La última sirena – Shana Abe

Ruri levantó el bulto e hizo a un lado la tela. Era un tarro de mermelada.

—Hecho en Navidad con las últimas naranjas amargas —explicó Mab—. Era una gran cantidad. Estaba guardando éste para el Día del Trabajo, pero ahora que ha venido y supe que… —Su sonrisa vaciló un poco pero se recuperó y asintió con la cabeza —y supe que lo había guardado para usted.

—Gracias —Ruri acunó el tarro en sus manos—. Estoy segura de que debe de ser exquisita.

—Y aquí. —Un hombre se adelantó. (¿Era Camdin? ¿O tal vez Cameron?…). Llevaba un bastón tallado—. Es del bosque. Buena madera, lo es. —Lo hizo girar sobre las manos de Ruri mientras le mostraba una línea de agujeros taladra dos—. Es una flauta. ¿Ve? Música del bosque, para complementar el mar.

Eran todos así, obsequios sencillos. La mayoría hechos a mano. Un plato con torta dulce con mantequilla, un pañuelo con lazo para la cabeza. Un gran chal adornado con borlas hecho en tartán que le aseguraron pertenecía a su familia… la suya… de los colores puros y profundos del océano y los árboles y el atardecer.

Una pequeña niña de ojos marrones le entregó una concha marina redondeada, con rayas beige.

—¿Qué se dice, Marsaili? —murmuró la madre.

—Es de la costa de aquí, señorita —dijo la niña obedientemente—. Para que pueda recordarnos cuando parta para Kell.

—La guardaré —prometió Ruri y la niña hizo una tímida reverencia.

—Ah, ¿pero no se enteraron? —dijo una voz nueva, clara y astuta—. Va a vender la isla.

El efecto fue instantáneo, una bomba que estalló y se desparramó provocando silencio y miradas horrorizadas y heladas. Sólo Ian se movió y se incorporó en su silla una vez más, atento.

—¿No es así, querida? —Era el chofer de antes, el hombre con cabello de hierro y modos ariscos. Se encontraba cerca de la chimenea con una taza en las manos y la miraba con ojos diabólicos.

Ruri recorrió con la mirada toda la habitación.

—Estoy pensando en venderla, sí.

—A nuestro buen profesor. A Ian MacInnes.

—El doctor MacInnes… me hizo una oferta.

—Pero no puede —estalló Mab y luego llevó su mano a la boca—. Quiero decir… —agregó más tranquila bajando la mano—. ¿Por qué lo haría? Ha estado en la familia por los siglos de los siglos. Es nuestra herencia.

—Nuestra historia —dijo otra persona.

Ruri se puso de pie para verlos mejor.

—No es mi intención ofenderlos. Sin lugar a dudas es un lugar maravilloso. —Apoyó la concha marina de Marsaili sobre la mesa—. Pero por eso es por lo que he venido.

Uno de los hombres habló con áspera incredulidad.

—¿La trajo hasta aquí… para venderle la isla?

Al otro lado de la habitación los ojos de Ian estaban posados en ella, pálidos, insondables.

—Él es mi anfitrión —dijo Ruri finalmente en el sofocante silencio sin poder decir nada mejor.

Dejó de mirarla y giró la cabeza para enfrentar las miradas de los demás con indiferencia. Una columna de luz solar cortó el aire detrás de él, oscureció su rostro y su contorno. Había un vacío a su alrededor, un lugar inmaculado; solo en su círculo, podría haber sido una sombra en lugar de un hombre.

El chofer se adelantó y sus palabras resonaron con el tono de un barítono contra las paredes revestidas en madera.

—Durante miles y miles de años ha sido nuestra isla. Nuestros reyes derramaron sangre por ella, nuestros terratenientes han muerto por ella. Tenemos conocidos y familiares enterrados en el suelo de Kell. ¿Quiere alejarlos de nosotros?

—No quiero quitarles nada. Mire, yo no he dicho que fuera a venderla. He venido a… a ver.

El chofer de ojos verdes se detuvo a un paso de ella.

—¿Y lo hizo? —Su tono de voz bajó—. ¿La ha visto, querida?

Mientras todos lo miraban, Ian levantó sus manos hacia ella, las sostuvo entre toda la gente con las palmas para abajo, expectante. Ruri las miró, venosas y anudadas, nudillos enrojecidos y dedos huesudos que no temblaron ni siquiera un ápice.

Ella abrió sus propias manos con las palmas hacia arriba, recuerdo de un juego de la niñez, y las elevó basta las de él.

Una extraña calidez donde se encontraron las manos; un dolor palpitante en las articulaciones. Pero Ruri no se alejo ni tampoco Ian: sus miradas se enfrentaron. Ruri vio algo verde diminuto, su propio reflejo en los ojos de Ian.

El dolor aumentó y luego se atenuó. Había oído de personas con esa energía. Conocía algunas que decían que tenían la capacidad de canalizar su energía a través de las palmas de las manos y, créase o no, en aquellas remotas colinas e islas cubiertas de niebla Ruri pensó que cualquier cosa podía ser posible. Pero el dolor era tan distante. Y luego, dejó de dolerle. Si era una prueba, no iba a fracasar, no ante ese hombre. Ante nadie.

El chofer se acercó más y su voz se transformó en un murmullo.

—Ni siquiera se conoce a usted misma.

Dio un paso hacia atrás y levantó las manos hacia el salón en señal de rápida victoria. Ruri miró a su alrededor, a aquellos rostros maravillados, luego otra vez a Ian, que estaba mirando vagamente a un punto más allá de ellos dos.

—Creo que a nuestra señorita Kell le hace falta una lección —declaró el chofer, con una reverencia hacia ella—. Parece que no sabe nada sobre el honor del clan. ¿Y quién sabe mejor que nosotros nuestra historia, me pregunto? —La miró con un atisbo de travesura en los ojos.

—Siéntese, querida. Escuche la historia de Kell. —El hombre tomó la silla más cercana y se frotó las manos en un gesto de regocijo—. Y luego veremos quién comprará qué.

* * * * *

Eran cuentos maravillosos, cuentos terribles, de ensueño, misteriosos, cuentos desgarradores. Ruri escuchó y bebió té y probó un bizcocho cubierto de mermelada, mientras los demás se acercaban aún más y se turnaban para hablar. Le contaron acerca de sirenas y reyes como si los conocieran de memoria, como si nadaran los mares junto a ellos y pelearan sus batallas y sintieran el mismo verdadero amor que ellos.

Ruri escuchó. Y aunque hablaron de mitos, vio en un ojos que lo llevaban mucho más dentro que eso, que él había cambiando y se había mezclado en su sangre por la magia de las Tierras Altas y ahora cada historia, cada persona era tan real para ellos como Mab o Laurie o Hugh.

Bandejas de buñuelos y luego de sándwiches aparecieron y desaparecieron; se sirvió más té y luego cerveza roja. En un punto cuando Ruri examinó los fervorosos rostros descubrió que los sirvientes de Ian holgazaneaban detrás de las sillas, escuchaban y asentían a las leyendas de la familia.

Pero el sol se elevó y se elevó y algunos hombres, granjeros, pescadores, comenzaron a mirar con más frecuencia hacia las ventanas, hasta que uno se puso de pie y luego otro y anunciaron, de hecho, que debían ir a trabajar. Y así lo hicieron todos.

A la entrada de la mansión, el grupo comenzó a aminorar la marcha hasta detenerse para reclamar las bicicletas y las llaves de los automóviles y regresar a sus actividades diarias, voces que se transportaban por el aire fresco. El perro infame saltó y ladró entre ellos con alegría delirante.

Ruri bajó las escaleras con Marsaili de la mano. La timidez de la niña para hablar había quedado atrás hacía rato. Ruri escuchó atenta más relatos acerca de sirenas y duelos de honor y le preguntaron seriamente acerca de vaqueros. A tiempo, incluso la madre de la niña estuvo lista para irse y le echó a Ruri una mirada tímida de disculpas mientras intentaba coger a su hija y llevársela.

—¿Pero dónde está el alma? —preguntó Marsaili con los ojos bien abiertos mientras Ruri se inclinaba para un último abrazo.

Retrocedió.

—¿Cómo?

—El Alma de Kell —dijo la niña, relajada—. ¿Lo llevas puesto?

—Ah… el relicario. No, no lo uso.

De pronto, todos los presentes quedaron en silencio intercambiando nuevas miradas.

—¿Por qué no? —quiso saber Marsaili.

—¿Alguien tiene un reloj de pulsera? —pronuncio lentamente Ian, desde arriba, junto a la puerta.

Capítulo 13

—Papá cambió —dijo mi hija mayor con una mirada triste y oculta. Tomó asiento delante de la ventana de mi alcoba y apoyó su mejilla sobre el puño de su mano. El cielo azul generaba un contraste embriagador contra su cabello rubio miel.

—Los hombres lo hacen —respondí, en seco. No pude decirle nada más aparte de eso; variable e insegura; los deseos de los hombres parecían cambiar como un arco iris errante. No tenía una explicación para ello.

—Habla de su pueblo. Dice que se va a ir. —Eos levantó la cabeza—. Todavía nos ama, ¿no es así?

—¿De dónde sacaste una idea como esa? Claro que te ama. Nos ama a todos.

—Desea irse.

—Pero no lo hará.

—Madre —dijo, mientras llevaba su brazo a mi hombro—. Si lo desea tanto y no lastima a nadie…

—Escúchame, Eos. Los hombres a menudo hablan de cosas que no saben ni pueden comprender. Le he contado sobre la tierra de su niñez, ruinas quemadas hoy en día. Sus parientes mortales ya han fallecido hace tiempo. Somos su familia ahora. Tu padre es inteligente y me comprende bien. Si llegara a abandonar nuestro hogar, significaría su muerte. No hay nada para él más allá de nuestra isla excepto miseria y compañías distantes.

Me dirigí hacia la ventana, miré en dirección a la playa grande e inexplorada, tan vacía y bravía como lo habían designado los dioses.

—Nada —dije con firmeza otra vez.

Sin embargo, Eos sólo volvió su atractivo rostro hacía otro lado.

Capítulo 14

Llevaba puesto el chal escocés en la lancha. En el bolsillo estaba el collar, una calidez rígida sobre su muslo. Ian le había pedido que lo llevara y ella había cumplido, aunque mantenía una distancia prudente con los interruptores y botones del timón.

No navegaron a tanta velocidad como la primera vez que lo había hecho con Ian. Pero sí lo suficientemente rápido como para transformar la tierra en una delgada línea gris detrás de ellos y el agua, en una mancha verde azulada. Sobre ellos, el sol brillaba finalmente, un calor pálido tan alto y distante que el aire escocés lo consumía; Ruri solo sentía el frío del océano contra manos, mejillas y orejas. Largos e inclinados rayos de luz encendían fuego sobre el mar. Era un color cobre cegador que se quebraba en mil pedazos y se desvanecía cuando la lancha aullaba. Ruri llevó el chal más cerca de su pecho.

Pensó que ya era tarde para ir a la isla. Para cuando el último vecino del pueblo se fue de Kelmere, eran pasadas las dos. Pero Ian había insistido en ir. El clima estaba bien y el mar, calmo.

Un extremo del chal se agitó en el aire por el viento y le golpeo la nariz. Ruri lo bajó otra vez. Querría haber ido en el yate. Había pasado demasiado ya con esa maldita lancha.

A la distancia aparecían otras islas, una humilde proyección en la línea pulida del horizonte, ballenas azules de tierra que se convertían en nada cuando Ian pasaba.

El aire parecía ser más cálido. Ruri se sentó más erguida y se dio cuenta de que estaba examinando las aguas. En un momento, muy lejos, divisó una familia de delfines, una magia oscura contra la luz pero se dirigieron hacia el lado opuesto. Miró a Ian y sólo recibió un seco movimiento de su cabeza que indicaba que no.

—Verás más —dijo.

Tomó asiento nuevamente y se llevó el chal sobre la boca; se sintió triste y luego, ridícula.

Había delfines en el Pacífico. Podía verlos allí si lo deseaba.

Pero él no estaría allí. Los vería sola.

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