—No sé por qué te importaría.
—Llámalo mera curiosidad. Pero… quizás no tengas el don, después de todo. Quizás la sangre española sea muy poca. Sin embargo, es una buena excusa para el trabajo, ¿no es cierto?
Ruriko hizo a un lado los utensilios.
—¿Fue un reto?
Se encogió de hombros y miró hacia otro lado.
—Muy bien.
Ruriko corrió su silla hacia atrás. Niall se aproximo para ayudarla pero fue demasiado tarde; con una mirada sutil de Ian desapareció nuevamente en su rincón sin iluminación.
Ruri se acercó con sencilla elegancia, justo donde la esperaba Ian en la cabecera de la mesa. Detrás de ella, la chimenea derramaba luz, otorgándole a la diáfana blusa un halo de ferocidad, dejando traslucir las delicadas líneas de su torso, la forma de su cintura. Ian mantuvo su atención fija de modo despiadado en el rostro de Ruri.
—No puedo controlar las consecuencias —advirtió.
—Correré el riesgo.
—¿Estás seguro?
—Ya me quité el reloj de pulsera.
Lo estudió durante unos instantes más con aquellos ojos azul tormenta.
—Tu mano, entonces —dijo finalmente mientras levantaba la de ella.
Ian sonrió y levantó la mano. Los dedos de Ruri se enroscaron con fuerza en los de él.
Ah. No había una luminiscencia que helara su corazón, sólo Ruriko, una caricia verdadera, una conexión tentadora. Quería, demasiado, sentir lo que ella hacía. Quería saber lo que ella veía. Quería que ella lo comprendiera todo… su pasión, su nueva esperanza… y al mismo tiempo, no lo deseaba. Pero por todos sus anhelos tácitos, Ian sólo vio el insondable rostro de la sirena, más sabio con los años, pintado por los dioses. Ruri bajó los párpados y ya no pudo verle los ojos; la luz del fuego ardía y brillaba a su alrededor, un florecimiento de llamas.
Cuando Ruri volvió a hablar otra vez, su voz fue un murmullo de terciopelo.
—No eres lo que pareces.
No dijo nada ante tal declaración; permaneció cuidadosamente ajeno.
—Tienes secretos.
—¿Tú no? —preguntó y Ruri lo volvió a mirar y soltó su mano.
—Y tiendes a responder cualquier cosa incomoda con una pregunta.
—Perdón.
Uno de sus hombros se elevó; una mecha de cabello deslizó como la seda sobre su brazo.
—Esa no fue una observación sobrenatural.
—¿Algo más?
El reloj francés en forma de lira sobre la repisa de la chimenea marcó las nueve con una cascada de campanadas. Ruriko se alejó de Ian, fuera de la luz.
—Realmente quieres ir a Kell. Conmigo. Pero ya lo sabía, así que supongo que no cuenta.
—Supongo que no.
Regresó a su silla. Esta vez, Niall llegó a tiempo y corrió la silla para que se acomodara. Aceptó la servilleta, tomó el tenedor y agregó muy desenvuelta:
—De niño tuviste un perro llamado Auger. Andabas en un caballo llamado Sol. El perro murió, pero el caballo… vive aquí, en los establos.
Desde un rincón de la habitación se oyó un par de murmullos, que pronto se acallaron.
—¿Estabas pensando en el caballo? —preguntó mientras ensartaba una cebolla.
—No —dijo Ian. Pero había estado pensando en el halo que la rodeaba mientras sostenía su mano entre las de ellas, puro calor y brillo. Su figura iluminada por la llama. Había estado pensando en el sol.
* * * * *
La tormenta terminó. Estaba en una isla, una lágrima de paraíso sobre el manto del mar. La arena era asombrosamente suave. Corría entre sus dedos, se derretía en la planta de sus pies, oro líquido que cedía y se regeneraba.
Estaba sola allí. No estaba sola. Buscó pero no encontró a nadie, solo agua y árboles. Las nubes de tormenta de antes, tan violentas, tan enfurecidas, se habían desvanecido; se extendían por el cielo en un blanco adiós.
Caminaba por la playa, pasos lentos. Una voz la llama detrás de ella y se volvió pura mirar…
Los ojos de Ruri estaban abiertos. Le llevó unos instantes comprender que no estaba en la playa, en ninguna playa sino en un lugar oscuro. Y confortable. Almohadas y no arena. Acolchados y no nubes.
Se estiró entre las sábanas y volvió a hacerlo una vez más: la antigua inquietud hormigueaba en todo su cuerpo y la despertó por completo, incluso hizo que se sentara en la cama. Huesos locos. Sintió que podía correr kilómetros con tal de deshacerse del dolor que sentía.
La habitación de invierno mantenía su encanto incluso bien entrada la noche. Sombras oscuras adornaban los muebles y las paredes, La luz color peltre de las ventanas caía sobre el suelo en cuadrados de agua de lluvia. Las cortinas se agitaron con una corriente de aire nunca vista, tela pálida y rígida que se hinchaba como los pliegues de la falda de una dama.
Siempre había podido ver bien en la oscuridad, incluso de niña. Nunca le había temido a la noche. Quizás por eso se puso de pie tan dispuesta, flexionando dedos y pantorrillas mientras la seda de organza susurraba y suspiraba.
Un sonido tenue provino de la izquierda, sordo y pequeño como un ratón. Un clic. La puerta de la habitación acababa de cerrarse.
Ruri permaneció allí, sus sentidos al natural, y se preguntó si lo había imaginado. Había cerrado la puerta antes de ir a la cama, de eso estaba completamente segura. Pero tan sólo unos segundos antes… ¿no había visto una abertura estrecha en la oscuridad, una silueta larga y gris contra la penumbra que su ojo había pasado por alto?
Tomó un jersey de la maleta abierta, no se preocupó por buscar un par de zapatos. Descalza, corrió silenciosa hacia la puerta y apoyó la mano en el picaporte de oro. Se abrió con un sólo y callado golpe de aire.
El pasillo delante de ella estaba vacío, tenebroso como el lecho del mar. Con la puerta entreabierta, la corriente de aire encontró su compañera; una brisa fantasmal se deslizó sobre sus hombros hacia la noche y agitó mechones de su cabello que quedaron inmóviles en el aire.
Se puso el jersey por la cabeza y luego escuchó Con atención una vez más. Todo lo que oyó fue la lluvia.
¿Quién estaría despierto tan tarde? ¿Quién habría estado en su puerta?
Nadie, se dijo con firmeza. Fue la corriente de aire.
Pero se dirigió al gran salón.
Era fácil desplazarse sin hacer ruido. Su única compañía era el lamento monótono de la tormenta y la sombra de su sombra, acuciante, delante de ella. Pasó por una estatua de Diana que posaba con su arco en el aire y luego una de Psique y Eros, alas desplegadas y un beso de piedra. En un hueco abovedado, había una sirena de bronce que con los brazos en alto, se elevaba entre las olas.
Hizo una pausa en la entrada a la galería de retratos, miró a su alrededor, todavía sin ver nada fuera de lo común.
No… allí… al otro lado de la galería. Sintió un reflejo en el rabillo de su ojo, que desapareció cuando se dio vuelta. Se quedó helada, respiró entre dientes pero no volvió a suceder. No había sido la corriente de aire ni su imaginación.
Regresaría a su habitación, pondría una de aquellas piezas exquisitas delante de la puerta, volvería a la cama y esperaría el amanecer. No debía, no debía caminar hacia delante por ese pasillo como lo estaba haciendo, atraída por una fuerza que ni siquiera podía definir, un impulso más profundo que la curiosidad, más tranquilo que el miedo.
Contra una claraboya alta y redonda, la lluvia se volvió un murmullo, un rastro de una canción olvidada mucho tiempo atrás que se agitaba en sus oídos.
Había algo que la esperaba más adelante. Ruri necesitaba descubrir qué era.
Quizás todavía seguía soñando. Quizás todavía era parte de un sueño, con la lluvia que cantaba dulcemente y el aire reconfortante y cálido.
Pasó junto a los retratos de sus parientes muertos hacía tiempo, levantó la vista sin marearse y contempló las filas de ojos que la miraban. Ahora que sabía quiénes eran, los reconoció en fragmentos: el mentón de su padre en un hombre de la Restauración; su cabello color tostado en uno de la época eduardiana. Su nariz en una doncella pelirroja, pero no mucho más hasta que encontró una dama… ¿medieval?, ¿isabelina?… con una cofia con joyas y un rostro solemne y las manos de Ruri entrelazadas sobre su regazo.
Y casi todos ellos tenían los ojos color azul lapislázuli de su padre, los de ella. Qué curioso que no lo hubiera notado antes.
Al final del salón, el pasillo se dividía en un descanso y una ventana con largos paneles que proyectaban una luz fantasmal. Cuando miró afuera, sólo la neblina la saludaba y ejercía presión sobre el vidrio. Seguramente no habría nada más aparte de la mansión; el resto del mundo había desaparecido, había sido engullido por la neblina y la magia.
Por primera vez, Ruri sintió frío. Se llevó los brazos al pecho, miró a su alrededor, pero todavía seguía sola. Incluso la corriente de aire se había desvanecido.
Con suavidad, de modo inconfundible, hubo otro clic en la oscuridad, por el pasillo, a la derecha.
Sus pies comenzaron a caminar en contra de su voluntad; caminaba hacia allí mientras su mente procesaba el sonido. Las sombras se volvieron más espesas. Se desplazaba por instinto mientras sus ojos se adaptaban… suelos de mármol, mesas barrocas, puertas cerradas. En una ocasión, un espejo con marco en madera de teca mostraba la mirada astral de una mujer mientras ella pasaba por allí, ojos de gato sorprendido, cabello grisáceo despeinado.
Con exactitud, en el punto medio del pasillo, volvió a suceder. Ruri llegó a una nueva puerta, apenas abierta… y mientras vacilaba, osciló sobre bisagras silenciosas, revelando la habitación delante de ella.
Era otro dormitorio. Una recámara, mas bien, muy más grande que la que tenía ella. Y la cama tema un dosel y pesadas cortinas decoradas.
La puerta continuaba abierta en una silenciosa invitación; cuando espió, la oscuridad comenzó a disolverse en un ocaso. Desde las puertas del balcón junto a la cama, se extendía más neblina que se elevaba y pasaba de un color negro a gris a casi claro.
El aire se abrió suavemente cuando se dirigió hacia la cama.
Enredado en las mantas estaba Ian. Dormido. Parecía dormido sobre su costado, con el cabello desordenado y un brazo sobre las almohadas.
El mundo parecía comenzar a girar lentamente. Era tan familiar. Incluso la forma en que dormía le resultaba conocida, la curva de su cuerpo debajo de las sábanas, el arco de su brazo.
Ella había tenido novios, adolescentes, en la escuela y luego hombres adultos, pero alguna peculiaridad en su naturaleza hacía que siempre los dejara antes del amanecer. Nunca se había quedado despierta para admirar a su amante a la luz de la luna o a la luz del nuevo día. Nunca se había sentido lo suficientemente segura o a salvo como para dormir junto a ellos durante toda la noche. Nunca había sentido esa clase de amor.
Sin embargo allí, en ese momento de ensueño, Ruri pensó que había visto a ese hombre, en esa pose, cientos de veces antes, miles. Conocía cada mechón caprichoso de su cabello, el modo en que sus dedos se enredaban en las sábanas. Cómo daba vueltas con velocidad y volvía a una profunda calma, sin despertarse.
Una nueva corriente de aire hizo que las cortinas de la cama se agitaran un poco, un empujón en su espalda. Ian se volvió contra esa corriente y las mantas dejaron al descubierto su pecho. Piel desnuda y gloria esculpida: no llevaba puesta una camiseta.
Hacía más frío allí que en el resto de la mansión. Ruri se inclinó sobre él y deslizó la manta nuevamente sobre sus hombros. Una tenue conmoción la sobresaltó… ¿Estaba realmente allí? ¿Él?… pero era tan irreal como esa habitación. Cuando rozó con su mano la frente de Ian, no se alejó, sólo hizo una pausa en el lugar, un placer culpable que florecía en su ser con ese pequeño descubrimiento sobre él. No parecía un sueño, era cálido y tangible, carne viva en sus dedos.
Recordó, con severa claridad un momento que había vivido el día anterior en la lancha. Su rostro con el cielo bajo detrás de él, la brisa del mar adornaba su cabello.
Los brazos de Ian se tensaron; Ruri quitó su mano. Volvió a girar en su sueño, se llevó la otra mano hacia la frente y frotó la zona donde ella lo había acariciado. Los labios de Ian esbozaron una sonrisa.
Ruri respiró aire frío y retrocedió hasta salir de la habitación.
La lluvia había cesado. Ian despertó y lo supo; había dormido y soñado con ese sonido, y cuando la tormenta amainó en las horas previas al amanecer, su cuerpo se despertó en estado de alerta. Debido al absoluto silencio, el día lo despertó. Cuando Ian se dirigió hacia el balcón, todas las colinas y árboles exhalaban grandes bucles de humo. El cielo había comenzado a clarear.