Desde sus lugares, los dioses los miraban con sus congeladas sonrisas de piedra. Ione sabía el nombre de cada uno, desde Júpiter hasta Vesta y Set. Conocía cada vena de mármol, cada curva pulida porque los había estudiado bien y durante un largo tiempo. Habían sido su única compañía por más tiempo del que podía contar. Había pasado quizás años allí dentro con ellos, acariciándoles las duras manos, ofreciéndoles flores en los pedestales de jaspe y malaquita. Io había llegado a pensar en ellos como la unión perfecta entre lo antiguo y lo nuevo: lo mejor de su raza y la de los mortales, imágenes del hombre pero más allá del hombre, fuerzas ancestrales y astuta belleza.
—Hace frío aquí—dijo de repente Aedan mientras retrocedía—. Quiero salir. ¿Por dónde salgo?
—Te guiaré —respondió Io.
Pero Aedan no esperó que lo guiara y pasó a su lado en el pasillo.
La tormenta de la noche anterior había desaparecido excepto por unas manchas de nubes hacia el oeste que sobrevolaban las aguas lejanas. Había dejado la isla cubierta de desechos; las hojas húmedas hacían que la escalera exterior fuera resbaladiza y el hombre se vio forzado a buscar apoyo en Ione para descender. Ione pasó su brazo por la cintura de Aedan y sintió el peso firme de él, cómo intentaba mantenerse rígido, lo más posible. Io lo acercó aún más. Las cuentas de la trenza de Aedan golpeteaban con dulzura contra su mejilla y se combinaban con el lento ritmo que ambos llevaban.
Aedan tenía un cinturón ese día con una vaina para la espada que llevaba. Los había encontrado él mismo.
Al final de las escaleras, había una pequeña playa; la arena se secaba en vetas de color ámbar y oro blanco. Aedan la soltó de inmediato y permaneció mirando a su alrededor mientras el viento agitaba su cabello y el vestido de Io se volvía tenue. Detrás de ellos, detrás del castillo, el bosque brillaba de un color verde esmeralda, olía a lluvia y tierra húmeda.
—Había un barco allí fuera ayer a la noche. —Aedan señaló un arrecife alejado.
—Lo sé.
—¿Lo viste? ¿Hubo sobrevivientes?
—No.
—¿No? —repitió, ceñudo—. Claro que no. —Llevó una mano a sus ojos para bloquear el sol—. Buscaremos de todos modos. Tenemos que intentarlo. Quizás alguien lo haya logrado. Alguien…
Ione lo interrumpió.
—Debes creer una vez más en mi palabra. Nadie salió con vida de ese barco.
Aedan miró la espuma de las olas, estupefacto. Luego tomó el bastón y comenzó a caminar con dificultad por la playa. Ione caminó detrás de él.
—Quizás tendrías que mantenerte alejado de la costa, al menos por ahora. Quizás sería bueno regresar al castillo.
Aedan la ignoró mientras luchaba con la arena. El bastón se hundía demasiado en la arena con cada paso. Con enojo, tiró de él una vez más.
—Quizás haya… allí fuera, cosas que prefieras no ver —dijo Io.
Aedan se detuvo y finalmente la miró a los ojos: una mirada severa y de desconfianza, como si hubiera encontrado un enemigo donde una vez había habido un amigo. Ione retrocedió, sintió una culpa inesperada en su pecho y después de la culpa surgió algo más, algo tibio y agridulce.
Ione sabía que las miradas de Aedan eran atractivas. Como el brillo prolongado de las estrellas, sus facciones estaban grabadas en su memoria. Pero ahora se daba cuenta de que la luz del castillo, incluso la luz del mar, apenas habían revelado esas facciones. Allí fuera y a plena luz del sol, el escocés era realmente glorioso, aun con su nueva cicatriz. Sin embargo, su expresión todavía era oscura y preocupada.
—¿Cómo llegaron de verdad esas estatuas a esa habitación?
—Ya te lo dije.
—Sí, me lo dijiste. Lo hiciste. Otros. —Rió, pero era un sonido ensordecedor, también de enojo—. Tú, Ione de Kell, levantaste una estatua de piedra sólida más alta que tú, más alta que yo, y la subiste por esas escaleras hasta el castillo, luego por las escaleras una vez más hasta la habitación. ¿Fue magia, hechicera?
—No. Fui solamente yo.
—Claro —murmuró, enojado—. Sólo tú.
Ione estiró el brazo, tomó el bastón de Aedan y lo sostuvo delante de ella con una sola mano. Con sus ojos posados en él, colocó las manos juntas y lo partió en dos.
—Sólo yo. —Arrojó los pedazos en la arena y se fue unes de que lo traumatizara aún más.
Ella no querría haber perdido los estribos. Quería que estuvieran juntos, no separados, no alejarse aún más… ¡Pero era tan difícil! Estaba acostumbrada al silencio y a la gratitud de los hombres; no a ese ensimismamiento, esa ira que parecía amenazarla cada vez que se acercaba. Le agradaba más cuando dormía. Le gustaba mucho, mucho más, por la noche, cuando no hablaba.
Al diablo con él. Lo abandonaría a su mezquindad y a dudas. Había otras tareas que hacer ese día aparte de esperar a un hombre desagradecido.
Aedan la vio partir. El cabello rojizo se balanceaba, la tela traslúcida que apenas la cubría se ajustaba en sus piernas. Rodeó un bosquecillo de árboles y no regresó.
Aedan se inclinó sobre la arena y recogió el bastón quebrado y examinó la rotura reciente en cada mitad. La madera no era blanda ni estaba podrida; el corazón del roble apenas se aplastaba cuando ejercía presión con la uña del dedo pulgar. Sostuvo una de las piezas de la forma en que ella lo hizo, evaluó su fuerza. No se daría por vencido.
Sin embargo, lo había quebrado con tanta facilidad como un niño con un hueso de pollo o un gigante con el arma de un enemigo.
No conocía a los gigantes. No sabía quién podría hacer algo así, lo que Ione acababa de hacer, partir en dos una vara de inerte roble sin pausa ni duda.
No lo sabía. No lo comprendía. Miró las olas e intentó no considerar la nueva y terrible idea que le vino a la mente.
* * * * *
La habitación privada del rey olía a muerte. Estaba sofocantemente oscuro, las ventanas cerradas. No había rastro del peligroso sol o del viento allí dentro. La figura en el lecho real estaba consumida debajo de las mantas, casi perdido entre los acolchados bordados con colores vivos y las pesadas mantas de piel. La luz de una antorcha lejana revelaba los huesos de su rostro y la consumida curva de sus hombros. Había sido un hombre alto en su juventud, un hombre fuerte que mantuvo su liderazgo hasta sus días finales, desde su lecho, incluso, mientras la enfermedad lo devoraba y convertía su cabello rubio en blanco y su barba en un gris parduzco. Era amado, respetado. Su pueblo lo consideraba un padre para ellos, un hombre que los había guiado y protegido, que los había cuidado durante décadas con los astutos ojos color plata de un lobo.
Pero esos ojos se habían cerrado y no volverían a abrirse. El rey dejó la vida sin siquiera un suspiro y eso llevó al llanto desesperado de su hija en el llamado de los médicos que estaban a su lado, las oraciones cantadas y bendiciones de los sacerdotes mientras quitaban las manos de Caliese de entre los dedos de su padre.
—El rey ha muerto —anunció el más anciano de los asesores del rey, con un tono de voz ceremonioso—. ¡Honor a la reina!
Todos los ojos se posaron en la joven mujer que continuaba arrodillada junto a su padre con la cabeza apoyada sobre la almohada junto a la de su padre. Sus suaves sollozos llenaban la habitación.
—¡Honor a la reina! —respondieron con un murmullo, pero la nueva reina no detuvo sus lágrimas.
* * * * *
Aedan construyó su primera almenara esa tarde.
Buscó un lugar donde podría haber habido alguna antes… Con seguridad alguien lo había hecho con anterioridad, en todos esos años… pero sólo había una playa lisa y árboles nudosos. No había rastros de un pozo para fuego. Ni cenizas, ni carbón.
Entonces cavó el suyo propio. Usó primero sus manos y después los restos de un remo que halló enterrado entre unos guijarros, en las cercanías de una gruta. El remo le facilitó el trabajo, pero para cuando estuvo satisfecho, su espalda ardía a causa del sol y su piel estaba en carne viva.
Hizo descansos en la costa mientras sumergía las manos en la sal del mar que le provocaba ardor. Ione no volvió a aparecer.
Logró hacer una llama decente. Había madera por todos lados y en la arena que hizo a un lado para hacer el pozo encontró una verdadera bendición: un fragmento de un grueso vidrio roto, liso y cortante. Al sol, proyectaba un excelente rayo de luz, una pequeña chispa, humo, humo… y finalmente, la primera llama.
Se sentó, cubierto de arena y sudor. El fuego se desparramaba en largas y hermosas lenguas, una esperanza titilante contra el azul mar. Si un barco pasara cerca… Si la suerte estuviera de su lado y alguien justo estuviera mirando…
Dios sabía lo que pensarían. Que se estaban despertando los fantasmas de Kell. Que las sirenas danzaban a la luz del fuego. Que había gente allí, gente perdida que debía regresar a sus hogares antes de que fuera demasiado tarde.
Una gaviota curiosa que sobrevolaba en círculos el lugar, enredada en el humo, se fue con un graznido.
Un par de cangrejos forcejeaban en una roca a la izquierda mientras mostraban grandes pinzas. Aedan se enderezó aún más y observó la lenta y amenazante danza. Luego, se puso de pie y siguió el descenso de los cangrejos hacia el otro lado.
Más bendiciones: parecía que Kell tenía marismas, una gran cantidad de ellas. Había encontrado su cena.
No era ningún principiante en la cocina. Largas campañas lejos de Kelmere le habían enseñado lo básico para sobrevivir. Sabía que los mejillones marrones eran comestibles y que los colorados no lo eran; que el cangrejo azul era más rápido que su primo de color verde. Que si tuviera una red, aunque fuera la más pequeña de las redes, podría pescar también. Pero no había ninguna red y su túnica ya estaba en uso, dado que albergaba los mejillones y los cangrejos.
* * * * *
Avanzó lentamente entre las marismas. La pierna le estorbaba, el sol lo golpeaba y los charranes giraban y lo increpaban. Pero Aedan comería.
Crecer en la isla lo había preparado bien; conocía la dura y resbaladiza alga marina que se adhería a las rocas. Le daría sabor a todo lo que cocinara, por lo tanto guardó un poco en su túnica también. Con la ayuda de una vara encorvada de madera flotante volvió a la fortaleza. En el proceso, perdió tan sólo un cangrejo que cayó de su túnica y se marchó deprisa y con furia.
Dejó que el bastón se lo llevara el mar, que rodara entre la espuma de las olas.
La cocina del castillo estaba bien iluminada, sobria, casi espectral de tanta limpieza. Conocía las cocinas de Kelmere, por supuesto. De niño, había robado galletas de las bandejas recién horneadas y de muchacho llevaba él mismo las comidas del rey. Conocía los hogares cubiertos de hollín, mujeres bulliciosas, la riqueza de las especias calientes en el aire. Pero allí, los hogares habían sido refregados hasta quedar de pálida piedra y el aire sólo olía a mar. Claramente, ese lugar no había sido utilizado durante un largo tiempo.
Sin embargo, había un caldero ya colocado sobre el fuego. Estaba tan limpio como el resto de los objetos, sin rastros de polvo. Otra contradicción, allí en el castillo de Ione.
Gracias a Dios había un aljibe con agua de lluvia al otro lado de la puerta. Había temido la idea de tener que ir en busca de un pozo.
Vació el contenido de la túnica en el caldero, agregó agua del aljibe, luego se dio cuenta que no había madera.
Aedan tuvo que desplazarse una vez más hacia fuera. La madera flotante se quemó lentamente en el hogar, la humedad de la lluvia y las llamas parecían fundir colores sobre él, pálido, rosa y azul y dorado, mezclados con sal. El humo se ondulaba arriba y alrededor, cegador, pero él permaneció donde estaba, cuidando el fuego, el guiso, revolviéndolo con lentitud con una rama de abedul.
Ione aún no regresaba.
Comió en una vasija dura de arcilla barnizada, apilada con otras en un armario del rincón. Se aseguró de dejar la mitad de lo que preparó. Los restos del fuego ardían en un colorado intenso. Fuera, el cielo comenzó a cambiar. Tomó su vara encorvada y salió a contemplar el atardecer: su segundo día de vigilia en esa isla.
Todavía no aparecía Ione.
Extendió la almenara, agregó gradualmente madera pura la noche, alimentó las llamas que buscaban las aguas. No había puntos de luz que devolvieran su llamado; si había barios allí afuera, permanecerían en una oscuridad tal como el crepúsculo.