La última sirena – Shana Abe

Cuando terminó, ambos respiraban con agitación. Io retrocedió y se limpió las manos en la falda.

—Escúchame, escocés. Te sientes mejor ahora, pero no durara. No te levantes del lecho. Debes creerme cuando te digo que éste es un lugar seguro para ti. Te cuidaré, lo prometo.

—Ione. —Hizo que su nombre sonara hermoso, a pesar del pequeño aturdimiento que ella le había provocado—. Te confieso que no tengo demasiados deseos de levantarme en este momento.

—Excelente. —Se puso de pie y lo examinó. Los soñolientos ojos grises todavía estaban posados en ella.

—Ione de Kell. ¿Tienes algo para comer?

—¿Qué?

—Comida. Me temo que… —Su voz se desvaneció; su esencia parecía desaparecer y reaparecer lentamente—… me temo que no podré dejar este lecho nunca más si no ingiero algún alimento.

Por supuesto, por supuesto. No lo había pensado, necesitaba comer. Lo sabía. Lo sabía y se le había olvidado.

—Aguarda —dijo y abandonó la habitación.

Para cuando regresó a su lado, el sol se había ocultado en el cielo y enviaba un cálido brillo a través de toda la habitación, lo último del atardecer estaba pintado en una de las paredes más alejadas. Aedan vio cómo cambiaban los colores, de amarillo a ámbar y a anaranjado, y supo que fuera de esa habitación, fuera de aquel extraño castillo, las sombras de la isla serían grandes y profundas y el océano brillaría.

En Kelmere, tan cerca y tan imposiblemente lejano, las cimas de las montañas estarían aprovechando lo que quedaba del día y se volverían color púrpura en la oscuridad del cielo.

Su padre estaría en el concejo con sus asesores; su hermana, supervisaría la cocina. Pensó en lo que tendrían para cenar: pan, por supuesto, pan grueso y blando. Carne asada con sal, cordero o quizás jabalí. Un plato de aves de corral o liebre, lo que fuera que Caliese hubiese cazado con su amada águila cazadora. Nueces, frutas. Guiso caliente para alejar el frío de la noche que llegaba…

O quizás, nada de eso. Quizás no habría cena porque Caliese ya no estaba, y su padre tampoco y Kelmere… tampoco. Quizás los pictos habían ganado. Con certeza, habían sido lo suficientemente perseverantes en sus ataques. Quizás en ese momento, después de tantos años, en lugar de fracasar lo habían logrado y se habían apropiado de la poderosa fortaleza.

Debía estar preocupado. Debía pensar la forma de llegar a su gente… pensar en barcos, las olas del mar, estrategias de guerra. Pero todas esas preocupaciones parecían pertenecerle a alguien más; eran las complicaciones de la vida de otro hombre, de un príncipe lejano… no de Aedan, tan solitario en ese instante, tan tranquilo.

Tuvo una visión sobre la libertad del águila cazadora de Caliese, cómo surcaba los cielos sin restricciones. Planeaba en las alturas.

Las paredes pintadas pasaron del anaranjado al rosa. El océano se agitaba cada vez más.

Se sentía muy relajado. Sintió que quizás nunca se volvería a mover en realidad y eso estaría bien. Eso estaría… bien.

—Aedan.

El sonido de su voz lo arrancó de la contemplación de las paredes. De algún modo, esperaba encontrar a Caliese delante de él, pero no era su hermana. Era la hechicera… ¿Cuál era su nombre? Ione. Llevaba una bandeja en las manos.

No era ni jabalí, ni liebre, ni ave de corral, sino un bacalao de buen tamaño, tres de ellos, todavía humeantes del fuego, Io se arrodilló junto a él una vez más y Aedan notó a lo lejos que lo que él pensaba que era una bandeja, en verdad era una fuente de oro macizo, redonda como una coraza de pecho, casi igual de grande. La apoyó con facilidad, luego levantó. Uno de los bacalaos cocinados (casi todo) y lo abrió con los dedos, sin sobresaltarse por el calor.

—Come. —Le acercó el pescado a los labios. Eso fue lo que finalmente lo despertó de su letargo, la presión de los dedos de lo contra él; el modo en que se inclinaba tan cerca y se veía tan seria.

Aedan se incorporó. Ella no retrocedió, sólo esperó Con el bacalao en la mano.

Con cuidado, Aedan lo tomó con la mano. Por lo que podía observar, había simplemente chamuscado el pescado sobre el fuego hasta que la piel había quedado negra. No tenía sal, ni especias y, por los cielos, era un manjar en su lengua.

Le dio otra porción.

—¿Pan? —preguntó con esperanza.

—No hay.

No importaba. Cuando ya iba por la mitad del tercer pescado notó su mirada atenta, cómo permanecía sentada con paciencia en el suelo con la fuente vacía a un lado. Aedan miró la porción de comida que había en su mano y luego volvió a observarla.

—¿Qué hay de ti? ¿Ya comiste?

—No.

—¿No? —Con un sentimiento de culpa, su tono de voz se volvió más tajante—. ¿Por qué diablos no me lo dijiste? Aquí tienes, tómalo.

Io rechazó el bacalao que le ofreció.

—No como pescado.

—No seas aristócrata. Debes comer.

—No como pescado —repitió con firmeza—. Pero tú sí. Es para ti.

Aedan vaciló y buscó las señales familiares (los hoyuelos en las mejillas, los ojos vidriados, la piel pálida) pero no encontró ninguno de ellos. Parecía tan ideal y saludable como cualquier mujer (hechicera, repetía su conciencia) que hubiera visto.

Su mirada era inescrutable.

—Continúa. Dije que no comeré.

El soldado que habitaba en él no desperdiciaría la comida. Aedan terminó la cena improvisada en silencio. Cuando finalizó, ella asintió en señal de aprobación y le entregó una servilleta para que se limpiara los dedos, tan formal como cualquier anfitriona de su clan.

Aedan se acomodó sobre las almohadas y esta vez, la neblina que se posó sobre él fue de un agotamiento placentero. Tenía el estómago lleno y el dolor sometido. En la penumbra de la habitación, su situación comenzó a parecerle… no totalmente imposible. Sí, pensó, con una especie de aceptación soñolienta, para nada imposible. En verdad, en la casi total oscuridad, incluso su hechicera parecía casi normal, su belleza menos clara; el color extraordinario de sus ojos, camuflados.

Se encontró nuevamente intrigado acerca de ella, cómo una doncella que parecía tan etérea había sobrevivido en un lugar como ése, mágico o no. Cómo había quedado varada allí, cómo se las había ingeniado para vivir. Qué hacía cada día, dónde caminaba. Dónde dormía.

—¿Te quedarás a dormir conmigo? —se preguntó y luego se dio cuenta de que lo había dicho en voz alta.

—No esta noche. —Parecía no estar ofendida, su tono de voz, era racional—. Esta noche habrá otra tormenta.

—Ah —dijo como si tuviera algún significado para él.

Io se puso de pie, levantó la fuente con las manos; las sombras se mezclaban con el color de su cabello; una combinación de dorado resplandor.

—Pero me verás en la mañana, Aedan. Sé inteligente y recuerda lo que te dije. No vuelvas a dejar el lecho.

Y ella dejó la oscura habitación.

* * * * *

Fue demasiado tarde para el barco.

Ione había intentado todo para salvarlos, intentó engañarlos para alejarlos de la tormenta, de aquel arrecife mortal que rodeaba la isla. La vieron. Lo sabía. Pero como sucedía a menudo, corrían de ella, no hacia ella y para cuando quedaba frente a ellos, la tormenta los envolvía una vez más y luego, el arrecife.

El barco se hizo añicos por completo, como si hubiese estado esperando el momento para hacerlo. La lluvia y el mar desesperaron a los hombres; se lanzaron en medio de las olas y desaparecieron con rapidez, consumidos por las frenéticas Corrientes. Ione conocía el patrón demasiado bien. Los marineros no podrían pensar ni nadar ni respirar… El océano los succionaría y lo que el océano realmente deseaba, ni siquiera Io podía salvar.

Ninguno de esos hombres sobreviviría a la tormenta, sin importar lo que ella hiciera para ayudarlos. Se habían acercado demasiado a la isla, y ahora la maldición había caído sobre ellos con rapidez.

Entonces, Ione peleó contra las mismas corrientes e hizo lo que debía hacer. Encontró a los desafortunados marineros mientras se hundían, los abrazó, uno a uno y comenzó a cantar. Mientras se ahogaban les cantaba, canciones del mundo que yacía debajo del mar, de palacios hundidos y bellos jardines de coral. Miró a los ojos a cada uno y supo que cuando cada hombre la miraba veía un rostro diferente en ella: su esposa, su amada, su hija, abrazándolo, quitándole el dolor y el miedo.

Ione cantó y cantó y dejó que las corrientes cumplieran con su voluntad, hasta que al final, sólo quedó su canción de sirena, que llevaba a los marineros a un sueño profundo debajo de las olas.

* * * * *

A la luz de caprichosos relámpagos, Aedan vio cómo el barco se hacía añicos, sin prestar atención a la lluvia que entraba por la ventana de la habitación y lo mojaba. Era un paisaje horroroso, incluso a la distancia, las enormes olas negras, los mástiles agitándose hacia un lado y al otro, las velas desgarradas por el viento.

No podía llegar a identificar el nombre en la proa; quizás esa era una bendición. Pensó en su padre quien amaba navegar, y en los pescadores y mercaderes que atravesaban los mares, el alma del reino. Pensó en la cantidad de vidas que se perdían cada año debido a tormentas como esa.

Los truenos enfurecieron. Los relámpagos azotaron el cielo como tenedores endemoniados.

Entrecerró los ojos en la lluvia pero no encontró señal de vida en ese barco. Ningún marinero luchó contra la ruina que se hundía. Quizás había sido un barco fantasma.

Podía albergar esa esperanza. Si no lo era antes, con seguridad lo era ahora.

Aedan miró hasta que el viento lo llevó de nuevo a su lecho, donde permaneció tristemente despierto, mientras escuchaba los truenos y el agua de lluvia que se escurría por las grietas del techo.

Aedan no vio la solitaria figura de cabellos rojizos que lindaba hacia la costa. No la vio caminar por la solitaria playa y permanecer allí, azotada por el viento, contemplando el funesto mar.

Capítulo 6

Seguiría insistiendo en salir de la habitación aunque ella le hubiera repetido tres veces más esa mañana que todavía no estaba curado, que necesitaba descansar. Sólo la miró de soslayo con sus brillantes ojos color plata y siguió caminando con dificultad, decidido a explorar el pequeño mundo de Io.

Finalmente, Ione se dio por vencida y le buscó un bastón, un verdadero bastón en lugar de esa pesada lanza africana que había estado utilizando. El bastón era griego, una vara de roble macizo con una cabeza tallada en marfil, agrietada por los años. El tallado de marfil era de un Hidra. Al escocés no parecía importarle demasiado.

—¿Todos estos tesoros —inquirió mientras señalaba una de las habitaciones por la que estaban pasando— los colocaste tú allí?

—Algunos —respondió, justo detrás de él en el pasillo.

—¿Llegaron a tierra desde los barcos?

—Algunos —repitió una vez más.

—Pero no las estatuas. —Se volvió para mirarla, con el ceño fruncido, como si supiera que la respuesta que oiría no lo conformaría.

Ione había cambiado el manto por un vestido de hilo puní, color natural, con tablas angostas. Colgaba de sus hombros con dos prendedores dorados y cuatro cadenas doradas.

La tela de hilo llegaba hasta sus costillas y abrazaba fuertemente el resto de su figura hasta los pies. Después de una larga e impactante mirada esa mañana, el escocés no bajó su vista más que hasta el mentón de Ione.

—No, las estatuas no —confirmó Ione mientras se inclinaba hacia adelante para mirar dentro de la habitación. Los dioses habitaban allí, separados entre ellos, enfrentados o hacia las ventanas, las paredes. Le agradaba tenerlos a todos juntos, los griegos y los romanos y los celtas, algunos escandinavos y unos pocos persas y egipcios. Se miraban uno al otro en un silencio eterno, de pie o sentados, ojos de piedra vacíos. Su favorito era Circe, con el pie que vestía una sandalia apoyado con delicadeza sobre la cabeza de un pavo real.

—¿Cómo llegaron hasta aquí? —preguntó Aedan—. ¿Quién los puso aquí?

—Yo y otros.

—Dijiste que no había nadie más en la isla.

—No hay. No ahora.

—¿Pero hubo antes?

—Por supuesto —dijo, con superficialidad, mientras se hacía a un lado de la puerta para que Aedan girara—. Mis padres vivieron aquí antes, y mis abuelos y así sucesivamente.

Aedan no se movió.

—¿Tus padres?

—Sí.

Parecía evaluar todo, todavía analizaba la habitación. Después de unos instantes habló. Su tono de voz no varió.

—¿Algo de lo que dices es verdad?

—Todo es verdad, escocés.

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