Sería hoy. La llevaría hoy.
Se levantó temprano, antes que los demás, antes incluso que sus más eficientes sirvientes. En las ordenadas cocinas de Kelmere preparó huevos revueltos y una tetera de té fuerte. También hizo tostadas con mantequilla y se alegró al encontrar un frasco de mermelada de frutos rojos escondido en la despensa. La de fresa era su favorita.
Pensó en comer a solas sobre el fregadero mientras contemplaba el amanecer y la persecución de nubes. Sin embargo, Ruriko se levantaría en cualquier momento. Iría en busca del desayuno en el gran salón sin lugar a dudas.
Llevó todo para allí.
Pero aún no la esperaba, ciertamente no, y en verdad mientras el sol desparramaba sus febriles rayos sobre el horizonte, Ruri no apareció. Ian supo que el cambio de horario podía ser una causa. Decidió, con generoso humor, dejar que durmiera todo el tiempo que necesitara.
Quería que estuviera renovada para Kell. Quería que sus sentidos estuvieran agudos, mejor para ver y oír y caminar junto a él hacia su destino.
Terminó los huevos, comió dos rebanadas de pan tostado con mermelada. Le apetecía más pero también deseaba esperarla. Sus dedos comenzaron a tamborilear sobre la mesa con su propio ritmo nervioso. El cielo, más allá de las ventanas acanaladas, cambió de bermellón a anaranjado.
Pero la esperaría.
Cuando oyó movimiento en la entrada del salón, levantó deprisa la cabeza y luego rió.
—Por Dios. ¿Cuánto le pagaste a Angus Drummann para navegar tan temprano?
Rupert entró, desgarbado, se quitó el sombrero y lo golpeó con pereza contra sus piernas mientras caminaba. Se movía con mayor rigidez que lo usual. El rostro mostraba rastros de cansancio, pero su respuesta fue lo suficientemente animada.
—Jesús. No te lo diré. Ese hombre de mar ladrón y su chatarra de palangana oxidada, con una pérdida en la popa desde hace dos semanas… Debí dejar el automóvil atrás. Debería sentir vergüenza ese Angus, de cobrarle a un anciano por esa cosa.
—Deberías haber salido a medianoche.
—Sí. Cuando terminó la tormenta, partimos nosotros.
—Ella todavía estaría aquí.
Lo había dicho con docilidad, pero Rupert le clavó una mirada intensa.
—¿Lo estaría? ¿Me preguntaba por qué tenía en mi cabeza la idea de que la llevarías Kell lo antes posible?
Ian volvió a reír. Dándose por vencido y con un gesto, le ordenó que tomara asiento.
—No tengo idea.
Sintió que parte de la tensión anterior comenzaba a disiparse mientras veía a Rupert suspirar y tranquilizarse, tomar la tetera y la taza que sobraba que era para Ruriko, revolver y servirse té de Ceilán caliente y una gran porción de nata.
—¿Y ella cambió de idea acerca de la isla, como dijiste que lo haría? —preguntó sin levantar la vista de su tarea.
—No aún. Pero lo hará.
—Tan pronto como la vea, dijiste. ¿No la ha visto aún?
Ian arrojó una miga de tostada de la mesa, sin responder.
—Pensé que habías pasado lo suficientemente cerca ayer a la mañana. Pensé que tendrías todo el tiempo como para ir a gran velocidad hasta allí en tu nueva lancha antes de la tormenta.
—Cambiará de opinión —repitió la frase con tozudez, como si con su tono de voz pudiera hacerlo real.
—Pero no aún.
Sus dedos comenzaron un nuevo tamborileo; los calmó.
—No.
En las grandes paredes de la habitación, los tapices medievales todavía colgaban, protegidos ahora detrás de un vidrio, pero aún claros, coloridos, su belleza eterna sin eclipsar.
Ian fijó su mirada en un unicornio rampante en un valle, flores color púrpura a sus pies, su cuerno puntiagudo y enroscado, un desafío de bronce al cielo.
—Conoces la maldición de la sirena —dijo Rupert, con su tono de voz armonioso y de persona anciana.
La respuesta de Ian fue brusca.
—La conozco.
—Espíritus gemelos perdidos, regresaron —Rupert sorbió con ruido el té—. Me pregunto, ¿qué sucedería si una de esas almas no regresara como dice? O… ¿si no quisiera nada de la otra persona?
Ian observó el unicornio, solitario en el valle, raro y exótico y en soledad.
—Todo el bien que hubo antes, todos los amantes juntos, borrados de un plumazo como si nunca hubieran existido.
—Es sólo una historia, Rupert.
—Quizás el océano se trague la diminuta isla.
—No seas tonto.
—Quizás eso es lo que deba suceder de todos modos.
—Vete. —Ahora estaba enfadado e intentó reprimirlo—. Es sólo una historia.
Rupert sonrió con afabilidad sobre su taza de té.
—Si lo crees así. Pero me lo pregunto ahora.
Capítulo 12
Los vecinos de pueblo comenzaron a llegar después del desayuno. Llegaban a Kelmere en automóvil y a pie, pero la gran mayoría, en bicicleta, con las ruedas enlodadas, timbres de hojalata y canastos y más canastos con obsequios.
Para Ruriko, la heredera de Kell.
Ian los recibió cordialmente, pidió té y bizcochos y envió a una criada a que despertara a Ruri mientras se preguntaba por dentro cuánto tiempo le llevaría. Había querido aprovechar la marea de la mañana, pero el timbre no dejaba de sonar…
La criada regresó y le informó con un murmullo en el silencio interesado del gran salón que la señorita Kell no se encontraba en la cama, ni tampoco en la habitación.
Rupert le echó una mirada de inconfundible gracia. Ian asintió con la cabeza y le ordenó que se retirara y trajera más bizcochos… Estos habitantes de la isla estaban hambrientos… Luego se excusó en la sala y se retiró. Se fue para dar paso al murmullo zumbador de los presentes y el gran alboroto de cucharas contra la porcelana importada. Sin duda, Rupert los mantendría ocupados.
La criada había estado en lo cierto: Ruriko no estaba en su habitación. Ni en la galería o en la sala de estar ni en ninguno de los salones. Tampoco en el salón de baile con su extravagante y hechizado vacío. Ni siquiera en la sala de armas donde podría contemplar los escudos romanos. Tampoco en la antigua torre o, Dios no lo quiera, en el calabozo. Desacostumbrado, también revisó el candado de la cubierta del pozo negro celta. Todavía estaba bien asegurado.
Diablos. ¿Dónde se había metido?
Ian la descubrió fuera, de pie y sola en el silencioso límite donde comenzaba el bosque, concentrada en algo que Ian no podía ver. La había estado buscando por más de una hora y estaba a punto de pedir ayuda; sólo el orgullo y el recuerdo del rostro de Rupert lo llevaban a seguir adelante solo. Finalmente, la había encontrado con sólo seguir el rastro sobre el césped pisoteado por donde había pasado, hierba nueva y flexible debido al agua, una huella errante desde el jardín trasero hasta el margen del bosque.
Estaba de espaldas a él. Su cabello castaño combinaba con la quietud del lugar, ensombrecida por los árboles; parecía ligeramente élfica, modelada por la niebla, mitad allí, mitad no… Posada entre dos mundos.
La idea tenía un encanto molesto. Ni en el bosque ni fuera de él; ni en las hierbas ni en el brezo, ni de él y sin embargo… de él. Su alma perdida.
La neblina de las tierras altas trazaba lazos entre ellos y se desvanecía en el cielo.
Se acercó sin hacer ruido pero Ruri lo oyó de todos modos; un costado de su mejilla palideció cuando ella giró su cabeza y lo vio. Estaba de pie detrás de una haya pesada, se abrazaba a sí misma, el dobladillo de sus jeans color índigo por el rocío.
Ian apareció junto a ella y se detuvo lo suficientemente cerca como para tocarla. Ruri lo saludó con un débil murmullo.
—Mira.
Ian siguió la mirada de Ruri, vio helechos y musgo, turba mezclada con agujas de pino y las hojas de álamo con forma de corazón que habían caído.
—Justo allí. —El brazo apenas levantado.
Debajo de las hojas de helecho había un murmullo, pequeño y furtivo que luego desapareció. Ian se acerco más. Había un trío de conejos acurrucados en las hojas con los ojos cerrados y las orejas dobladas, pardos como la tierra. El que se encontraba en el medio se retorció y se volvió a acomodar y colocó su hocico debajo de su hermano.
—Están abandonados —murmuró Ruri—. No tienen madre.
—No —habló con la misma inflexión en la voz—. Está por aquí.
La elevación de una de sus cejas le dejó claro a Ian lo que pensaba. Apoyó su mano sobre el brazo de Ruri, la llevó hacia otro árbol, un poco más alejada de ese lugar.
—Sólo viene por ellos una vez al día. El resto del tiempo están solos.
—Pero son tan pequeños.
—Sí. Así es la vida.
Ian mantenía la mano apoyada sobre el brazo de ella. Llevaba puesto un jersey esa mañana, sencillo y suave, de un color confuso y cálido que le hacía recordar la canela. Sus dedos estaban apoyados en la curva del hombro de Ruri con un consentimiento robado, buscando la fuerza de ella, una resistencia esbelta al peso de su mano.
Pensó en toda la gente que había en la mansión, esperándolos. Pensó en Rupert y en Kell y en la maldición de la sirena que colgaba sobre su cabeza. En la neblina que amainaba y en la esclavitud de su proximidad, una loca confusión de ideas parecía comenzar a girar.
Se la llevaría a los valles y cascadas donde estarían solamente ellos dos, juntos y solos. La tendría entre sus brazos y la serenaría y la besaría debajo de los álamos y pinos temblorosos. Inhalaría su esencia y la saborearía y le diría quién era ella y quién era él y lo que estaba escrito que debía suceder…
El brazo de Ruriko se relajo a un costado. Ian retiro la mano.
—¿Has notado que en los cuentos de hadas nunca hay una madre? —Apoyó su mejilla contra el tronco nudoso de un pino—. Tampoco padre.
—En general, no.
Rió de modo ahogado.
—No. Creo que los cuentos de hadas son más para niñas. —Un brazo elevado con pereza una vez más, abrazaba el árbol para no perder el equilibrio—. ¿Dónde están tus padres?
—No lo sé.
Se enderezó y se volvió para mirarlo.
—Nunca los conocí —Ian miró fijamente la densa maleza de los bosques—. Me dejaron de bebé.
Ante el silencio de Ruri, la miró de reojo; no podía ver nada en su firme rostro.
—Lo siento —dijo finalmente.
—No lo estés. Nunca los extrañé. —Lo que era una mentira, pero no necesitaba saberlo. Quería contarle cómo había encontrado a su verdadera familia después de todo, no de sangre sino de espíritu, de karma y destino, pero las palabras no iban a salirle.
—¿Estás en contacto con tus padres adoptivos?
—No fui adoptado. Estuve con custodia tutelar.
Ruri se miró los pies y los raspó para quitar un poco de lodo esponjoso de su zapato.
—¿Quién te obsequió el perro? ¿Auger?
—Estaba perdido. —Respiró profundo; el aire sabía a primavera húmeda—. Me siguió hasta casa un día y así comenzó la historia. Un perro mestizo, de orejas raídas y una cola sin pelo. Tan feo como esos. Lo mantenía escondido en el depósito de la leña cuando estaba en la escuela. Compartíamos la cena.
Apareció un esbozo de sonrisa en la comisura de los labios de Ruri.
—¿Y el caballo?
—Lo robé.
Ruri rió ante tal respuesta, un claro sonido como de plata, más dulce y agradable que las campanas.
—¿Lo salvaste de un destino nefasto?
—Por supuesto. —A su pesar, Ian sintió que sonreía—. Era un caballo de una carroza que había sido apaleado, la clase de caballo que pasea turistas alrededor de un parque. Había sido vendido para hacer pegamento. Rompí la cerradura del matadero y lo saqué de allí. Fui lo suficientemente rápido como para salvarnos a los dos.
—¿Lo tenías en el depósito de leña?
—Tenía ya una casa para entonces, cerca del campus de la universidad. Los vecinos no estaban contentos.
Ruri extendió su brazo, todavía sonreía, y le tomó la mano.
—Doctor MacInnes, en realidad creo que eres un héroe.
Palabras sinceras, pero Ruri las había dicho en tono de broma. Disfrutaba de su sonrisa, de las pequeñas líneas que achicaban sus ojos con un destello dorado. Cuando sonreía de ese modo, parecía un hombre diferente, no el soberbio escocés que vivía en aquel lugar helado, sino alguien generoso y cálido, con una mirada iluminada por el sol y el encanto de un pirata astuto.
Había tenido la esperanza de hacerlo reír, ver su rostro iluminado con buen humor. Pero los ojos de Ian se alejaron de Ruri, incluso la sonrisa aniñada se desvaneció. Ian miró, en cambio, las manos de Ruri, sus dedos la tomaban de la muñeca con amabilidad. Luego, apareció una mueca en sus labios, no había humor sino algo más áspero.
—¿Lo soy?
—Otra pregunta desviada. Eres bueno en eso.
Sus dedos ejercieron más presión e Ian levantó la vista.
—¿Puedo verlo? —preguntó antes de que Ian pudiera hablar—. ¿A tu valiente Sol?