La última sirena – Shana Abe

Si tocara su piel en ese instante, sabía que estaría helada. Fría y rígida, como una piedra. Sí, lo recordaba.

—Kell —dijo Ruri, pero fue un murmullo distante.

Los delfines se llamaron entre ellos, se hundieron en la profundidad del mar hasta convertirse en fantasmas que nadaban en círculos perezosos alrededor de la lancha.

Ian no tenía la intención, y tampoco lo deseaba, pero vio que su mano se estiraba y la buscaba. El cabello de Ruri se agitó una vez más; abrió la palma de su mano y dejó que las mechas se deslizaran entre sus dedos, de un marrón oscuro espléndido… el color de las focas, de los bosques antiguos. Ian se desmoronaba, se desmoronaba…

Las primeras gotas de lluvia aterrizaron en la muñeca de Ian. Las siguientes, golpearon su cabeza y luego, fue un diluvio.

Ruri no se movió. Ian la tomó de los hombros, y la empujó para que tomara asiento; hizo un rápido escrutinio de su rostro, las pestañas salpicadas por la lluvia; las mejillas, cenicientas. Cogió el timón, reavivó los motores y se alejó de Kell hacia el corazón de la tormenta. Kelmere yacía delante de ellos.

La sangre de Ruri estaba congelada. Ruri se sentía helada, quebrada, empapada por la lluvia. Pero mientras la lancha luchaba y seguía hacia delante, Ruri no veía el océano delante de ella o las horribles nubes. Veía la isla.

Veía la isla de Kell y sintió… apenas supo qué sintió. Fue incredulidad. Asombro. Miedo… a que una simple y pequeña cantidad de tierra en medio del mar pudiera provocar esas emociones desde las profundidades de su corazón, tan profundo y amargamente cierto… Era como si su alma hubiera sido golpeada por un relámpago y hubiera quedado partida en dos. Vieja Ruri. Nueva Ruri.

Había visto la Isla de Kell… y le había parecido como su hogar.

El agua de lluvia se acumulaba en el pliegue de su chaqueta. Ruri juntó las manos y vio cómo se llenaban de agua. Pensó que tendría que estar preocupada, allí en medio de la tormenta escocesa (si había un momento para que su pesadilla se volviera real, ése era el indicado), pero en cambio, sintió sólo la seguridad adormecida del descubrimiento de su nuevo y congelado ser.

Miró a Ian y puedo ver su quijada y el ceño fruncido. Ni siquiera llevaba puesta una chaqueta, sólo un jersey de lana gris oscuro y un par de jeans gruesos, pero no parecía tener frío… sólo fiereza… viva.

Ian giró la cabeza y sus miradas se cruzaron, ojos color ámbar con borde negro, las rigurosas y bellas facciones de su rostro que relucían con la lluvia.

Pirata.

Sus labios se movieron. Ruri oyó sus palabras, lejanas, enmarcadas con el trueno.

—¿Cómo te encuentras?

Ruri respondió algo; no supo qué. Debió de haber sido la respuesta correcta, sin embargo, porque Ian asintió con la cabeza y se volvió al mar, sus largos y firmes dedos en el timón. La lancha se abrió camino por las ascendentes olas.

Ruri levantó la vista. Un relámpago centelleó encima de ellos y pareció disolverse en forma de tenedor justo en la punta de la proa.

Sintió, extrañamente, ganas de reír. Ian le echó otra mirada. Como si sus pensamientos hubieran estado conectados, sonrió; en un segundo, el carisma feroz de él se transformó en algo más, algo más cálido y más enigmático, asombrosamente seductor. Incluso los rizos cortos y negros como el azabache eran atractivos, azotados por el agua y el viento.

Una fisura recorrió su calma invernal y luego, un quiebre. El cuerpo entero se despertó con el azote de la lluvia y el calor de su mirada.

La sonrisa de Ian se amplió. Ruri sintió que sus labios también formaban una curva en respuesta y, en ese momento, con la ráfaga de viento y la tormenta y el océano que los perseguía con remolinos salvajes, Ruri se dio cuenta que a pesar de la promesa que le había hecho, estaba en peligro. En un gran peligro.

Era demasiado fácil enamorarse de un hombre que obsequiaba sonrisas de ese modo.

* * * * *

El puerto se llamaba Lir Haven e Ian obviamente tenía un amarre allí, porque a pesar del mar encrespado guió la lancha hacia el mayor espacio abierto con gran familiaridad y se detuvo junto a un yate particularmente lustroso y elegante.

—¿Es tuyo? —preguntó, mientras la ayudaba a bajar al muelle. Se quitó el agua de los ojos y asintió con la cabeza e ignoró la mirada de descontento de Ruri. Sólo la tomó de la mano para guiarla.

—Mi maleta —protestó.

—La llevarán.

Ruri era una muchacha de ciudad; el sólo pensamiento de dejar algo que le pertenecía sin protección al aire libre era tan raro como dejarle su maleta a un extraño.

—¡Alguien la robará!

En la mirada de Ian hubo un rastro de humor.

—No, no lo harán. Y la siguió guiando.

El muelle estaba resbaladizo y el océano golpeaba contra él como el pulso de Ruri, un golpe rítmico, espuma gris y madera oscura y brillante. Ruri quería apresurarse pero Ian la sostenía de la mano con demasiada fuerza; incluso cuando el agua salpicaba sus zapatos mientras caminaban. Al menos, no se caería.

La lluvia parecía más intensa allí en la costa. No lo hubiera creído posible. Sus pasos sacudían el muelle y luego llegaron a tierra firme, bendita tierra, arena que crujía debajo de sus pies y daba lugar a largos tallos de lavanda de mar y luego, vegetación.

Lir Haven no era mucho más grande que el pueblo que habían dejado atrás en el continente, con las mismas casas antiguas y pintorescas de piedra y con aire romántico. Sin embargo, las calles allí eran de adoquines y mientras corrían por la acera advirtió que la mayoría de las construcciones estaban pintadas con las coloridas líneas de los huevos de Pascua, amarillo y azul claro y gris.

Más allá de las construcciones, más allá de los techos en declive de las casas, se extendía una montaña que parecía contradecir la deliberada alegría del pueblo: poderosamente austera, pendientes vaporizadas que enmascaraban un verde vivido; la lluvia, una neblina color zafiro sobre la cima. Detrás, se asomaba otra montaña y luego otra más y otra más. No podía vislumbrar el final.

—Entra. —Se detuvieron frente a una de las construcciones pintadas de un rosa pálido, con grandes ventanas salpicadas de lluvia. Los vidrios de la ventana que se encontraba más cerca de ella tenían unas letras manchadas y doradas que decían en un arco grande La Sirena.

Ian abrió la puerta y se desvaneció en el humo y la oscuridad. Ruri echó otra vez un vistazo a la montaña y luego siguió los pasos de Ian.

Era un pub. Por supuesto que lo era, atiborrado de gente, la mayoría hombres, reunidos en las mesas con pipas y vasos, junto a la barra. Allí estaban aquellos que tenían suficiente cordura como para permanecer en tierra firme, se dio cuenta Ruri; no habría pesca ese día, no con ese clima. El olor a tabaco y el característico vestigio agrio de la cerveza la golpeó. En realidad, la inmovilizó en la puerta.

La conversación en el salón cesó. Por completo. Del todo. Todos miraban tanto a Ian como a Ruri, que chorreaban agua sobre la alfombrilla de la entrada.

Ian, audaz, se deshizo del agua del cabello y se dirigió a la barra.

—Necesito usar el teléfono, Mab —le dijo a la mujer que estaba allí y que miró a Ian y luego a Ruri con ojos grandes y después estrechos. Era pequeña y gordinflona con una corona de trenzas tan brillante como peniques nuevos.

—¿Por qué… —respiró mientras observaba a Ruri pero la palabra sólo se desvaneció en el silencio del salón.

—El teléfono, Mab —dijo Ian con amabilidad.

—Sí. Aquí está.

Sin quitarle los ojos de encima a Ruri, lo sacó de debajo de la barra y lo colocó sobre el mostrador.

—La confiable tecnología inalámbrica no ha llegado aún —dijo Ian, y levantó la voz como si tuviera que aclarárselo a todo el recinto—. Los teléfonos móviles no funcionan aquí.

Era un teléfono con disco giratorio. El zumbido y los clicks del discado rechinaron en el aire.

—Ah —exclamó Ian, como una reflexión tardía y el auricular en la oreja—. Señoras, señores. Permítanme presentarles a la señorita Ruriko Kell. Sí, esa Kell. Señorita Kell, el buen pueblo de Lir Haven. —Giró hacia el teléfono.

—Hola —dijo Ruri.

Unas cuantas personas aclararon sus gargantas; la silla de alguien raspó el suelo de madera. Nadie más habló.

Ruri sintió que una gota caía por su sien, llegaba a su mejilla y quedó suspendida en la curva de su mandíbula. La limpió, nerviosa. Nadie se movió. Al otro lado de la habitación, el fuego en la chimenea se volvió más pequeño con una agitación de chasquidos y crepitaciones.

Ian pronunció unas pocas palabras y colgó el teléfono. Volvió a Ruri con el rostro inmutable.

—Debería llamar a mi tía —dijo con tranquilidad, cuando estuvo lo suficientemente cerca.

—Puedes llamar desde la casa. En unos instantes llegará el automóvil. Mientras tanto, ¿nos sentamos? Bebamos un trago mientras esperamos.

La mirada de Ruri se posó nuevamente en el salón y las mesas con aquellas personas que la miraban.

—Mejor aquí dentro que fuera —dijo Ian, con sensatez—. Estoy seguro que estos buenos muchachos estarán de acuerdo.

—Sí —dijo Mab de pronto, acercándose a la barra—. Siéntense, los dos. Beban algo. Invitación de la casa.

La mano de Ian se convirtió en una sutil intimidación en la pequeña espalda de Ruri, mientras la guiaba hacia una mesa que milagrosamente no tenía ni licor ni hombres. Fuera, el viento soplaba y la lluvia comenzaba a sazonar las ventanas de la taberna; era un sonido extraño y desolado para un lugar tan lleno de gente.

Pensó que las personas iban recobrando vida a medida que pasaban junto a ellas. Creyó oírlos girar y murmurar detrás de ella, con las manos en la boca, los labios en las orejas, palabras elusivas. Un extraño fragmento de un diálogo que pudo escuchar acechaba sus pensamientos:

Ha venido, ha venido, está aquí…

Pero cuando miraba a su alrededor, nadie hablaba.

Ian le apartó la silla para que tomara asiento. Ruri lo hizo. Estaba húmeda y vio que la mujer llamada Mab se acercaba con prisa. Mientras Ruri luchaba para quitarse su chaqueta, Ian ordenó whisky para los dos. Ruri no acostumbraba beber a esas horas, pero tenía la sensación de que rechazar la hospitalidad de la anfitriona sería un grave error a nivel social.

Mab sirvió dos vasos que parecían más llenos que lo usual.

—¿Algo de comer? —preguntó con la mirada puesta en Ruri, pero fue Ian quien respondió.

—No, esto es suficiente.

—Gracias —agregó Ruri.

Mab asintió con la cabeza, una sonrisa llana, y se volvió para regresar a la barra pero antes le echó a Ruri una última y rápida inspección.

—Eh, Dughall MacGaw —dijo en voz alta—. ¿Tomarás otra pinta?

Hubo un silencio persistente. Y luego un «sí» como respuesta, a regañadientes.

Ruri se llevó el vaso de whisky a los labios y dejó que tocara su lengua. Fuego y especias; intentó beber un pequeño sorbo y se las arregló para no toser.

—Es el whisky local —dijo Ian, mientras probaba el suyo—. Sólo malta; cuarenta años. Mab nos honra con esta bebida.

Gradualmente, la gente en el salón volvió a retomar sus diálogos, aunque la mayoría de las voces quedaron en silencio. Ian parecía contento al no tener que hablar más. Saboreó la bebida mientras contemplaba la luz cambiante que provenía de la chimenea; sin lugar a dudas, era un hombre perdido en sus intrincados pensamientos.

Ruri no le creyó. La barra, el teléfono, el modo lánguido e indiferente con el que movía el whisky, lodo eso lo había hecho con mucha conciencia, estaba segura. Incluso tomo la había llevado hasta la mesa, su mano abierta sobre la espalda había sido una especie de mensaje, una proclamación calculada. Era posible que lo que había dicho acerca de la señal del teléfono móvil fuera cierto, pero había visto un teléfono público al otro lado de la calle. Podía verlo desde allí.

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