La última sirena – Shana Abe

Permaneció solo a la luz.

¿Dónde estaba Io?

Finalmente, se cansó de esperar. Aedan terminó el guiso y enjuagó el caldero; arrojó las algas y los caparazones más allá de los escalones de la cocina. Siguió unos serpenteante, pasillos hasta que llegó al gran salón una vez más. Luego, subió con dificultad la escalera principal, hizo una pausa en cada escalón y trató de controlar el dolor.

La luz de la luna llena lo guió, ya que se esparcía dentro de la fortaleza con un vago y helado brillo. En la puerta de su habitación, Aedan se detuvo una vez más, limpió el sudor de su frente y luego terminó su viaje, todo el recorrido hasta el elaborado lecho de madera de Ione donde yacía durmiendo, enroscada debajo de las mantas con un brazo debajo de la cabeza y su hermoso cabello como almohada.

La miró y sintió que algo dentro de él comenzaba a astillarse. Dormía con tanta tranquilidad, su rostro totalmente relajado, totalmente puro. Y perfecta, ninguna mujer era tan perfecta, había vivido lo suficiente como para darse cuenta de ello. Pero de algún modo, como un milagro, esa mujer lo era. Esa mujer que vivía sola, hasta donde él sabía, en una isla encantada, vivía sin defectos ni amigos. Había llegado hasta allí para encontrarla y, ahora que lo había hecho, sólo podía verla dormir, con la lengua atada en silencio. Todo lo que creía como hombre se desvaneció en ese momento. Pero sus creencias giraron y giraron hasta que se encontró a sí mismo allí, enfrentado contra los mitos de su infancia, simples cuentos de hadas.

Ella le había salvado la vida en la profundidad del océano. Sólo podía pensar en una única forma de hacerlo.

El relicario de plata decorado con volutas se había deslizado por la cadena hasta llegar al hoyo de su hombro. Brillaba delante de él como la luna que colgaba en lo alto.

Ione abrió los ojos. No mostró consternación alguna al verlo de pie junto a ella; ni siquiera sorpresa. Sin hablar, se incorporó e hizo a un lado las mantas. El relicario volvió sobre su pecho; no llevaba puesta vestimenta alguna.

—Ven —Ione lo invitó al ver que él no se movía—. Te he perdonado.

—Te vi mientras estaba en el agua —dijo, repentinamente, todavía de pie—. Había sangre entre nosotros y la superficie estaba encima de nosotros.

Ione se llevó el cabello hacia atrás y lo escuchó. Esperó.

—Sobre nosotros —repitió Aedan con énfasis—. Estábamos juntos debajo de las olas, debajo de la tormenta.

—Era más seguro allí.

—Vi… vi… —rió de sus propias palabras y ni siquiera pudo terminar la oración.

Se levantó del lecho con una gracia innata, sin importarle su desnudez al igual que los niños que retozan en los arroyos de su tierra o los druidas en sus ritos paganos. Aedan.

Tomó la mano que lo le ofrecía y la miró, suaves líneas, fuerza flexible. Su piel, pálida como la niebla; y la suya propia, quemada por el sol.

—Te traje comida —dijo Ione—. Pan —agregó ante su callado silencio—. Carne curada. La mayoría estaba bien.

Aedan no le soltó la mano.

—¿De dónde la obtuviste?

—Del barco de la noche pasada.

—¿Cómo?

—Nadé.

—¿Hacia el arrecife?

—Sí.

Se dio cuenta de que le había estado haciendo las preguntas incorrectas; todas las preguntas estaban mal porque sólo importaba una. Se había dado cuenta en ese momento.

Los ojos de lo habían tomado el azul oscuro de la noche, centelleaban de negro delante de él, brillantes. Lo que Aedan vio en ellos le secó la boca y su voz, cuando surgió, fue dolorosa y áspera.

—Ione… ¿Qué eres?

Pareció sorprendida; luego, perpleja. Sus dedos se cerraron sobre los de Aedan.

—Pero pensé que lo sabías. Soy la sirena de Kell.

Capítulo 7

—¿Que eres qué? —preguntó, con suavidad y sorpresa.

—Una sirena —repitió lo, con menos seguridad que antes—. ¿No… no sabías nada acerca de Kell?

Era imposible que no lo supiera. Kell había estado allí desde siempre y su maldición también. Io pensó que todos los seres humanos la conocían. Por Dios, pensó que Aedan lo sabía.

Toda su vida Ione había imaginado las tierras más allá de su isla. No había tenido que ir demasiado lejos para imaginar sus costas; en noches apacibles se acercaba lo suficiente como para oler el humo de las aldeas de los pescadores, para oír el bullicio de los hombres al limpiar las redes de pesca, para espiar por las ventanas de las chozas y ver a las esposas, viudas y niños que clamaban por sus padres.

Los perros ladraban ante su presencia y el viento con su silbido los alejaba para que Ione pudiera reflexionar en medio de las lagunas que se formaban tierra adentro. Ella no lograba comprender a los humanos, y por ello los había perseguido siempre que había podido, para consternación de su madre.

Mantente alejada, le advertía su madre. Mantente alejada, mantente en silencio. No dejes que te vean cuando regreses, Ione. Nunca serás bienvenida, sólo temida.

Y para ella siempre había sido una extraña y aquellos que mas la temían era a los que ayudaba, al alejar su miedo justo en el momento de la muerte.

Por lo tanto, Io nadaba y nadaba, pero nunca guardaba una mirada duradera de la vida humana. Para ella, vivían en un mundo de risa y luz, un lugar prohibido sazonado con misterio. Cultivos. Danzas. Cortejo. Amor.

Io se llevaba de ellos lo que podía. Interesada por todo lo humano, aprendió sus canciones, sus palabras. Los veía cortejar y copular, comer y beber y dormir. Trepaba por las cuerdas de los barcos a medianoche y, escondida, escuchaba los cuentos de los marineros, historias de su raza y de otras, de monstruos y familias y especulaciones sobre el aprovisionamiento de aguamiel. Siempre tenía cuidado de que no la vieran, tal como su madre le había enseñado.

Pero no era suficiente. Io no aprendió lo suficiente como para calmar el dolor que yacía en su ser. No podía entender qué magia tenía la gente de Kell que la isla no poseía. Nunca entendería por qué su padre había abandonado la isla.

Los hombres, según creía, nunca permanecían en un mismo lugar por mucho tiempo. Pero Ione estaba decidida a probar con el suyo.

Esa noche, la luz de la luna esculpía sus facciones; Aedan era lo suficientemente encantador como para pertenecer a su raza, con su cabello negro y sus ojos claros color plata. Su rostro brillaba con la dureza de la piedra; sus cejas, arqueadas con una elegante expresión de reproche. Con sus trenzas y cuentas era exótico, oscuro, extraordinariamente atractivo. Podría haber sido uno de los dioses, en pose y con la palma de la mano sobre ella. Un dios de piedra, pero muy cálido.

El escocés dio sólo un paso atrás. Tan sólo uno, pero fue lo suficiente para herirla en lo más profundo de su ser. Io mantuvo la mano entrelazada con la de Aedan; sus brazos estirados entre ellos.

—¿Cómo no lo sabías? —preguntó Ione, desconcertada—. Me viste en el agua. Lo dijiste tú mismo.

—Pensé que eras una ilusión. —Sus labios hicieron una brusca mueca; no era una sonrisa—. Pensé que había muerto.

—Hubieras muerto. Te salvé.

Con suavidad, con mucha precisión, Aedan soltó sus manos. Sus dedos dejaban ver un débil temblor; los flexionó y formó un puño. Su rostro de piedra se había vuelto más marcado, distante y tenso; desvió la mirada y la posó en las sombras. Era una expresión que ella conocía muy bien y la llenaba de tristeza.

—¿Me tienes miedo, escocés?

—No te tengo miedo. Temo… —La línea de su labio se volvió aún más fina, una mueca sombría y descendente—. Dios, ayúdame. Debo de estar loco.

La desesperación de Aedan la desconcertó. Io pensó en los mortales que había seguido de cerca: como nunca miraban las insondables olas, nunca se aventuraban demasiado lejos de la tierra firme. Miró el trozo de madera flotante que el escocés había utilizado como soporte y sintió vergüenza.

—No estás loco —dijo—. Y mañana te lo demostraré. Pero hoy las aguas están salvajes y no es seguro salir. Esta noche dormiremos. Mañana estarás bien una vez más.

—No dormiré —dijo, casi con un gruñido.

—Muy bien, no lo necesitas.

El lecho era suave y placentero. Se deslizó debajo de las mantas y se recostó, con una mano le hizo una seña.

—¿Qué haces? —le preguntó, tenso, Aedan.

—No quieres dormir. Entonces ven.

—Yo, no… Yo no… —Parecía perder el hilo de sus pensamientos mientras la miraba sin pestañear.

—No dormiremos —dijo con exasperación.

—Mi Dios. —dio otro paso más hacia atrás. La madera flotante hizo un ruido seco contra el piso—. ¿Fue real? Los sueños acerca de ti… nosotros juntos…

—Tu mente no te engaña. —Ione esbozó una sonrisa consoladora y mantuvo su mano con firmeza—. Ven. Lo disfrutarás, te lo prometo. No soy ningún sueño.

—No. No lo eres, ¿no es así? Nada de todo esto lo es.

La voz de Aedan era suave, demasiado suave como para ser oída. Se inclinó delante de su improvisado bastón; el cabello, desordenado; tenía los nudillos blancos por la fuerza con la que lo asía. Por un instante, bañado a la luz de la luna, parecía más una bestia que un hombre… Un lobo adornado con ónix y cuarzo, un peligro feroz y brillante.

Luego, Aedan se apartó de la luz. Io sintió que su corazón se hacía añicos, sólo un poco, y se incorporó una vez más.

—¿Aedan?

Comenzó a pasar junto a ella e hizo un gran rodeo para evitar su lecho.

—Aedan…

—No.

—No te vayas —dijo—. Por favor.

En el diván de tres cuerpos, Aedan hizo una pausa pero no se volvió a mirarla.

Io abrió las manos, sin esperanza.

—¿No es esto lo que hace la gente?

—¿Qué?

—Copular. Hombre y mujer, en el lecho, en los bosques… Sé que es así. Lo he visto.

En ese instante se volvió para mirarla.

—¿Lo has visto?

—Sí. Y pensé… que lo habías disfrutado antes, escocés.

—Estaba inconsciente —dijo con dureza—. No deberías haberte acostado conmigo.

—Me agradó. —Bajó la vista, tranquilizó las palmas de sus manos sobre las mantas—. Y a ti también.

Aedan no respondió, pero ella oyó su exhalación, larga y fuerte.

—No deseas dormir ni comer —dijo lentamente—. No deseas estar conmigo. Estoy confundida. ¿Qué es lo que deseas.

Aedan levantó la cabeza después de estudiar el suelo donde yacía la punta afilada de la madera flotante y le echó una mirada ardiente, color plata.

—No lo sé. —Una vez más sonó sombrío—. No lo sé aún.

—Deberías quedarte aquí. Lo sabes.

—No.

—¿Qué otro lugar hay donde ir? ¿Qué más hay para hacer? Hay sólo un castillo y una isla. Hay criaturas fuera de estos muros, criaturas con las que sería mejor no cruzarse en la noche.

Hizo girar la madera flotante en sus manos de modo que girara y rechinara en las piedras.

—Creo que mientes —dijo lo—. Me temo que quieres quedarte.

La cabeza de Aedan se había vuelto apenas hacia ella, lo sólo podía ver una parte del pómulo, la flexión rígida de su brazo que apenas se veía debajo de la túnica.

—¿No es cierto? —lo se desplazó hacia el extremo del lecho, extendió una pierna, luego la otra sobre el borde. La sábana de seda arrugada estaba detrás; la levantó y la colocó sobre sus hombros.

—¿No es cierto?

Dejó el lecho y la seda flotó detrás de ella, un suave movimiento de sus curvas. Aedan vio por el rabillo del ojo cómo se aproximaba, inmóvil, prisionero entre su voluntad y la de ella. Io ya sentía el calor de Aedan, un deseo embravecido, una necesidad creciente. Se deslizó detrás de él y entrelazó los brazos sobre el pecho de Aedan; todavía sostenía la sábana. La sábana de seda cubrió a ambos, una unión libre, suave como la brisa.

—¿No es cierto? —murmuró Ione y con lenta deliberación presionó su cuerpo contra el de Aedan; colocó su mejilla sobre el filo de su hombro. Aedan gimió; un hambre puramente masculino que recorrió todo el interior de Ione.

Ione dejó caer un lado de la sábana de seda, deslizó su mano hacia arriba y hacia abajo del torso de Aedan; con un ritmo lánguido, recorrió la forma de su cuerpo, contornos cálidos, tensión en aumento, lo se puso de puntillas y utilizó a Aedan para mantener su equilibrio mientras le besaba el cuello.

Finalmente, Aedan se movió. Fue tan veloz que lo sólo vio su rostro salvaje y bestial antes de que tomara posesión de sus labios. La madera flotante hizo un ruido estrepitoso en el suelo; sus manos se enredaron en su cabello mientras su boca se unía a la de ella.

Tanta precipitación la paralizó. Ella permanecía allí, una prisionera en su abrazo, lo sentía como una llama viviente. Una ardiente conmoción le recorría la piel, un ardor bienvenido se desparramaba en la profundidad de todo su ser.

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