—Es una guerra —le corrige Romero—. Cuando llegaron aquí, hace un par de décadas, parecían un grupo de alegres jubilados que venían a ponerse tibios de cazón y a bailar Los pajaritos. Resulta que hacían más cosas. Se pusieron a montar empresas. A comprar equipos de fútbol. A construir mansiones horteras como ésta. Y todo el mundo contentísimo. El dinero de los rusos es inagotable. El problema, claro, es de dónde viene.
Ésa Jon se la sabe. La santísima trinidad del mafioso.
—Drogas, extorsión y prostitución.
—Los crímenes que cometen en Rusia sus compañeros producen muchísimo efectivo. El dinero viaja sucio hasta Belice, las Caimán, Delaware. Rebota en los paraísos fiscales y vuelve a entrar limpito en el continente, a través de una telaraña de sociedades impenetrable. No tan buena como la de Google y Apple, pero casi.
—Y después acaba convertido en mármol —dice Jon, señalando la fachada.
—Esto son minucias. El chocolate del loro. Las mafias han montado aquí una franquicia de blanqueo. Marbella y Málaga son la penúltima parada antes de que vuelva el dinero al sitio de donde salió. A San Petersburgo, a Moscú. A la dacha de Putin.
—Rusia es un estado mafioso, lo sabe todo el mundo —afirma Jon, con el conocimiento de causa que le otorga haber visto un documental de HBO.
—¿Sabía que Litvinenko estuvo en Marbella antes de que el Kremlin se lo quitara de en medio?
Jon recuerda el caso. Era un espía del KGB que levantó la liebre sobre la conexión entre la mafia y el gobierno ruso. Alguien le endulzó el té con polonio radiactivo y convirtió sus riñones en una sucursal de Chernobyl.
—Creía que había muerto en Londres.
—Pasó por aquí unos meses antes. Yo misma le entrevisté. Entonces era inspectora, como usted. Nos enseñó muchas cosas, y hemos aprendido muchas más en estos quince años. Sabemos que la mafia rusa no existe. Que son un centenar de organizaciones de trece países. Con un millar de complejas alianzas. Los georgianos odian a los uzbekos, pero les apoyan contra la Tambovskaya. La Tambovskaya está en guerra con la Malyshevskaya, pero sólo en Rusia. Aquí se toleran.
—Menudo berenjenal.
—Y podría seguir toda la noche, y para el desayuno la mitad de la información estaría obsoleta. ¿Comprende lo que pretendo decirle, inspector?
Jon se rasca el pelo, sopesa lo que acaba de escuchar.
—Creo que sí. No quiere que le agitemos el gallinero.
Romero asiente, despacio. Dada su economía de movimientos, es el equivalente a un gran aspaviento.
—El año pasado tuvimos cuarenta y seis muertos, inspector. Cuatro más que Madrid. En una provincia con millón y medio de habitantes.
—¿Cuántos de ellos relacionados con su negociado?
—Tuvimos dos ajustes de cuentas con bombas. Asesinatos a tiros desde motos, desde bicicletas, con asalto a mansiones como ésta. Con secuestro, con mutilaciones faciales a lo Joker, con Kalashnikov, en restaurantes… Y al salir de un bautizo.
—¿Como en El Padrino?
—Como en El Padrino. Las cosas se están complicando mucho por aquí últimamente. Odios soterrados, rencillas a punto de estallar.
—Si es que no han estallado ya —dice Jon, haciendo un gesto con la barbilla en dirección al cadáver.
—¿Sabe cuántos policías he perdido desde que soy comisaria?
Jon no tiene ni puta idea. Sabe cuántos han muerto en su tierra desde que él juró el cargo. No los mataron rusos, la verdad. También a ellos les daban un discurso del estilo. Empezaban con lo del arrojo y tesón y la estricta observación de las reglas. Y acaban exigiendo que no pisarán callos.
—Supongo que ninguno —dice Jon. Alarga las palabras, como si fueran una goma dada de sí.
—Y así pretendo que siga siendo, inspector. Esto es un pueblo. No hay dónde esconderse. Cada vez que conseguimos información relevante, es a costa de ocultarla a la Guardia Civil, al GRECO, incluso a otros policías por si dan el chivatazo a los malos. Cuando se la llevamos al juez o al fiscal, siempre nos dice que no es suficiente. Cuando hacemos una redada e incautamos una tonelada de farlopa, no sale en la tele. Cuando logramos sentar a alguien en el banquillo, casi siempre perdemos. Y no nos mandan ayuda, sólo cuando alguien en Madrid tiene una brillante idea. O quiere apuntarse un tanto. Así que dígame, inspector: ¿por qué les han mandado aquí, a usted y a esa mujer que los dos sabemos que no es de Europol?
El cambio de tema es tan brusco que casi suena la aguja rayando el vinilo.
—Ya se lo he dicho. —Jon le sostiene la mirada, incómodo—. Nos han dicho que Lola Moreno es importante, y que hay que encontrarla.
Romero tarda en responder el tiempo que tarda en poner su explicación bajo un flexo y hacerle media docena de agujeros.
—Que Lola Moreno es importante, es verdad. Lo que no se imagina es cuánto, ni por qué.
—Y usted no va a contármelo.
—No, mientras no decida que puedo confiar en ustedes. Mientras tanto…
No llega a terminar la frase, porque en ese momento pasa Antonia corriendo frente a ellos. Jon no pide permiso a su superiora, ni se disculpa. Se limita a hacer una inclinación de cabeza en dirección a la comisaria, y sale en busca de su compañera.
11 (bis)
Un frenazo
Antonia sale de la casa a la carrera. Se apoya en el coche, se lleva la mano al bolsillo, y hace algo que llevaba años sin hacer por propia voluntad. Desde los tiempos del entrenamiento. Desde los tiempos en los que el control de sus capacidades era una batalla imposible de ganar.
Saca una cápsula azul.
La muerde con saña.
Pasan seis segundos.
Siete.
Diez.
Los monos se desvanecen.
El mundo se vuelve un lugar plano, gris, uniforme.
Antonia, de pronto, está vacía. Ya no existe el ruido ensordecedor, ni la velocidad.
Mientras dure el efecto de la cápsula azul, cuya compleja química ha sido diseñada para anularla, Antonia no es más que una persona normal. Recién levantada.
El poder ha desaparecido, pero no la angustia.
Su mente está restringida a una sola idea al mismo tiempo. Y ahora sólo es capaz de pensar en una cosa.
Lo estoy perdiendo, piensa Antonia, mientras lucha por recobrar el aliento. Siente arcadas, boquea con avaricia, intentando tragar aire. Las lágrimas que le caen de las mejillas le entran en la boca.
No es sólo que no pueda controlarlo. Es que lo estoy perdiendo por completo.
13
Un silencio
A Jon Gutiérrez no le gusta Antonia Scott.
No es una cuestión de amor. Jon la quiere, eso por descontado. Antonia está llena de virtudes, por debajo de sus rarezas. Es incapaz de hacer daño, es torpe de una manera adorable. Es de una cabezonería irritante —para un bilbaíno, ya tiene que serlo—. Es generosa y valiente hasta la inconsciencia. Y pertenece a una especie en peligro de extinción: la de aquéllos que creen que la justicia se defiende, no se espera.
Es compleja, tiene hábitos desagradables. Está callada cuando no debe, habla a destiempo y normalmente es para meter la pata. Las pocas veces que muestra algo parecido al afecto, no tarda ni medio minuto en ofenderte. Te lo da y enseguida te lo quita.
Nada de todo eso molesta a Jon de Antonia. Moriría por ella.
Lo que a Jon Gutiérrez le jode de Antonia Scott es no poder consolarla.
Ves a tu compañera, a tu amiga, hundida y llorando, sola, encerrada en un coche, con los zapatos sobre el asiento y abrazándose las rodillas. Te remueve cosas. Una opresión en el pecho, una electricidad en los antebrazos. Una incomodidad en los pies, a los que de repente desagrada el contacto con el suelo.
Con cualquier otra persona, vas y la abrazas. Ven para acá. La entierras en tus brazos enormes, capaces de levantar piedras gigantescas o de partir nueces en el hueco del codo.
¿Qué haces con una persona que no soporta que la toquen, que rehúye cualquier contacto o cualquier muestra de afecto?
¿Qué haces con Antonia Scott?
Te quedas quieto. Y por dentro te crecen los males larritasun. Angustia, coño, angustia.
Intentas entenderla, sin conseguirlo. Porque sabes que hay una distancia insalvable. Defendida por muros que ella misma levanta. Y te preguntas, qué será esta vez. Qué ocurrirá en esa cabeza imposible y maravillosa. Qué estará viendo, qué batallas estará librando.
Y llamas a la ventanilla, con suavidad. A ver si hay suerte y te abre.
Piu, piu, saltan los pestillos.
Hay suerte.
Jon entra, se sienta en el asiento del conductor. Palpa la tristeza en el aire. Viscosa, llena de textura. Se podría grabar un videoclip de Maná aquí dentro. Antonia tiene los ojos inyectados en sangre, la piel del color del papel viejo.
La tentación de extender la mano y tocarla es acuciante, pero Jon sabe que no es el camino.
También lo es la tentación de hablar. De explicarle que tiene que aguantar, que lo que sea que esté acechándola puede que siga haciéndolo, que sólo queda resistir. Pero Jon sabe que no es el camino.
Así que no dice:
—Nuestros demonios nunca se van, Antonia. Sólo nos queda ser aún más fuertes.
Y ella no le contesta:
—Estoy cansada, Jon. Cansada de las personas que son crueles con los demás. Cansada de todo el dolor que percibo. Son como trozos de cristal en mi cabeza, que no puedo quitarme.
Y él no responde:
—Seré tonto, gay. Hasta puede que gordo. Pero, a Dios gracias, aquí estoy. Aquí estoy.
No se dicen ninguna de esas cosas, porque la vida no es una película, donde un millón de complejas emociones se empaquetan en un diálogo impecable, mientras Michael Giacchino, Thomas Newman o Quincy Jones subrayan todo con una emocionante banda sonora.
No dicen nada, y sólo se sientan en el coche, juntos. En silencio.
14
Un código
Las lágrimas se secan.
Jon baja la ventanilla. En este rato ha llovido y ha escampado. Un olor fragante entra por la rendija, aliviando la tristeza. O cambiándola de sitio. Con cierto humilde consuelo: el que cuando ya nada subsista del pasado que ahora es nuestro presente, los olores perdurarán aún, cargando nuestro recuerdo.
—Petricor —dice Antonia.
—¿Cómo dices?
—El olor después de la lluvia. Se llama petricor.
Jon no entiende muy bien por qué, pero intuye que lo que acaba de suceder —esa palabra que Antonia ha compartido con él— es importante. No quiere estropear lo que no comprende, así que continúa esperando a que ella vuelva a hablar.
Para darle tiempo, se lleva el coche lejos de la urbanización. Ya es de noche. Recorre unos cuantos kilómetros, sin rumbo. Se para en un área de servicio vacía. Al fondo se ve la línea de costa de Marbella, convertida en un rosario brillante e idílico. Que no se vean los edificios ayuda. Más cerca, un letrero de Repsol les sirve de luz de contra y les permite verse las caras.
—Aquí hay algo que anda muy mal —dice Antonia, por fin.
—Pues, chica, recapitulando… Un señor al que le han volado la cabeza. Y otros dos en la morgue cosidos a balazos. Los tres en una mañana.
—No es sólo eso. Las mafias son violentas, pero nunca tan públicas. Lo de esta mañana, ahora esto. Hay algo más aquí.
—He conocido a una señora muy curiosa. La comisaria Romero.
—¿Hostil? —pregunta Antonia.
Siempre que llegan a un sitio es igual. Siempre hay alguien, de los de su lado, que no está cómodo con su presencia.
—Se pone al pairo. No va a dar la lata, siempre que no le revolvamos el gallinero. Por lo que he entendido, aquí puede estallar una guerra en cualquier momento.
—¿Y por qué es curiosa?
—Me ha hecho una pregunta muy extraña. No la mierda de siempre. Querían saber por qué estamos aquí.
—Nunca preguntan eso.
—No. Preguntan quién eres. Preguntan de dónde venimos. Preguntan cómo vamos a ayudar. Sobre todo, preguntan cuándo nos vamos.
Pero nunca por qué. El porqué suele ser jodidamente evidente.
Antonia parpadea. Su gesto habitual suele ser acelerado, cinco abrir y cerrar de ojos. A velocidad de ala de colibrí. Esta vez lo hace a cámara lenta. Eso, y su tono de voz despacioso, hacen saltar a Jon sus alarmas de consumado policía.
—Llama a Mentor.
Si no me hubiera pasado unas cuantas noches por el parking de la Fever, incautándole bolsas de maría a las cuadrillas, diría que esta chavala va cocida, piensa el inspector Gutiérrez.
—¿Estás bien, cielo?
—Por supuesto que sí —responde ella, el jueves siguiente.
Jon no dice nada. Pone el teléfono en el manos libres del coche, y obedece.
Mentor contesta al sexto timbrazo. Su voz resuena por los ocho altavoces del Audi como si estuviera dentro.
—No es un buen momento.