. Piensa en la policía, en toda la atención que la muerte de Yuri ha generado. En las miradas de la gente, llenas de dudas. Inaceptables dudas.
El castigo para los que traicionan a la Bratvá es inapelable. La muerte para él y para su familia.
¿Cómo puede mantener Orlov su imperio si no es capaz de hacer cumplir la ley de la hermandad?