La última sirena – Shana Abe

No navegaron a tanta velocidad como la primera vez que lo había hecho con Ian. Pero sí lo suficientemente rápido como para transformar la tierra en una delgada línea gris detrás de ellos y el agua, en una mancha verde azulada. Sobre ellos, el sol brillaba finalmente, un calor pálido tan alto y distante que el aire escocés lo consumía; Ruri solo sentía el frío del océano contra manos, mejillas y orejas. Largos e inclinados rayos de luz encendían fuego sobre el mar. Era un color cobre cegador que se quebraba en mil pedazos y se desvanecía cuando la lancha aullaba. Ruri llevó el chal más cerca de su pecho.

Pensó que ya era tarde para ir a la isla. Para cuando el último vecino del pueblo se fue de Kelmere, eran pasadas las dos. Pero Ian había insistido en ir. El clima estaba bien y el mar, calmo.

Un extremo del chal se agitó en el aire por el viento y le golpeo la nariz. Ruri lo bajó otra vez. Querría haber ido en el yate. Había pasado demasiado ya con esa maldita lancha.

A la distancia aparecían otras islas, una humilde proyección en la línea pulida del horizonte, ballenas azules de tierra que se convertían en nada cuando Ian pasaba.

El aire parecía ser más cálido. Ruri se sentó más erguida y se dio cuenta de que estaba examinando las aguas. En un momento, muy lejos, divisó una familia de delfines, una magia oscura contra la luz pero se dirigieron hacia el lado opuesto. Miró a Ian y sólo recibió un seco movimiento de su cabeza que indicaba que no.

—Verás más —dijo.

Tomó asiento nuevamente y se llevó el chal sobre la boca; se sintió triste y luego, ridícula.

Había delfines en el Pacífico. Podía verlos allí si lo deseaba.

Pero él no estaría allí. Los vería sola.

Ruri hizo un pequeño movimiento con la cabeza contra el viento y respiró hondo mientras se preguntaba por qué ese pensamiento la hacía entristecer. Apenas conocía a Ian MacInnes, después de todo. Y, en verdad, no estaría sola: tenía familia, tenía amigos…

Respiró hondo una vez más, envuelta en el chal. Olía a lana y manzanas y a invierno ahumado.

—Te queda bien.

Lo miró una vez más con el rostro medio cubierto por el chal escocés todavía. Ian esbozó una tenue sonrisa.

—El tartán —dijo con un gesto—. Los colores te quedan bien.

Asintió con la cabeza para darle las gracias, pero esa vez Ian no miró hacia otro lado. Llevaba puesto un jersey de pescador para el paseo. El color nata contrastaba con el bronceado moreno de su piel. Su cabello negro estaba desordenado; sus ojos, lacrimosos por la fuerza del viento. La miraba fijamente. Luego, poco a poco, por ella, una débil y perturbadora arruga apareció en sus cejas.

La lancha aumentó la velocidad y tembló. Ian se volvió al instante hacia el timón.

Aire más suave, un sol más tenue; Kell estaba más cerca. Lo sentía. Su corazón se aceleró.

La lancha disminuyó la velocidad, más y más hasta que sólo el viento parecía desplazarla. Kell asomó con toda su magnificencia frente a ellos. Primero una cima, luego una colina, después las montañas. Un hilo de nubes estaba encerrado en el pico más alto y se extendía sobre el mar como una bandera blanca flameante.

Ruri pensó que iban a la deriva, la lancha se desplazaba con tranquilidad hacia el oscuro borde de árboles junto a la costa. Había una boya que se movía a su derecha, que titubeaba en ebrios círculos. Ruri se inclinó sobre un costado de la lancha para mirar directamente hacia abajo. El agua era de un azul profundo; las burbujas se agitaban en parches color hielo, giraban y desaparecían para volver a un azul celeste.

—Adelante —dijo Ian, detrás de ella—. Tócala.

Un extremo del chal danzaba libre mientras ella se inclinaba. Ruri vio su mano y los colores mezclados del chal y luego sus dedos sumergidos en el mar.

Cálido, muy cálido y de una suavidad resbaladiza, como el aceite caliente. Atemorizada, quitó el dedo pero volvió a intentarlo.

—¡Pensé que estaría fría!

—Sólo a veces —Ian se acercó a ella. Sus piernas rozaron las de Ruri, que además sintió su caricia sobre el hombro—. Ven, querida. Tenemos que acercarnos más. Falta un tramo difícil aún.

Ian no fue directamente a la costa como Ruri había pensado que haría. En cambio, la lancha comenzó a dar una vuelta en círculo alrededor de la isla, acercándose más en los puntos sin vegetación. Con ese recorrido circular y la desolación de la embarcación, parecía que Kell giraba y ellos estaban quietos, árboles y playa y los acantilados se ensanchaban en grietas y sombras. Sin embargo, no eran tan sólo acantilados. Una vez un artista había ido a Kell: en un tenue relieve vio dragones, monstruos de mar tallados de modo casual en la piedra… y luego un rostro, más claro que el resto. Una mujer, encantadora, pensativa, con cabello largo y ondulado y una sonrisa de Mona Lisa.

—Supongo que esa es la sirena —dijo Ruri, mientras giraba en su lugar para ver mejor.

—No. Es lo que se dice pero no es lo que parece.

Ruri rió en voz baja.

—¿Cómo lo sabes? No respondió durante unos instantes.

—No lo sé. Es sólo un presentimiento. Los motores debajo de sus pies provocaban un ritmo ahuecado, más suave ahora, una fracción de la potencia que los había llevado desde Kelmere hasta allí. Ruri lo sintió cuando comenzó a aumentar la velocidad, mientras maniobraba con astucia a través de las aguas espumosas en un curso que ella no podía seguir, izquierda y derecha e izquierda e izquierda de modo brusco otra vez. Ian seguía un laberinto invisible, cada parte de él estaba concentrada en la tarea con una atención que se notaba en el movimiento tenso de su mandíbula. Pero el mar le parecía igual que antes, colores cambiantes como un pavo real, turquesa y verde y verde brillante y azul marino.

Se dirigían hacia una parte del arrecife que sobresalía prominente sobre las olas. La espuma se acentuaba y silbaba alrededor; los bordes dentados como un puñado de cuchillos. Ruri contuvo la respiración y no dijo ni una palabra mientras la lancha aceleraba cerca de allí. Los motores peleaban contra las corrientes, con un sonido agudo cada vez más fuerte aunque continuaban desplazándose lentamente.

Ian pasó por el arrecife tan cerca que Ruri pudo contar los rudos cangrejos que colgaban de él.

Kell estaba tan cerca como lejos, una nueva playa mansa a la vista. La proa de la lancha se dirigió hacia allí.

—No hay muelle —dijo Ruri con rapidez, mientras se levantaba del asiento.

—No —confirmó sin abandonar su tarea.

—¿Cómo vamos a amarrar la lancha?

—Ya lo verás. —La lancha dio otro quejoso giro.

* * * * *

Se veían más arrecifes sobre las olas; de la mayoría sustentaban corales y vida marina. Un nido de aves marinas había colonizado el farallón más grande. Cuando las esquivaron, las aves salieron volando con un canto al unísono de insultantes graznidos.

La lancha se hundió hacia la izquierda, las piernas de Ruri se doblaron y su espalda golpeó contra el asiento. Con un dolor en el estómago se dio cuenta de que quizás nunca llegarían a la playa. Dejó de mirar las dentadas olas y comenzó a cuestionar a Ian… pero sus dientes estaban obstruidos y sus dedos casi anémicos por la fuerza bruta. A pesar de la forma en que lo asía, el timón comenzó a girar igual. Ian hizo toda la fuerza que pudo sobre él y comenzaron a dar vueltas.

Kell giraba detrás de ellos. Adelante. Con un timón blanco que giraba para donde quería, las gaviotas comenzaron a chillar. Ruri cerró con fuerza los ojos y su rostro se salpicó con la espuma de las olas; la lancha se había hundido un poco más otra vez.

Dieron contra el arrecife. No fue una colisión violenta ni muy ruidosa, pero destruyó la parte inferior de la lancha con un quejido desgarrador. Los motores comenzaron a crepitar.

—Oh, diablos —dijo Ian—. Sujétate con fuerza.

Y Ruri lo hizo; tenía que hacerlo porque, de repente, Ian abrió la válvula de admisión y la embarcación emergió a toda velocidad hacia adelante. Un brinco inestable sobre el agua que provocó un ruido metálico hasta que colisionó y golpearon aún más contra la piedra filosa. Alguien gritaba. Ruri se dio cuenta de que era ella y luego, simplemente, se quedó sin aire, su boca abierta y sus brazos abrazaban el asiento y Kell asomaba delante de ellos como si fuera un gran muro desdibujado. La lancha golpeó con violencia y luego con más violencia. La popa se hundió y el asirse del asiento con fuerza fue lo único que evitó que cayera al agua.

Una piedra, una ola, espuma monstruosa y truenos en sus oídos. El chal escocés se rasgó en sus dedos y voló hacia el cielo, un brillo azul y verde que pasó volando entre las gaviotas.

—¡Sujétate! —gritó Ian.

Con un chirrido final y metálico, la lancha brincó y luego giró arrojándolos al mar.

Ruri sintió que caía, sin peso, con los brazos extendidos y el cabello sobre los ojos. El agua cálida la succionó; la lancha era una sombra colosal que pendía encima de ella y ejercía presión hacia abajo; las hélices giraban junto a su cabeza con mortal vehemencia.

Tragó agua y sintió que le quemaba los pulmones. Ruri pataleó y giró y el bote se alejó pero al mismo tiempo tiraba de ella, llevándola hacia las profundidades oscuras del mar. La atrapó una corriente silenciosa que la azotaba, la mataba. El océano comenzó a convertirse en un ácido que comía su sangre.

Algo la tomó de la mano. Algo tiró bruscamente de ella y le llevó la cabeza hacia atrás. Era un hombre rodeado de luz. Estaban ascendiendo juntos para salir a la superficie y cuando lo lograron, Ruri todavía no podía respirar. El agua de mar la llenó. Su corazón latía de pánico.

Estaban en la arena. Ruri estaba apoyada sobre sus manos y rodillas, con náuseas, y luego colapso sobre su costado con un llanto chillón y entrecortado.

Ian la abrazó. Se sentaron. Ian apoyó su rostro contra el cabello de Ruri, en movimiento, despeinado, y los dedos de ella se enroscaron en la lanilla húmeda de su jersey. Sollozaba, lágrimas con respiración entrecortada hasta que se quedó una vez más sin aire y debió detenerse.

—Bien —murmuró él con los labios sobre la sien de Ruri—. No estuvo tan mal.

Lo apartó con la suficiente fuerza como para enviarlo nuevamente al suelo.

—¿Cómo pudiste? —Se puso de rodillas y se pasó una mano por los ojos cubriéndolos con más arena—. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Llegamos a la costa. —Se sentó y se sacudió la arena del pecho.

—¡Hundiste la lancha! ¡Casi nos matas a los dos! No hay muelle ni… —Su voz se quebró; respiró con dificultad, ni un lugar a dónde ir y te quedas sentado allí y lo único que haces es sonreír…

La miró de forma tal que no quedó rastro de aquella sonrisa. Después, se puso de pie. Hizo una reverencia y le tendió la mano. Ruri lo ignoró con salvaje dignidad y se las arregló para ponerse de pie por sí sola en medio de una llovizna de arena.

—Fue mi primera vez —resaltó mientras miraba cómo Ruri llevaba hacia atrás su cabello empapado.

La espalda de Ruri se tensó.

—¿Tú… tú nunca has venido aquí antes?

—Ah, sí. Pero hace tiempo que no venía.

—Quieres decir que me has traído hasta aquí y ni siquiera… —Su brazo señaló las olas, la lancha pérdida—. ¿Planeaste todo esto?

Levantó los hombros.

—Admito que quería llegar un poco más cerca.

—¡Estúpido! ¡Sabes que no puedo nadar!

—Pero yo sí, Ruriko. Y estamos aquí y estamos bien… excepto por tu humor.

—Por Dios. —Se sujetó la cabeza, demasiado aturdida como para hacer más que eso: árboles y pedregullo y una gran pila de rocas sobre ellos. Rodeados por el océano. Náufragos.

—Ruriko…

—No. —Levantó una mano hacia donde estaba Ian, que todavía contemplaba el mar—. No me dirijas la palabra. No digas nada. Solo… solo mantente alejado.

Ruri comenzó a recorrer la playa.

Eric había podido vivir bien en las ruinas. A Ian le agradaba eso. Había visitado al conde una vez por mes durante diez años, cuando Eric se acercaba a la costa para ocuparse de cualquier negocio humano que necesitara hacerse. El cuarto miércoles de cada mes, a las seis, solían encontrarse en el pub del pueblo, compartían un trago en un pomposo silencio y unos pocos y vagos comentarios acerca del clima y de las cosas en el mundo. Ian nunca mencionó nada acerca de la herencia del conde y el mismo Eric nunca lo aludió. Cuidó su privacidad con la ceremoniosa vigilancia de un viejo perro buldog. Sin embargo, ni siquiera una vez había rechazado la invitación a sentarse con el hombre que había adquirido su hogar ancestral.

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